Hablando de Bueyes Perdidos
De las cosas que todos saben, pero nadie
dice
Ángel Juárez
Masares
Esto ocurrió hace muchos años. El
Comando de la
Dirección Nacional de Cárceles había invitado a la Prensa a recorrer el Penal
de Libertad, y una mañana nos encontramos todos allí, dispuestos a ingresar en
ese mundo paralelo que existía tras las alambradas, las garitas con guardias
armados, y las paredes color terracota.
En realidad hoy no recuerdo el motivo de
la invitación, pero sí algunas cosas de ese lugar que no pudo borrar la
inmediatez a la que por entonces estaba sometido. No tenía una página donde
escribir; solo tenía un camarógrafo y cuatro minutos (dividido dos) para
elaborar un “informe especial”. Eso pasó, y estoy seguro que cuando llegó la
sección deportes al informativo central, la palabra “penal” pasó a ser una pena
desde los “once pasos”.
Sin embargo la sensación de haber estado
allí antes estuvo presente desde entonces, quizá por los relatos de mi Amigo
–ya muerto- que pasó casi 12 años “adentro” por leer a Mao.
Allá al fondo estaba “la isla”; llena de
yuyos, pero aún vigente. El edificio principal, ese que se ve desde la ruta
cuando vamos o venimos a Montevideo, no es igual cuando se ve de cerca, y menos
aún cuando se ingresa en él. Te aplasta. En el segundo piso nos encontramos con
un pabellón de todo el ancho de la estructura, sin celdas, donde los presos
habían delimitado el “territorio” de cada uno dibujando los límites con tiza.
Cada espacio individual contenía un colchón mugriento sobre el piso, y
–amontonadas- convivían las pertenencias
del convicto; termo y mate, alguna olla, ropa, y otros objetos variopintos. En
un extremo del recinto, un caño arrancado de la pared y que ahora colgaba del
techo, daba agua potable, a estar por el charco que marcaba el lugar del
abrevadero. Alguien había colgado una frazada improvisando una suerte de carpa,
en un patético intento de recuperar algo de la intimidad perdida. La
Guardia había sacado a todos a un patio que se veía a través
de las ventanas, donde algunos de los hombres caminaban en círculo, y otros
gritaban sus reclamos sabiendo que estábamos allí.
Antes de ponerme a hablar de bueyes perdidos
estuve pensando en aquella visita para encontrarle una razón, pero fue en vano.
De todas maneras no creo que la tuviera. Los colegas de los diarios tenían que
volver a las redacciones a escribir, los de las radios a elaborar sus informes,
y los de la televisión a meterse en “la isla” (otra isla) a tratar de resumir
el dolor ajeno a dos minutos.
Bajamos. En el patio hicimos algunas
tomas de los hombres tras las alambradas, pero estoy seguro que cada uno de
nosotros elaboró en la retina su propia imagen. Imposible no comparar esos
seres con animales en cautiverio, quien lo niegue es un hipócrita. Allí uno en
cuclillas ha enredado sus dedos en los alambres y nos mira inexpresivo. Por
encima de él, otro individuo de su misma especie grita algo a través de su boca
desdentada, con tanta fuerza que las venas del cuello parecen reventar. Su
grito se pierde en medio de los gritos. Recuerdo el otro grito, el de Munch.
Muchos gritan, casi todos… y aunque todos quieran parecer gritos de furia, no
lo son. Como el grito de Munch; son de dolor.
Hoy, uno lee los diarios a la mañana,
escucha algún informativo, a la noche mira otro por TV; oye a “oficialistas” y
“opositores” hablar de la delincuencia. Se despachan ante la prensa con largos
y elaborados discursos, sobre todo porque “hay que opinar”, y si es en contra,
mejor.
Quienes hemos
visto a niños aspirando pegamento en algún hueco del espectacular grupo
escultórico en honor a José Pedro Varela, en la plaza homónima, hemos charlado
mano a mano con los delincuentes en algún tugurio capitalino, y hemos visto
esos rostros y esos ojos perdidos en la nada tras las rejas, sabemos que son
irrecuperables. Pero cuidado, muchos los saben. La sociedad lo sabe, el asunto
es que no se puede decir, ni aún, hablando de bueyes perdidos.
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