viernes, 6 de julio de 2012

Hablando de Bueyes Perdidos
De las cosas que todos saben, pero nadie dice

Ángel Juárez Masares

Esto ocurrió hace muchos años. El Comando de la Dirección Nacional de Cárceles había invitado a la Prensa a recorrer el Penal de Libertad, y una mañana nos encontramos todos allí, dispuestos a ingresar en ese mundo paralelo que existía tras las alambradas, las garitas con guardias armados, y las paredes color terracota.
En realidad hoy no recuerdo el motivo de la invitación, pero sí algunas cosas de ese lugar que no pudo borrar la inmediatez a la que por entonces estaba sometido. No tenía una página donde escribir; solo tenía un camarógrafo y cuatro minutos (dividido dos) para elaborar un “informe especial”. Eso pasó, y estoy seguro que cuando llegó la sección deportes al informativo central, la palabra “penal” pasó a ser una pena desde los “once pasos”.
Sin embargo la sensación de haber estado allí antes estuvo presente desde entonces, quizá por los relatos de mi Amigo –ya muerto- que pasó casi 12 años “adentro” por leer a Mao.
Allá al fondo estaba “la isla”; llena de yuyos, pero aún vigente. El edificio principal, ese que se ve desde la ruta cuando vamos o venimos a Montevideo, no es igual cuando se ve de cerca, y menos aún cuando se ingresa en él. Te aplasta. En el segundo piso nos encontramos con un pabellón de todo el ancho de la estructura, sin celdas, donde los presos habían delimitado el “territorio” de cada uno dibujando los límites con tiza. Cada espacio individual contenía un colchón mugriento sobre el piso, y –amontonadas-  convivían las pertenencias del convicto; termo y mate, alguna olla, ropa, y otros objetos variopintos. En un extremo del recinto, un caño arrancado de la pared y que ahora colgaba del techo, daba agua potable, a estar por el charco que marcaba el lugar del abrevadero. Alguien había colgado una frazada improvisando una suerte de carpa, en un patético intento de recuperar algo de la intimidad perdida.  La Guardia había sacado a todos a un patio que se veía a través de las ventanas, donde algunos de los hombres caminaban en círculo, y otros gritaban sus reclamos sabiendo que estábamos allí.
Antes de ponerme a hablar de bueyes perdidos estuve pensando en aquella visita para encontrarle una razón, pero fue en vano. De todas maneras no creo que la tuviera. Los colegas de los diarios tenían que volver a las redacciones a escribir, los de las radios a elaborar sus informes, y los de la televisión a meterse en “la isla” (otra isla) a tratar de resumir el dolor ajeno a dos minutos.
Bajamos. En el patio hicimos algunas tomas de los hombres tras las alambradas, pero estoy seguro que cada uno de nosotros elaboró en la retina su propia imagen. Imposible no comparar esos seres con animales en cautiverio, quien lo niegue es un hipócrita. Allí uno en cuclillas ha enredado sus dedos en los alambres y nos mira inexpresivo. Por encima de él, otro individuo de su misma especie grita algo a través de su boca desdentada, con tanta fuerza que las venas del cuello parecen reventar. Su grito se pierde en medio de los gritos. Recuerdo el otro grito, el de Munch. Muchos gritan, casi todos… y aunque todos quieran parecer gritos de furia, no lo son. Como el grito de Munch; son de dolor.
Hoy, uno lee los diarios a la mañana, escucha algún informativo, a la noche mira otro por TV; oye a “oficialistas” y “opositores” hablar de la delincuencia. Se despachan ante la prensa con largos y elaborados discursos, sobre todo porque “hay que opinar”, y si es en contra, mejor.
Quienes hemos visto a niños aspirando pegamento en algún hueco del espectacular grupo escultórico en honor a José Pedro Varela, en la plaza homónima, hemos charlado mano a mano con los delincuentes en algún tugurio capitalino, y hemos visto esos rostros y esos ojos perdidos en la nada tras las rejas, sabemos que son irrecuperables. Pero cuidado, muchos los saben. La sociedad lo sabe, el asunto es que no se puede decir, ni aún, hablando de bueyes perdidos.

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