viernes, 16 de noviembre de 2012


Hablando de Bueyes Perdidos

El camino a casa

                                                                                                            

Ángel Juárez Masares



Que el camino de la vida es circular; que todo es un ir y venir, que lo que se siembra será lo que se recoja, puede llevarnos de cabeza a elaborar un tratado de filosofía barata que está muy lejos de nuestra intención. Pese a ello –y sobre todo a quienes tenemos algunos años encima de este pedazo de tierra- nos suele pasar que la memoria nos traiga al presente episodios de otros tiempos. Épocas en las que salimos a devorarnos el mundo, en las que renegamos de nuestra condición social –sea cual fuere- de nuestro barrio, de la ciudad o pueblo en que nacimos, de los amigos simples de la infancia, y hasta de la poca, mucha, o relativa educación que recibimos.
Sin embargo con el paso de los años, y como si la ley del “camino circular” debiera cumplirse inexorablemente, de alguna manera siempre retornamos a nuestras raíces. Algunos lo hacen realmente, otros se han ido tan lejos que solo pueden volver  a sus orígenes a través de los recuerdos, pero todos los hombres buscan de algún modo el aroma de la comida de la madre; ese perfume incomparable que no encontraremos en el restaurant mas sofisticado del mundo.
Puede ocurrir además, que luego de muchos años arrastrando nuestros huesos por el mundo en busca de fortuna, fama, poder, y otras menudencias que la juventud nos presentara como el objetivo de la vida, volvamos a nuestros ambientes primigenios decepcionados porque nada de ello es perdurable (si acaso es existente). Quizá algunos hayan conseguido la fortuna debiendo resignar media vida trabajando para conseguirla, y cada uno evaluará luego si lo justifica.
Los que partieron en busca de la fama seguro descubrieron que nada es mas efímero, y que lo máximo posible –si es que existe- es rozarla apenas con los dedos pues las quimeras no se pueden atrapar.
Y qué hay del “poder”, asunto aún mas vacuo que la fama, y lo que aún es peor, asentado invariablemente en la mentira y la traición.
Pero también es cierto que para valorar el pan antes debimos tener hambre; que para conocer la alegría debimos estar tristes, y que para apreciar el abrazo del Amigo necesariamente debimos estar solos.
Quizá por todo eso el proceso de la rebelde juventud se justifique.
Entonces un día volvemos a la vieja casa en que nacimos, y nos asomamos al aljibe abandonado y seco para ver si aún está allí el amigo imaginario de la infancia; nos asombramos del tamaño de aquel árbol donde nos trepábamos a la hora de la siesta con los González, y los Sosa, aquellos gurises que vivían en la casa lindera y que andaban descalzos in eternis. Vemos los yuyos que crecieron en el jardín donde “la vieja” cultivaba los malvones, y entramos al galpón donde “el viejo” guardaba las herramientas.
Y nada nos es ajeno o triste, recuperamos los olores infantiles entre el olor a moho de la casa; allá en el aquel mueble asoma la tabla de madera en que la madre picaba la carne y la cebolla, y sopesamos la pala “de dientes”  herrumbrosa con la que el padre preparaba el terreno para plantar acelgas y lechugas.
También están los otros, esos hombres y mujeres a quienes un avión llevó al otro lado del mundo donde organizaron sus vidas, y para quienes no es sencillo –cuando no imposible- volver físicamente a sus raíces. Entonces apelarán a la memoria. Sin duda habrán de hacerlo, porque todo en la vida es circular. Lo harán cualquier día con quien sea y en cualquier lugar, porque todos queremos volver –ya sea por un instante- a nuestro origen… y porque además: ¿quién asegura que el camino a casa no se encuentre, aún “hablando de bueyes perdidos”?...

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