sábado, 23 de febrero de 2013


MARIANO JOSÉ DE LARRA, Y LA PROSA QUE TRASCENDIÓ EL TIEMPO


Ángel Juárez Masares


“Tan esclavo es el que pasear no puede, como aquél a quien fuerzan a caminar cien leguas en un día”


Muchas veces desde estas páginas hemos hablado de la condición social del hombre. De la necesidad de juntarse que viene desde  las cavernas hasta los “complejos habitacionales” de este siglo, mas allá que la urbanización trajo aparejada –irónicamente- la deshumanización. No hay dudas que el hombre primitivo se ocupaba mas de sus congéneres que el interés que hoy nos despierta nuestro vecino, ese que encontramos en el ascensor y que no sabemos como se llama.
Sin embargo leyendo a Larra a uno se le ocurre que no es necesario remontarse a la época de piedra para ver que algunas cosas no han cambiado demasiado.
“De necesidad parece que el hombre –dice Larra- al verse solo en el mundo, blanco inocente de la intemperie y de toda clase de carencias, trate de unir sus esfuerzos a los de su semejante para luchar contra sus enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; el que no puede evitar, el que por todas partes lo rodea. Que busque a su hermano (que así se llaman los hombres unos a otros por burla, sin duda) para pedirle su auxilio; de aquí podría deducirse que la sociedad es pues, un cambio mutuo de servicios recíprocos. Grave error: es todo lo contrario; nadie concurre a una reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella, es un fondo común, donde todos acuden a sacar, y donde nadie deja, sino cuando algo se puede tomar en virtud de permuta”.
Para Larra, la sociedad es “un cambio mutuo de perjuicios recíprocos”, y el gran lazo que la sostiene es “por una incomprensible contradicción, lo mismo que parecería destinado a disolverla: el egoísmo”.
Descubierto el estrecho vínculo que nos une unos a otros en sociedad; demás está probar lo que parecen dos verdades eternas –y por cierto consoladoras- que de él se deducen: primero, que la sociedad es imperecedera porque siempre nos necesitaremos unos a otros, y segundo, que también puede ser franca, sincera, y movida por sentimientos generosos, porque siempre  nos hemos de querer a nosotros mismos mas que a los demás.
Sin duda que para conocer algunas actitudes humanas deberíamos acudir a Desmond Morris, quien a través de “El Mono Desnudo” -obra que citamos permanentemente cuando de ingresar en las complejidades del ser humano se trata- nos pone en el lugar que corresponde, y no en  cima de la escala zoológica donde nosotros mismo nos ubicamos.
Esas mismas complejidades son las que conviven y afloran en Larra de manera permanente durante su corta vida, y nos obligan a pensar a dónde lo hubiera llevado su pensamiento de no morir a los ventiocho años.
Dice Azorín: “Larra ha vivido poco, pero seguramente andando el tiempo toda la incoherencia de su pensar se hubiera coordinado”, y agrega; “lo primero que se da en Larra es una oposición entre su persona y el ambiente político en que vive. El Estado es lo mas aparente en una Nación, es lo primero con que choca o lo primero que se acepta; Larra ha visto otros Estados que no son el Español, sabe de otras formas políticas, por eso quizá la crítica surge en él a cada momento; está en permanente pugna con el Estado, muchas veces sin que se lo proponga. No contra el Estado en abstracto, sino con determinado Estado, va contra las corruptelas y las formas abusivas de tal Estado”.
No obstante para Azorín “lo político es periférico; hay algo más profundo, existe otra corteza, la zona social, la zona de las costumbres, y ahí es donde el artista crea su obra de arte. La prosa de Larra es limpia, clara, sin rezumos pedantescos; hay una diferencia esencial entre esta prosa espontánea y la prosa de un Miñano, de un Mesonero Romanos, o de un Estébanez Calderón; en estos escritores se percibe el libro, un libro que no conocemos, sea el que sea, pero en Larra no se advierte lectura alguna, sino que estamos en contacto con la vida, con la sensación mas pura. Casi toda la obra de Larra es periodística, labor del día, rápida y eficaz, viva y fugaz. Larra posee una sensibilidad agudizada, exaltada, mas que una inteligencia serena y discernidora. Cuando se lee a Larra atentamente, en horas de silencio y soledad, se descubre una lectura para el propio lector, no para “el público”. El ánimo queda entonces conturbado y perplejo. ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Qué significan tantas idas y venidas, tantos cambios, y tantos trueques?
Larra señala permanentemente esa contradicción, esa perpetua rectificación de lo ya dicho, una profunda vida espiritual. Solo quien esté desposeído de imaginación y de curiosidad podrá entonces subsistir en un mismo ser, igual a sí mismo, idéntico a los treinta años que a los setenta. Larra es desde el punto de vista literario, la exaltación de la personalidad, el individualismo irreductible, pero también el gran romántico, no por lo vistoso, no por el color, como el duque de Rivas, no por la cadencia, como Zorrilla, tampoco por el ímpetu, como Espronceda, sino por la profundidad de su pluma”.
Leer “Artículos de Costumbres” es quizá la mejor forma de conocer a Larra. La segunda edición de esa recopilación de sus escritos fue hecha en 1837 según la voluntad del autor, y su lectura nos remite a lo del título; “la prosa que trascendió el tiempo”. Quizá deberíamos agregar que además trascendió fronteras geográficas, pues sus artículos contienen una innegable carga de universalidad al estar centrados en las actitudes del hombre ante sus semejantes y el entorno donde se mueven sus personajes.


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