MARIANO JOSÉ DE LARRA, Y LA PROSA QUE TRASCENDIÓ EL TIEMPO
Ángel Juárez Masares
Muchas veces desde estas páginas hemos
hablado de la condición social del hombre. De la necesidad de juntarse que
viene desde las cavernas hasta los
“complejos habitacionales” de este siglo, mas allá que la urbanización trajo
aparejada –irónicamente- la deshumanización. No hay dudas que el hombre
primitivo se ocupaba mas de sus congéneres que el interés que hoy nos despierta
nuestro vecino, ese que encontramos en el ascensor y que no sabemos como se
llama.
Sin embargo leyendo a Larra a uno se le
ocurre que no es necesario remontarse a la época de piedra para ver que algunas
cosas no han cambiado demasiado.
“De necesidad parece que el hombre –dice
Larra- al verse solo en el mundo, blanco inocente de la intemperie y de toda
clase de carencias, trate de unir sus esfuerzos a los de su semejante para
luchar contra sus enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; el
que no puede evitar, el que por todas partes lo rodea. Que busque a su hermano
(que así se llaman los hombres unos a otros por burla, sin duda) para pedirle
su auxilio; de aquí podría deducirse que la sociedad es pues, un cambio mutuo
de servicios recíprocos. Grave error: es todo lo contrario; nadie concurre a
una reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella, es un fondo
común, donde todos acuden a sacar, y donde nadie deja, sino cuando algo se
puede tomar en virtud de permuta”.
Para Larra, la sociedad es “un cambio mutuo
de perjuicios recíprocos”, y el gran lazo que la sostiene es “por una
incomprensible contradicción, lo mismo que parecería destinado a disolverla: el
egoísmo”.
Descubierto el estrecho vínculo que nos une
unos a otros en sociedad; demás está probar lo que parecen dos verdades eternas
–y por cierto consoladoras- que de él se deducen: primero, que la sociedad es
imperecedera porque siempre nos necesitaremos unos a otros, y segundo, que
también puede ser franca, sincera, y movida por sentimientos generosos, porque
siempre nos hemos de querer a nosotros
mismos mas que a los demás.
Sin duda que para conocer algunas actitudes
humanas deberíamos acudir a Desmond Morris, quien a través de “El Mono Desnudo”
-obra que citamos permanentemente cuando de ingresar en las complejidades del
ser humano se trata- nos pone en el lugar que corresponde, y no en cima de la escala zoológica donde nosotros
mismo nos ubicamos.
Esas mismas complejidades son las que
conviven y afloran en Larra de manera permanente durante su corta vida, y nos
obligan a pensar a dónde lo hubiera llevado su pensamiento de no morir a los
ventiocho años.
Dice Azorín: “Larra ha vivido poco, pero
seguramente andando el tiempo toda la incoherencia de su pensar se hubiera
coordinado”, y agrega; “lo primero que se da en Larra es una oposición entre su
persona y el ambiente político en que vive. El Estado es lo mas aparente en una
Nación, es lo primero con que choca o lo primero que se acepta; Larra ha visto
otros Estados que no son el Español, sabe de otras formas políticas, por eso
quizá la crítica surge en él a cada momento; está en permanente pugna con el
Estado, muchas veces sin que se lo proponga. No contra el Estado en abstracto,
sino con determinado Estado, va contra las corruptelas y las formas abusivas de
tal Estado”.
No obstante para Azorín “lo político es
periférico; hay algo más profundo, existe otra corteza, la zona social, la zona
de las costumbres, y ahí es donde el artista crea su obra de arte. La prosa de
Larra es limpia, clara, sin rezumos pedantescos; hay una diferencia esencial
entre esta prosa espontánea y la prosa de un Miñano, de un Mesonero Romanos, o
de un Estébanez Calderón; en estos escritores se percibe el libro, un libro que
no conocemos, sea el que sea, pero en Larra no se advierte lectura alguna, sino
que estamos en contacto con la vida, con la sensación mas pura. Casi toda la
obra de Larra es periodística, labor del día, rápida y eficaz, viva y fugaz.
Larra posee una sensibilidad agudizada, exaltada, mas que una inteligencia
serena y discernidora. Cuando se lee a Larra atentamente, en horas de silencio
y soledad, se descubre una lectura para el propio lector, no para “el público”.
El ánimo queda entonces conturbado y perplejo. ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto?
¿Qué significan tantas idas y venidas, tantos cambios, y tantos trueques?
Larra señala permanentemente esa
contradicción, esa perpetua rectificación de lo ya dicho, una profunda vida
espiritual. Solo quien esté desposeído de imaginación y de curiosidad podrá
entonces subsistir en un mismo ser, igual a sí mismo, idéntico a los treinta
años que a los setenta. Larra es desde el punto de vista literario, la
exaltación de la personalidad, el individualismo irreductible, pero también el
gran romántico, no por lo vistoso, no por el color, como el duque de Rivas, no
por la cadencia, como Zorrilla, tampoco por el ímpetu, como Espronceda, sino
por la profundidad de su pluma”.
Leer “Artículos de Costumbres” es quizá la
mejor forma de conocer a Larra. La segunda edición de esa recopilación de sus
escritos fue hecha en 1837 según la voluntad del autor, y su lectura nos remite
a lo del título; “la prosa que trascendió el tiempo”. Quizá deberíamos agregar
que además trascendió fronteras geográficas, pues sus artículos contienen una
innegable carga de universalidad al estar centrados en las actitudes del hombre
ante sus semejantes y el entorno donde se mueven sus personajes.
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