García Márquez: “El enigma de los dos Chávez”
Carlos Andrés Pérez descendió al atardecer
del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en la plataforma
al general Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. “¿Qué pasa?”, le
preguntó intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que
el Presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial
de La Casona. Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo
despertó por teléfono para informarle de un levantamientio militar en Maracay.
Había entrado apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de
artillería.
Era el 4 de febrero de 1992. El coronel
Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba
el asalto desde su puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La
Planicie. El Presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el
apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país.
Doce horas después el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la
condición de que también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la
televisión. El joven coronel criollo, con la boina de paracaidista y su
admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero
su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue
amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios
como no pocos enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero de
la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de
nueve años después.
El presidente Hugo Chávez Frías me contaba
esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba de La
Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión como
presidente constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos
conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes
Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de
cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un
venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por
culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y
milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de reportero en
reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad
que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a
través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?
El argumento duro en su contra durante la
campaña había sido su pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la
historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo
Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia
venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata
que trataba de purgar a su país de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez.
A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez
Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Éste, a su vez, fue
derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que inauguró el período
más largo de presidentes elegidos.
El golpe de febrero parece ser lo único que
le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por
el lado positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la buena
suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que
sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en
Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo.
Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más
de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel
Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras penas con
sueldos de maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años
vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a
su abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad
porque tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una
partera que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera
cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que
todo el mundo lo reconocía por su repique. “Ese que toca es Hugo”, decían.
Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo primer
capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario de opciones, y
él las intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel
Angel y David, se ganó el primer premio a los doce años en una exposición
regional. Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y serenatas con su
maestría del cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de
primera. La opción militar no estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido
por su cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de llegar a las grandes
ligas era ingresar en la academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro
del escapulario, porque aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a
los bachilleres de las escuelas militares ascender hasta el más alto nivel
académico.
Estudiaba ciencias políticas, historia y
marxismo al leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de
Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer
conflicto consciente con la política real fue la muerte de Allende en
septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a
Allende, ahora los militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el
capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente
Rangel, a quien se creía comunista. “Fíjate las vueltas que da la vida”, me
dice Chávez con una explosión de risa. “Ahora su papá es mi canciller”. Más
irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del presidente
que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.
“Además”, le dije, “usted estuvo a punto de
matarlo”. “De ninguna manera”, protestó Chávez. “La idea era instalar una
asamblea constituyente y volver a los cuarteles”. Desde el primer momento me
había dado cuenta de que era un narrador natural. Un producto íntegro de la
cultura popular venezolana, que es creativa y alborazada. Tiene un gran sentido
del manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite
recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo
Gallegos.
Desde muy joven, por casualidad, descubrió
que su bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino
un guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el
entusiasmo de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria.
Escudriñó archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de
pueblo en pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios
del bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo
incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que
había sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó la frontera
sin darse cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le
registró el morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba
una cámara fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un
mapa militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los documentos de
identidad, como corresponde a un espía, podían ser falsos. La discusión se
prolongó por varias horas en una oficina donde el único cuadro era un retrato
de Bolívar a caballo. “Yo estaba ya casi rendido, -me dijo Chávez-, pues
mientras más le explicaba menos me entendía”. Hasta que se le ocurrió la frase
salvadora: “Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un
mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de
nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?”. El capitán, conmovido, empezó a
hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron esa noche bebiendo
cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un
dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de
historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.
“De esa época me vino la idea concreta de
que algo andaba mal en Venezuela”, dice Chávez. Lo habían designado en Oriente
como comandante de un pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones
para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias
le pidió refugio en el campamento un coronel de inteligencia con una patrulla
de soldados y unos supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en
los puros huesos. Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a
dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos desgarradores. “Era que los
soldados estaban golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en
trapos para que no les quedaran marcas”, contó Chávez. Indignado, le exigió al
coronel que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar
que torturara a nadie en su comando. “Al día siguiente me amenazaron con un
juicio militar por desobediencia, -contó Chávez- pero sólo me mantuvieron por
un tiempo en observación”.
Pocos días después tuvo otra experiencia
que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un
helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de
soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un
soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. “No me deje morir, mi teniente”…
le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete
murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: “¿Para qué
estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares torturaban a
campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a
campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la guerra había
terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie”. Y concluyó en el
avión que nos llevaba a Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto existencial”.
Al día siguiente despertó convencido de que
su destino era fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un
nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros
fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. “¿Con qué
finalidad?” le pregunté. Muy sencillo, dijo él: “con la finalidad de
prepararnos por si pasa algo”. Un año después, ya como oficial paracaidista en
un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande. Pero me aclaró
que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de convocar
voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de diciembre de
1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su
vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de
oficial de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del
regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil
doscientos hombres entre oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido ya el
batallón en el patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. “¿Y el
discurso?”, le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la
tribuna sin papel. “Yo no tengo discurso escrito”, le dijo Chávez. Y empezó a
improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una
cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América Latina
transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los suyos y
los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe
Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento. El
comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para
ser oído por todos:
“Chávez, usted parece un político”.
“Entendido”, le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos metros y no
habían logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y
le dijo: “Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político.
Es un capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su
discurso se mean en los pantalones”.
Entonces el coronel Manrique puso firmes a
la tropa, y dijo: “Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba
autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que
dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer”. Hizo una pausa
efectista, y concluyó con una orden terminante: “¡Que eso no salga de aquí!”.
Al final del acto, Chávez se fue a trotar
con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a
diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón
Bolívar en el monte Aventino. “Al final, claro, le hice un cambio”, me dijo
Chávez. En lugar de “cuando hayamos roto las cadenas que nos oprimen por
voluntad del poder español”, dijeron: “Hasta que no rompamos las cadenas que
nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los poderosos”.
Desde entonces, todos los oficiales que se
incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última
vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años
hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes
militares de todo el país. “Durante dos días hacíamos reuniones en lugares
escondidos, estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con
grupos civiles, amigos. “En diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer cinco
congresos sin ser descubiertos”.
A estas alturas del diálogo, el Presidente
rió con malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: “Bueno, siempre hemos
dicho que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había
un cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue
descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de
coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está
aquí con nosotros en este avión”. Señaló con el índice al cuarto hombre en un
sillón apartado, y dijo: “¡El coronel Badull!”.
De acuerdo con la idea que el comandante
Chávez tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la
sublevación popular que devastó a Caracas. Solía repetir: “Napoleón dijo que
una batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega”. A partir de
ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro,
el minuto estratégico. Y por fin, el segundo táctico. “Estábamos inquietos
porque no queríamos irnos del Ejército”, decía Chávez. “Habíamos formado un
movimiento, pero no teníamos claro para qué”. Sin embargo, el drama tremendo
fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados. “Es decir
-concluyó Chávez- que nos sorprendió el minuto estratégico”.
Se refería, desde luego, a la asonada
popular del 27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue
él mismo. Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación
caudalosa y era inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave. “Yo
iba a la universidad a un postgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte
Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar a la
casa”, me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas. “Entonces veo que
están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel: ¿Para dónde van todos
esos soldados? Porque que sacaban los de Logística que no están entrenados para
el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran reclutas asustados
por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al coronel: ¿Para dónde va
ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle, a la calle. La orden
que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y aquí vamos. Dios mío,
¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el coronel: la orden es
que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero mi coronel, usted se
imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez, es una orden y ya no
hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera”.
Chávez dice que también él iba con mucha
fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito
que venía corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición
desparramada. “Y entonces me paro y lo llamo”, dijo Chávez. “Y él se monta,
todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para
dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el pelotón, y allí va
mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y
le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me dice: Yo no sé nada.
Quién va a saber, imagínese”. Chávez toma aire y casi grita ahogándose en la
angustia de aquella noche terrible: “Tú sabes, a los soldados tú los mandas
para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos cartuchos, y se los gastan
todos. Barrían las calles a bala, barrían los cerros, los barrios populares.
¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos Felipe Acosta”. “Y el instinto
me dice que lo mandaron a matar”, dice Chávez. “Fue el minuto que esperábamos
para actuar”. Dicho y hecho: desde aquel momento empezó a fraguarse el golpe
que fracasó tres años después.
El avión aterrizó en Caracas a las tres de
la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad
inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también
para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación
implícita: “Nos vemos aquí el 2 de febrero”. Mientras se alejaba entre sus
escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció
la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres
opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar
a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un
déspota más.
Extraído de: http://www.cubadebate.cu
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