viernes, 19 de abril de 2013


PAOLO UCCELLO
Pintor


Dicen que su nombre verdadero era Paolo Di Dono, pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros que había pintado en las paredes de su casa porque era muy pobre para alimentar animales o tener aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como tributo del aire la imagen de un camaleón pese a no haber visto nunca ninguno. Así también representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. Claro, el camaleón se parece mas a un lagarto y el camello a un gran animal descoyuntado, pero a Ucello nada le importaba la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de sus líneas. De modo que pintó campos azules y ciudades rojas, y caballeros vestidos con armaduras negras montados en caballos de ébano que lanzan llamas por la boca. Caballeros que portan lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo.
Cuentan que el escultor Donatello le decía: “¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!”.
Pero Paolo continuaba su obra paciente y agrupaba círculos y dividía los ángulos. Examinaba todas las criaturas bajo todos los aspectos, e iba a pedir la interpretación de los poemas de Euclides al matemático Giovanni Manetti, luego se encerraba y cubría sus tablas y pergaminos de puntos y curvas. Se consagró perpetuamente al estudio de la arquitectura, en la cual se hizo ayudar por Fillippo Brunelleschi, pero no lo hacía con la intención de construir. Se limitaba a la observación de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, a la convergencia de las rectas en sus intersecciones y cómo las bóvedas cerraban sus claves, a la reducción en abanico de las vigas del techo que parecían unirse en la extremidad de las largas salas. Ucello representaba también a todos los animales y sus movimientos, y los gestos de los hombres con el propósito de reducirlos a líneas. Después, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre la mezcla de metales y órganos que fundía en busca de oro. El las reunía, las combinada y la fundía, con el deseo de obtener su trasmutación en la formas simple de la cual dependen todas las otras formas.
Fue por esta razón que Paolo Ucello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podía convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios. Alrededor de él vivían Ghiberti, Della Robbia, Bruneleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Ucello y de su locura por la perspectiva, apiadándose de su casa llena de arañas y vacía de provisiones, pero Ucello estaba mas orgulloso todavía. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el nodo de crear. La imitación no era la finalidad que se había fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas.
Así vivía el Pájaro con su cabeza pensativa envuelta en la capa, y no se fijaba en lo que comía ni en lo que bebía, pareciéndose cada vez mas a un ermitaño. Sucedió entonces que en un prado, junto a un círculo de piedras hundidas en la hierba, vio un día una hermosa muchacha que reí con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un largo y delicado vestido sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran tan elásticos como los tallos que doblaba al caminar. Su nombre era Selvaggia y le sonrió a Ucello. El notó la inflexión de su sonrisa, y cuando ella lo miró, vio todas las pequeñas líneas de sus pestañas y los círculos de sus pupilas y la curva de sus párpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos. Pero Selvaggia no supo nada de eso porque tenía solamente trece años. Ella tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era hija de un tintorero de Florencia y su madre había muerto. Otra mujer había ido a la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello la llevó a la suya.
Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla en la cual Uccello trazaba formas universales. Jamás comprendió por qué prefería contemplar las líneas derechas y las líneas arqueadas, a mirar la tierna figura que se tendía ante él. A la noche, cuando Bruneleschi  o Manetti  iban a estudiar con Uccello, ella se dormía al pié de las rectas cruzadas, en el círculo de sombra  que se extendía bajo la lámpara. A la mañana se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada de pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fijó todas las actitudes de su cuerpo, pero no hizo su retrato como hacían otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a un individuo; no permanecía nunca en un mismo lugar, quería planear  en vuelo por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las líneas de las plantas y las piedras y los rayos de luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar, Y sin acordarse de Selvaggia, Uccelo parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.
A todo esto no había para comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo  y la unión de sus pequeñas manos flacas y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta así como no había sabido que estaba viva, pero arrojó sus nuevas formas entre todas las que había reunido.
El Pájaro se hizo viejo y nadie comprendía mas sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. Ya no se reconocía ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hacía largos años que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los ojos. Debía abarcar todas las búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Llamó a Donatello y lo descubrió piadosamente ante él. Y Donatello exclamó: “¡Oh, Paolo, cubre tu cuadro!”. El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir nada más. De modo que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello no había visto sino una madeja de líneas.
Y algunos años mas tarde se encontró a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano, estrictamente cerrada, un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.



De: “Vidas Imaginarias”- Marcel Schwob

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