Tecnologías
carcelarias como metáforas de la historia
El almanaque y el catálogo
ANA INÉS LARRE BORGES
En el 40
aniversario del golpe de Estado han coincidido en su aparición “El almanaque”
(libro y película) y la edición de “El libro de los libros”, catálogo de la
biblioteca del penal de Libertad. Ambos son registros de la vida carcelaria de
los presos políticos, tercas trazas de un pasado que insiste en volver y
obligan a la incómoda pregunta: ¿fetiches o signos que deben ser descifrados?
Cloc… cloc…
cloc… Un par de zuecos. Jorge Tiscornia era el único preso que usaba zuecos en
lugar de ojotas o romanitas a la hora del baño. Un par de zuecos artesanales,
hechos por él mismo y bastante impresentables, según confiesa. Zuecos
“preñados”, los nombró su compañero de celda, el único que supo su secreto.
Tiscornia era un estudiante de arquitectura cuando cayó preso en 1972, y sólo
fue liberado cuando la amnistía de 1985, al fin de la dictadura. Desde su
traslado al penal de Libertad comenzó a llevar un “almanaque” donde tachar los
días pasados y registrar los hechos de su vida de preso. Lo diseñó
artesanalmente, con la prolijidad y el diseño propios de los de su disciplina,
y para ponerlo a resguardo fabricó el par de zuecos que ahuecó y volvió a pegar
después de colocar allí las hojitas del almanaque prot
egidas con nailon, les
pasó jabón por los costados y los ensució un poco como forma de disimular el
corte. Cada año añadía un nuevo almanaque y periódicamente tuvo que cavar la
madera para hacer espacio al registro de sus días. Dice que no tiene una
explicación de por qué empezó a hacerlo; tampoco, lo que es quizás más difícil
de entender, ¿por qué o cómo pudo sostener ese hábito durante los 4.646 días
que duró su reclusión?
Lo hizo
para sí, en un gesto de los que Foucault denomina “tecnologías del yo”, y la
prueba de esa autarquía está en que pasaron años antes de que saliera a luz la
historia, lo que sucedió recién cuando “el almanaque” fue convocado para
dirimir una discusión sobre la fecha de algo sucedido en el penal. Hoy El
almanaque es también una película realizada por José Pedro Charlo
(documentalista de El círculo, Héctor el tejedor y A las 5 en punto), y un
libro, si así se le puede llamar a la edición facsimilar del almanaque
dispuesto en breve caja vertical y acompañado por un librillo donde desde
diversas perspectivas y disciplinas se “lee” el almanaque.1
Pero, ¿es
posible leer un almanaque?, ¿cómo hacerlo si el mismo que lo hizo encuentra
dificultoso comprender lo que quiso consignar? El almanaque de Tiscornia es
escritura minimalista; obligado a la síntesis y a la clandestinidad, su autor
usó una forma de notación cifrada por códigos inventados en elaboradas
estrategias de ocultamiento para no comprometer a terceros si el escondite fallaba
y era requisado. En ese código personal intransferible Tiscornia dejó
constancia de hechos cotidianos, variaciones en la rutina carcelaria, muertes
de compañeros, acontecimientos personales. El primer mes anota la fecha de su
traslado al penal y la de la primera visita; luego marcará la aparición de los
bizcochos en la dieta carcelaria, a los tres años, su divorcio, las clausuras y
reaperturas de la biblioteca; hacia el final, la llegada de los rehenes al
penal. El preso es prolijo y obsesivo y eso le permite cuantificar la vida. El
año 1983 se resume bien en “162 recreos comunes, 106 trillos, 60 sanciones y 37
días de isla”.
Charlo, que
estuvo años preso en el penal, cuenta que sólo supo de la historia de los
zuecos cuando leyó Vivir en Libertad, memoria de Tiscornia y Walter
Philips-Treby publicada en 2003. Tenía del autor lo que llama “un conocimiento
visual lejano”. Es interesante que formule a partir de lo que podríamos
calificar como una mirada de cineasta esa enorme experiencia carcelaria.
“Muchos años de prisión política, más de 2.800 presos, daban visiones muy
fragmentadas según el lugar donde cada uno se encontrara en esa cárcel”,
agrega. La imagen es comprensiva y sugiere la posibilidad de una gran saga o un
largo largometraje que mostrase conectada cada historia personal, una gran
“memoria para armar” donde uno ve pasar al hombre de los zuecos y su historia
se conecta con la de otro… Y así la gran comedia humana revela estar hecha por
tramas que se afectan y condicionan. Es la conciencia que da el arte a la vida,
y por eso precisa interpretación. La película realizada cumple ese fin; no es
sólo el ensanchamiento de un testimonio su afán multiplicador, sino una
interpretación de su sentido.
Charlo vio
el carácter de diario personal que había en el almanaque, vio “ese valor
extraordinario de expresar y preservar a través del registro cotidiano la
subjetividad de su autor, independiente de si existió o no esta decisión en
forma consciente, en un contexto en el que esa expresión debía ser ocultada para
salvarse”.
El
aprendizaje de la memoria, y toda la reflexión en torno, han disimulado en
parte la fuerza de lo que es su contraparte: el olvido. Cuenta Charlo –de una
entrevista preparatoria que quedó fuera de su película– que Walter
Philips-Treby, como profesor de la Facultad de Psicología, hacía a sus alumnos
la prueba de pedirles que dibujasen una línea de tiempo que empezara en 1950
hasta la actualidad, y les pedía que colocasen allí los acontecimientos más
importantes o decisivos. El resultado era que nadie anotaba nada entre 1973 y
1985, en cumplimiento de las reiteradas metáforas que ilustran al Uruguay de la
dictadura como “un desierto”, como “la paz de los cementerios”. Fue un tiempo
en el que, como en la novela de Kundera, para los que, presos o no, se quedaron
en Uruguay, la vida estaba en otra parte. Pero nunca lo está, y ese es el
subversivo mensaje de Tiscornia; bajo la apariencia disciplinada de un monje
copista, el gesto de anotar su almanaque es el de quien se apropia desafiante
del tiempo que le ha sido expropiado. Y de la realidad. Nada parece más
abstracto que un almanaque, pero –decía Barthes– nada hay tan real como una
fecha. Al anotar se adueña de toda la soberanía que la escritura da al hombre.
Raymond Queneau ha escrito que somos el relato que nos hacemos de nosotros
mismos, que sólo ese relato sostiene la continuidad entre el que fuimos ayer y
el que somos, que sólo ese relato recompone nuestra identidad persistente en
los cambios que experimentamos. Anotar la vida es hacer deliberadamente
consciente esa identidad. El antropólogo José López Mazz, que hace una fina
lectura de este calendario, encuentra una fórmula luminosa para comprender la
tarea del preso: “Pasan los años y este escriba modela la luz del tiempo para
echar su propia sombra”.
Charlo en
la película y Daniel Gil en un texto escrito desde el saber del psicoanálisis,
e incluido en el libro, relacionan la práctica del almanaque con el hábito que
sostuvo Tiscornia durante los 12 años de reclusión de mirar cada atardecer
desde la ventana de su celda. Un día se le ocurrió un proyecto que cumplió 20
años más tarde: fotografiar desde un punto –eligió el faro de Punta Carretas–
cada amanecer durante un año completo. Es un proyecto artístico y de ambición
estética que la película registra en paralelo al recuerdo carcelario, y que con
acierto no “explica”. ¿Recuerdan a Harvey Keitel fotografiando en Cigarros la
misma esquina de Brooklyn cada día? Es también la conciencia del aleph del
mundo, y la de que no existe un centro sino que al centro lo fija la mirada.
Gil reconoce una defensa de la identidad en las dos acciones del preso, y al
comentárselo a Tiscornia éste le responde mostrándole un texto sobre sus años
de cárcel que tituló precisamente “Identidades”. En ese texto autobiográfico
está la resistencia del preso a ser “un hombre numerado”. Gil advierte que no
es sólo el relato de cómo un día el preso se rebela y, a cada llamada por el
número “siete sietesiete”, que era el suyo, responde articulando su nombre y
apellido, sino que de los dos únicos recuerdos que rescata de su infancia uno
es el del día cuando le fueron a sacar su cédula de identidad, “el día en el
que la identidad es refrendada”.
Daniel Gil
sostiene también en su artículo una idea que ya había desarrollad
LEER EN
LIBERTAD. En la cárcel de Libertad tal vez lo más terrible fuese lo que menos
llama la atención a quien no lo ha vivido: el dato pasivo de que el recreo era
de una hora contra 23 de encierro. La dimensión del daño la confirma que el
castigo en la cárcel, el castigo dentro del castigo, era “la isla”, el
aislamiento prolongado. Daniel Gil reflexiona junto a Tiscornia que “esa
soledad es terrible porque ‘hay momentos en que sólo pedimos que los demás
sepan de nosotros’, ya que si el otro sabe de mí, me conoce y reconoce. Cuando
no logramos recrear la presencia de ese otro que, en definitiva, se constituye
en el garante de la propia existencia, de la propia identidad, el yo empieza a
resquebrajarse, a perder sus límites, a disgregarse. Aislar al ser humano de
esa referencia, hacerle perder las coordenadas temporales-espaciales, dejarlo
en la oscuridad y el silencio, sin tener con quien hablar, alguien a quien
mirar y que lo mire, privarlo de los elementos para sentir y penar, es dejarlo
en la indefensión”. En su memoria Tiscornia reflexiona sobre la experiencia en
“la isla” y se pregunta qué pasa en esas circunstancias de aislamiento con los
recuerdos: “¿Sería la única manera de tener sol, mar, viento, lluvia, sonrisas,
amor, alegría?”. También se pregunta si es posible separar los recuerdos de los
sueños. Tácitamente comparece la indecisa frontera entre la visita a ese
universo paralelo, voluntaria en el recuerdo e involuntaria en los sueños. Pero
eso, advierte enseguida Gil, entraña el peligro de la locura.
Hay otra
actividad humana que puede encontrar un lugar en esa serie: la lectura.
Recordar, soñar, leer. Leer puede continuar la analogía del sueño y del
recuerdo como una manera de tener sol, mar, viento, lluvia, amor, alegría, y
podría continuarse infinitamente: pensamiento, reflexión, saberes, y aun,
dolor, rebeldía, desesperación, pero experimentados a salvo y con la soberanía
de hacerlos propios; de, como decía George Steiner, hacer de lo que se lee
parte de uno mismo, una parte de la que nadie podrá despojarnos. En el penal de
Libertad, tal vez por eso mismo, el hecho más positivo fue la creación de La
Biblioteca. Así con mayúsculas de las llamadas “idolátricas” habría que
registrar el nombre para denotar con justicia el protagonismo que otra
considerable “biblioteca” de testimonios carcelarios ha repetido hasta hacer de
esos miles de libros compartidos –se afirma que llegaron a ser 9 mil–, una
leyenda. Ayer se presentó en la Biblioteca Nacional El libro de los libros, que
recupera en reproducción facsimilar el catálogo de la biblioteca del penal
acompañado de varios comentarios y una serie de documentos (fichas de préstamo,
catálogos personales manuscritos, etcétera) en edición coordinada por Alfredo
Alzugarat, investigador especializado en literatura carcelaria.2 En un
comprensivo ensayo que parcialmente reprodujo Brecha en su edición
conmemorativa del golpe de Estado en el número pasado, Alzugarat relata el
origen y creación de una “colección” que a la vista del catálogo recuperado
(aun con los descuentos de la pira, porque la censura también hizo su “grande
escrutinio” y quema de libros) es excepcionalmente rica y seguramente única en
el mundo en tanto biblioteca carcelaria. Cuenta Alzugarat el origen cuando un
preso aprovechó un discurso de cárcel modelo y se animó a sugerir la reunión de
libros particulares en una biblioteca central de préstamo. El acervo se formó
con donaciones de los familiares. Este no es el primer catálogo. El primero,
escribe Alzugarat, “era el más pequeño pero el más amplio”, y se da la ironía
de que libros que eran peligrosos en allanamientos podían leerse en la cárcel
política. El primer libro censurado fue Papillon, de Henri Charrière, por ser
el relato de una fuga; bastante más tarde marcharon a la pira los libros
políticos. María José Larre Borges tienta una descripción de los contenidos de
la parte literaria de la versión sobreviviente siguiendo la ruta de
organización por origen geográ
fico de los autores que rige al catálogo; su
recuento refleja la gran riqueza de la biblioteca, pero es seguramente sólo el
aparentemente árido seguimiento del listado el que da la medida de milagro y
paraíso que esconde “la especie de una biblioteca”, según acuñó Borges con su
habitual lúcido asombro en un poema. Un ejemplo: en el apartado destinado a
“Otros europeos” el lector descubre el imprevisto bonus track (después de todo
Shakespeare, todo Hemingway, todo Thomas Mann, todo Faulkner, de varios Carson
McCullers, de Thomas Wolf) de casi todo Kafka y El hombre sin atributos, de
Musil.
Hace muchos
años Marcelo Estefanell me mostró en la sala de armado de Brecha una lista
escrita en letra microscópica de los libros que había leído mientras estaba
preso. Fue mi primer contacto con el iceberg de esa biblioteca que tuvo
catálogos múltiples, oficiales y clandestinos, mecanografiados y mimeografiados
y manuscritos y caseros. De ese asombro surgió una serie de notas que se llamó
“Leer en Libertad”. En el primer artículo, Estefanell recordó la advertencia
que le hicieron el día de su ingreso al penal: esa era una cárcel inexpugnable,
era imposible fugarse. Y sin embargo, escribió a continuación, “me fugué mil
veces”. Enumeraba las veces que recorrió San Petersburgo con Dostoievski, Lima
con Varguitas, la París del xix con Hugo; y no sé si lo puso, pero pudo
hacerlo, los mares del sur con Joseph Conrad. La lectura como escape y como
acceso a un mundo paralelo.
Alfredo
Alzugarat enumera en su ensayo las maneras de leer que hubo en la cárcel, y
desemboca, inevitable, en las maneras posibles de leer (a secas). El libro como
“llave para ingresar a un mundo paralelo, alternativo, un mundo ancilar que
pasaba a formar parte de nuestra realidad y de nuestra existencia”; los libros
como “un factor decisivo de sobrevivencia y de equilibrio mental”. También
analiza las diversas motivaciones para leer, desde la fuga al aprendizaje,
advierte la voluntad del que leyó para sustentar una ética, el que lo hizo para
pensar y el que buscó indagar en una identidad nacional. Escritor y profesor de
literatura, admite con la adivinada melancolía de quien eligió un destino
literario, que fueron pocos los que leyeron por goce artístico: “lo didáctico
primó sobre lo estético”, diagnostica. Sin embargo, de su avance también se
desprende la imprevisibilidad de la lectura. Y sus inevitables, varias y
multiplicadoras consecuencias. Recupera una anécdota de cómo cierta vez, para
señalar a un represor vocacionalmente sádico, los presos se valieron de un
personaje de Los miserables, de Victor Hugo, que todos conocían; la lectura de
una novela que por su volumen todos pedían para refugiarse en “otro mundo”
distinto al del penal, termina siendo un camino de regreso a la realidad, no ya
fuga sino comunicación cómplice.
La lectura,
dice Liscano, es “una pasión carcelaria”, todo preso político, agrega
Alzugarat, es “un lector en potencia”. Asimismo, todo lector es extrañamente un
preso voluntario. Don Quijote se encierra a leer “de claro en claro y de turbio
en turbio”, y Kafka fantasea con estar atado a su mesa de trabajo y que alguien
le deje en la puerta su alimento. Extraña simbiosis, porque también se lee para
un día dejar de leer. Sea para pasar a la acción, como hizo don Quijote, o para
pasar a ese otro acto, el de la escritura, como hicieron a su turno Liscano y
Alzugarat, en un gesto que la lectura prevé. Que necesariamente precede: se lee
para escribir un día. El libro de los libros, el catálogo, se lee para seguir
leyendo. Entre los muchos libros que ese catálogo guarece está listado uno cuyo
título, Variaciones en rojo, no desmiente su ubicación en la categoría del género
policial. Su detective, Daniel Hernández, es tan atípico como Bustos Domecq
(que estaba preso), y tiene el imprevisto oficio de corrector, es un hombre que
lee. Su autor, Rodolfo Walsh, fue, además de uno de los más grandes escritores
argentinos del xx, un hombre que dejó de escribir para pasar a la acción. Fue
muerto por las fuerzas de la represión en 1977 en Buenos Aires, acaso mientras
un preso leía sus cuentos en Libertad.
1. Escriben
el historiador Arturo Bentancour, el propio Charlo, Elbio Ferrario –actual
director del Museo de la Memoria–, desde el psicoanálisis, Daniel Gil, el
antropólogo José López Mazz, Sonia Mosquera, hoy psicóloga y ayer presa en
Punta de Rieles, la artista plástica Ana Tiscornia –y además familiar– y el
propio Tiscornia.
2. El libro
de los libros, Montevideo, edición de la Biblioteca Nacional, 2013. Comentan el
catálogo, además de A Alzugarat: María José Larre Borges, desde la literatura;
Álvaro Díaz Berenguer sobre los libros de medicina; Graciela Gargiullo desde la
ciencia bibliotecológica; se recupera un prólogo que Rodolfo Wolf escribió para
una proyectada edición del catálogo en 1999, y lo preside un brevísimo prólogo
de Carlos Liscano, que se hizo escritor en la cárcel y es hoy director de la
Biblioteca Nacional.
Extraído
de: http://brecha.com.uy/
No hay comentarios:
Publicar un comentario