La
superviviente que dibujó el horror nazi
Helga Weissová sobrevivió a
tres campos de concentración. También sus dibujos. Con 12 años documentó su
paso por Terezín, Auschwitz, Mauthausen… Hoy nos lo cuenta en su casa.
Lo peor de todo era el
transporte… El tiempo que pasaba entre la llegada de uno u otro tren podía
soportarse con cierta decencia en Terezín antes de que el gueto quedara
superpoblado a medida que se iba aplicando la solución final. Pero cuando
llegaba el transporte caía de golpe la angustia. Aquellos trenes terminaban con
la tregua de cada espera fundamentada, con una más que razonable terquedad, en
la necesaria evasión de la supervivencia.
Cuando crujían las ruedas
sobre los raíles y se perdían en mitad de la niebla matinal de Bohemia, rumbo a
Auschwitz, a Treblinka o Mauthausen, las familias quedaban rotas, las vidas
cobraban el valor de una sentencia de muerte, a todos les invadía una sensación
de despedida definitiva y el tiempo, la vida, se diluía sin remisión en un
inquietante chasquido metálico y un crujir de maderas de vagón llenas de futuros
cadáveres. Quienes entraban en aquellos vehículos dejaban atrás un paréntesis
de espejismos dedicado por parte de los nazis a dar buena imagen ante las
inspecciones de la Cruz Roja Internacional. El gueto de Terezín, a unos 50
kilómetros de Praga, ofrecía escenas cotidianas de supervivencia poco
traumática para los estándares del Holocausto.
A pesar de que allí, de
los 144.000 judíos que pasaron por sus contornos, perecieron 35.000 –“sin
cámaras de gas ni asesinatos en masa, solo por razones de enfermedad,
insalubridad y hacinamiento”, según relata Vojtech Blodig, vicedirector del
Terezin Memorial–, los chavales jugaban con normalidad en aquel pueblo
fortificado entre 1780 y 1790 por los efectivos del Imperio Austrohúngaro para
defenderse de las probables invasiones. “Para un niño era un sueño, no había
escuela, ni deberes, pasabas hambre, cierto, pero no como en otros campos, nos
daban carne una vez por semana”, cuenta hoy el escritor, también superviviente
en Terezín, Ivan Klima, autor de El espíritu de Praga (El Acantilado). “Ahora
sí, sabías que al entrar en aquellos trenes no volverías jamás”.
Entre las anchas avenidas,
los restos de talleres y los patios conservados hoy, resulta fácil imaginar a
los viejos fumando para combatir el frío del destino. También a las mujeres con
sus labores y a los artistas mientras entretenían con conciertos y obras de
teatro aquella espera contemplada con sorna por los oficiales alemanes,
plenamente conscientes del final que tenían reservado para todos aquellos judíos
a algunos kilómetros al norte.
Terezín ha pasado a la
historia por ser el campo de los artistas. Su museo muestra el paso de varias
leyendas checas y eslovacas por sus barracones. No solo en la Segunda Guerra,
también allí fue recluido Gavrilo Princip, autor del asesinato del archiduque
Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, un acto que provocó, por ejemplo, la
guerra de 1914.
En los habitáculos del
gueto, un tanto alejado del campo para prisioneros comunes en cuya entrada luce
hoy una enorme estrella de David junto a varias tumbas, quedan reproducidos los
espacios acotados y también los escenarios improvisados para las representaciones.
Allí fue a parar la joven Helga Weissová, que hoy, en la misma casa de Praga de
donde salió rumbo al incierto impasse de Terezín, recuerda las vivencias y las
imágenes plasmadas en cuadros y dibujos que fueron perfilando su vocación de
artista hasta el presente.
Helga fue una niña feliz
antes de la ocupación, según relata en suDiario, publicado por la editorial
Sexto Piso. Vivía su preadolescencia de lógicas preocupaciones arropada en una
familia sin agobios con padre empleado en un banco estatal y madre modista. Hoy
nos invita a escuchar su historia sentados en el salón de su casa. Destila un
humor envidiable y sus dotes de negociante para vendernos el libro con sus
dibujos reproducidos. Los originales no los quiere mostrar… “Necesitan su oscuridad.
Los tengo escondidos”, se excusa.
“Nos dejaron llevar 50
kilos de equipaje”, cuenta la superviviente. Allí debía entrar todo: “ropa de
abrigo para el invierno, comida, hornillos, velas y, en mi caso, unas acuarelas
o crayones con los que pintar y dos muñecas”. Más o menos, así son los objetos
que muestran sus dibujos. En ellos, las mantas desbordan las ventanas, los
calcetines cuelgan de unos finísimos hilos en el interior, los atriles se hacen
hueco entre cada bulto, los camastros parecen despedir un hedor aterrado ante
el sueño imposible de conciliar, el gesto sonriente de los niños se va tornando
en gélido desamparo y los colores templados dan paso sucesivamente al
dramatismo de las sombras.
Son trazos proverbiales,
de gran valor documental. Cuando Helga llegó a Terezín con su familia, no había
plazo ni fecha de regreso. La vida cambió radicalmente. Lo que para el pequeño
Klima, hoy escritor reconocido en todo el mundo, suponía cierta liberación,
para la joven pintora resultaba preocupante. “Los niños por encima de 13 años
debían trabajar en el campo, plantar patatas, verduras. Prohibieron la
educación, no había clases, si querías aprender algo, dependías de que algún
adulto te explicara matemáticas, geografía, inglés…”.
La falta de disciplina
escolar para los niños contrastaba con la promoción de actividades culturales.
Para los nazis, lo último rentaba más en términos de propaganda. Se mostraban
obsesionados en el cinismo de querer esconder sus verdaderas intenciones y de
paso aparentar que tampoco era para tanto… De allí han salido novelas, obras de
teatro, composiciones musicales como la ópera Brundibar, de Hans Krása, quien,
aunque la concibió antes de entrar en el gueto, la reconstruyó en Terezín para
ser representada allí con los niños del campo. “Fue muy importante, porque
participar en aquellas iniciativas conservaba en nosotros la conciencia de que
éramos seres humanos”.
Terezín fue un lugar en el
que tanto ella como sus compañeros de penurias comprendieron en una dimensión
única el significado de la amistad. “Quienes hemos sobrevivido de allí,
permanecimos siempre en contacto”. Ahora todo es más fácil con Internet. Pero
esa necesidad de apego permanente comenzó muy pronto entre ellos. Empezaron con
cartas, ansiosamente, después de haber sufrido restricciones en el envío o
descubrir más tarde métodos truculentos. “En muchos casos, los soldados
obligaban a los prisioneros a poner fechas posteriores en sus misivas, de forma
que cuando las recibían sus familiares ya estaban muertos”.
El día en que llegó su
temido transporte le dieron 24 horas para recoger sus cosas. Salió de allí con
su madre. Su padre partió en otro tren. Con los hombres…
En octubre de 1944
llegaron a Auschwitz. “Habíamos viajado en vagones de ganado apilados durante
48 horas. No nos dejaron sacar nuestras pertenencias del tren. Nos alinearon y
pese a tener 15 años tuve la suerte de que me apartaran para trabajar, junto a
quienes tenían más de 16. Los más pequeños iban a la cámara de gas, así que me
salvé. Fui uno de los 100 que pudieron seguir con vida entre los 15.000 niños
que gasearon”, recuerda Weissová imponiendo su conciencia superviviente.
“No digáis que estáis
enfermos. Insistid en que no para que os pongan a trabajar”, les aconsejaban
quienes llevaban algún tiempo en sus barracones. Así es como la posteridad debe
entender ese macabro eslogan que los nazis pintaban a la entrada de cada campo
y que también puede leerse hoy tanto en Terezín como en Auschwitz: “Arbeit
macht frei” (El trabajo os hará libres).
Su madre, que entonces
había cumplido 38 años, también valía para trabajar. Y para aterrorizarse,
porque cada vez que las enviaban a las duchas creían que no volverían a salir…
Cuando el agua cesaba dentro, continuaba fuera porque las echaban al barro para
rematarlas de una pulmonía cuando caían chuzos de punta.
De Auschwitz salieron para
Mauthausen, allí necesitaban refuerzos para trabajar en una fábrica de piezas
para la aviación. Pero las condiciones en el nuevo campo eran terribles. Ya ni
comían, fueron dejándolas a merced del hambre y del frío. “Tan solo unos
españoles nos acogieron y nos ayudaron a sobrevivir esos días. Con solo
acotarles un espacio donde dormir en el suelo, fueron tirando. Se habían
rendido. Únicamente cabía dejarse morir. Helga guarda el nombre y la dirección
de uno de ellos: Manuel Caballero Domínguez, de Barcelona. “Me gustaría saber
qué fue de él”.
¿Y los cuadros? ¿Cómo
sobrevivieron? “Se los dejé a un tío mío que antes de salir los ocultó en la
pared del campo tras unas piedras. Cuando todo acabó, volvimos y allí estaban.
Un milagro”. ¿Y ahora no me los va a dejar ver? “No”, responde recelosa esta
mujer heroica, testigo en lápiz y acuarela del apocalipsis. “Aunque está usted
encima de ellos…”, asegura mirando al asiento que hace las veces de baúl. Un
baúl donde Helga Weissová oculta los turbios tesoros del horror que entonces
vivió.
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