Elena
Poniatowska, todas las vidas rotas
Ante las torrenciales conferencias de Karl Kraus, Elias
Canetti descubrió que pocas tareas intelectuales son tan demandantes y ricas
como la de saber oír. “Moriré el día en que no me interese escuchar a alguien
hablando de sí mismo”, escribió el autor de La antorcha al oído. Elena
Poniatowska pertenece a esa estirpe y ha registrado con minucia las voces de
los otros. Nacida en París en 1932 en el seno de la aristocracia francopolaca
(desciende del general Poniatowski, que acompañó a Napoleón en la campaña de
Rusia), llegó a México a los diez años. Al asumir su vocación literaria, no
intentó una visión mexicana de En busca del tiempo perdido. Se interesó por la
gente a la que nadie tomaba en cuenta y quiso escuchar historias soslayadas.
Cuando una sirvienta contesta el teléfono en una casa
donde los patrones han salido, suele decir: “No hay nadie”. Ella está ahí, pero
no representa vida alguna. ¿Quiénes son esos fantasmas que sirven el café y
desaparecen? En el libro de cuentos Domingo 7, Poniatowska registra a la gente
que vive como si se desconociera y a la que solo le puede suceder algo en su
día libre. Las historias de quienes solo tienen vida por excepción narran el
singular asueto de los descastados.
El oído de Poniatowska se adiestró en el periodismo y
ha dependido de una singular empatía con sus informantes. Armada de la sonrisa
de niña que conserva hasta ahora, hace preguntas de falsa inocencia. Sus
interlocutores entran en trance, bajan la guardia, y se confiesan. “No es la
voz sino el oído lo que guía una historia”, comenta Italo Calvino a propósito
de lo que Marco Polo le cuenta al gran Khan en Las ciudades invisibles.
Las entrevistas de Poniatowska —reunidas en los
diversos volúmenes de Todo México— representan una historia dialogada de
nuestra vida intelectual. El procedimiento le ha permitido lograr excepcionales
retratos hablados del pintor Juan Soriano y del fotógrafo Gabriel Figueroa, y
un trazo maestro de la vida interior de Octavio Paz. También la llevó a una
temprana novela sin ficción, Hasta no verte, Jesús mío, acerca de una indígena
oaxaqueña que participa como soldadera en la Revolución y luego tiene una
mística. Los monólogos de la protagonista, Jesusa Palancares, integran un
tejido donde el habla popular roza la metafísica.
Su obra más influyente ha sido, sin lugar a dudas, La
noche de Tlatelolco, retrato coral del movimiento estudiantil reprimido por el
presidente Gustavo Díaz Ordaz en 1968. Durante dos años, Elena visitó a los
estudiantes y maestros presos en la cárcel de Lecumberri (el mismo sitio donde
años antes Álvaro Mutis y el líder ferrocarrilero Demetri Vallejo le habían
contados sus historias). Ahí conoció a la generación más discursiva de México,
capaz de diseñar el futuro a fuerza de palabras. Oyó con paciencia a líderes
que podían hablar cuatro horas de corrido y entresacó las frases que nuestra
memoria volvería célebres. No solo armó el libro con pluma; lo hizo con tijera.
Siguiendo la técnica de Rulfo en Pedro Páramo, construyó un tapiz de voces
sueltas. Las palabras que alguien escribió de prisa en un muro o cantó en una
manifestación se mezclaron con las declaraciones de los presos. El resultado
fue la gran caja negra de una ignominia. En el momento en que el gobierno del
PRI silenciaba lo ocurrido, Elena ejercía el oficio que aprendió desde niña:
oía a quienes no tenían derecho de expresión. Si Carlos Monsiváis entendió la
crónica como una oportunidad de editorializar la historia y combinar los hechos
con las opiniones, Elena Poniatowska la entiende como un radar de voces que no
deben perderse.
La noche de Tlatelolco se ha leído por entero en
público al modo de La relación de Michoacán, creada para recitar la historia
del pueblo purépecha. Ahí se preservaron las palabras amenazadas de la tribu.
Su impronta se advierte en numerosos cronistas contemporáneos, del peruano
Julio Villanueva Chang al colombiano Alberto Salcedo Ramos, pasando por los
mexicanos Fabrizio Mejía Madrid, Marcela Turati y Diego Enrique Osorno.
El talento de Poniatowska para hacer
biografías-entrevista llega a su obra de ficción más reciente, Leonora, que
aborda la vida y la mente de la pintora, escultora y escritora surrealista
Leonora Carrington. En forma excepcional, la novelista investiga el
inconsciente y aun los delirios de su protagonista. No busca la escabrosa
intimidad a la que aspiran ciertos retratos de celebridades, sino ser fiel a
una estética que creyó en la libertad del pensamiento más allá del trabajo
censor de la consciencia.
En su errancia por las más variadas zonas de la
realidad, Poniatowska ha documentado abusos sufridos por niñas violadas,
discapacitados y damnificados del terremoto. También ha escrito la hagiografía
de una militante de inolvidable belleza (Tinísima), investigado el microcosmos
de los astrónomos (La piel del cielo) y recuperado para los niños una fábula
que se le olvidó contar a Esopo (El burro que metió la pata).
Con el nombre de Elena Poniatowska, el Premio Cervantes
honra a los miles de chismosos, indignados, desesperados y denunciantes que le
han dicho algo. Ninguna bibliografía contiene en forma tan extensa la
sinceridad ajena.
Al modo de las Entrevistas imposibles que el dibujante
mexicano Miguel Covarrubias hacía en Vanity Fair (y que le permitió acostar a
la diva Jean Harlow en el diván del Dr. Freud), sería sugerente pedirle a
Poniatowska que entrevistara al soldado que participó en guerras sin gloria,
perdió los dientes, recaudó impuestos y decidió narrar variados descalabros con
el comprensivo humor de quien entiende la realidad como literatura.
El oído de Poniatowska merece declaraciones exclusivas
de Cervantes. A fin de cuentas, el primer novelista moderno confiaba más en las
palabras de los otros que en la suya. No se veía como padre sino como padrastro
del Quijote. Ante la imposibilidad de ese encuentro ultraterreno, celebremos
que Elena Poniatowska también merezca el Premio Cervantes.
(*) Juan Villoro es novelista, autor de cuentos,
ensayista y periodista mexicano.
Extraído de: http://elpais.com
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