viernes, 6 de diciembre de 2013


                                                                                                       


A Arturo Madrid: El Carcamán que por algún lado anda de viaje




Roberto Sari Torres





Hace 15 años  era 1998, momento en que el citado Carcamán barbudo se fue sin decirnos adiós; no se  si como tripulante o polizón  en una  cósmica  nave de marca ninguna que –según él teorizaba- viajaba a la invisible velocidad de la desintegración del átomo. No se cómo sabía  eso del tiempo preciso que dura la agonía de un átomo; el elemento constitutivo primordial de la materia cósmica, tal como él mismo lo era, pese que en él predominara el mito místico por sobre lo lógico de aquella. Éramos  amigos desde la infancia, pero siempre discutiendo casi sin coincidir, salvo puntualmente; pero creo que  nunca en lo general y   consecuencia del asunto a considerar.
Cualquier cosa era discutible, menos esa vieja amistad  que durante  45 años  hecho raíz entre  nosotros.
Evidentemente, y para mi, la materia  atómica es la madre del Universo y de lo vivo; pero para el Carcamán ella sería una mujer “divina” de los desiertos de antiguos  imperios: de Babilonia Fenicia, Asiria o Egipto y el padre, algo sin edad, sin forma ni origen, sin materia  ni razón.
En su imaginario anidaban las rarezas mas raras; las propias de un escritor de ficciones puras con las que  amenazaba hacerlas realidad a  través de un libro  (tal vez triangular dada su afición con romper con algunas tradiciones) pero al final se quedó en el amague nomás sin embargo escribía con gran solvencia y calidad; las que  afloraron en un cuento cortito titulado “La Carreta”, todavía entre nosotros (Ángel Juárez, Aldo Difilippo y yo)   tiene su marga registrada en la memoria; no sólo por el insólito destino del viaje cósmico, sino también por la inédita estructura de la tal “nave”, toldada con cueros curtidos de otrora  toros pampas y unida por ataduras de alambre negro y tientos; por la energía que la lleva por ese  parece nada del cielo negro interplanetario y  por la insólita vejez de su tripulación, enfrentando el horrible frío espacial nada más que  con la brasa de pitadas largas  a los olorosamente ásperos cigarros de tabaco negro y el blindaje estoposo de los  “ponchos patria”; en tanto en las cabezas curtían el casco protector de respectivos, negro y anchos sombreros; siempre carteados para el lado de donde más calienta el sol y llegan quemando los “diablos” de radiación ultravioleta.
Tres tristes viejos eran los  astronautas de la insólita carretas; kamikases  siderales   a los que la falta de escafandra  con oxígeno  para respirar (lo mismo que a los bueyes que la arrastraban por entre el polvo planetario y los protones de hidrógeno parecía no ser problema, lo mismo que la falta  de alfalfa para que por lo menos aquellos bichos fueran haciendo boca mientras iban esquivando o recibiendo cascotazos en el lomo o en medio de la testuz  entre las guampas.
Es oportuno recordar que cuando los compañeros de la revista HUM BRAL  de hace más de 20 años (cuando todavía  “marchaba a papel” y no a destellar de electrones) preguntaron desde sus páginas: ¿Dónde está la carreta? Yo me apresuré a responder que su propio inventor, Arturo, no podía saber  lo que él mismo había dejado  librado a su suerte, buena o mala, de algún dios o un demonio extraterrestre. Así de  desprendido  con su invento era el Carcamán barburo. Agregué  por  mientras nomás que pasando el cinturón de Van Allen el viento solar soplando rumbo a  Saturno; más precisamente hacia Titán, una de sus lunas donde por datos del Voyager, que pasó cerca, la carreta llegó bien y en las fotografías que envió se ve lo que parece son dos bichos pastoreando en una pradera rayada.
-¡Si, si, si! ¡Ya se que parezco contagiado con  el mismo agite telúrico espacial que entonces había hecho presa  del barbudo y teólogo amigo; “el contra” que yo tenía en mis (y suyo también) años de escribidor en sus diarios ¿Qué? ¿No se los había dicho?
Para cabecear los ensueños que sólo escribiéndolos adquieren peso y tienen sentido, Arturo se convirtió en Director del diario “Tiempo doloreño” y luego avanzando ya en experiencia en “Tiempo de Dolores del San Salvador” con el “Pli Pli” Silva como su asistente principal.
Una trde  de 41° a la sombra de  la acacia blanca frente a mi ventana y de chicharras en concurso de chillidos, ocultas en la esmeralda de su follaje, bajo esa sombrilla chillona, los susodichos referentes de La  exploración y aventura literaria-periodística (el Capitán Carcamán y su navegante, el Pli Pli) me invitaron a sumarme a aquel loco sueño de escribir libremente sobre cualquier asunto. Para no desilusionar a los dos amigos, sobre todo al viejo Carcamán, el recontra contra de mi modo de pensar, objetivo  y realista (materialísticamente dialéctico, lejos de todo dios, banco latifundio) acepté el envite. Ahora me doy cuenta que  fue a partir de ahí que comencé a imaginarme, andando sobre mi viejo “califfo” que por casco protector sentía que calzaba la corteza  de medio melón en la cabeza, o que los semáforos –en Montevideo- me guiñaban con luces de  color café con leche; que las flores del limonero eran grandes como las de las dalias de doña Lucera, que los asados del Negro Mama eran costillares de tigres y no guisitos de poca carne y fideos, pura agua y pimentón, o que yo escribía sin faltas de ortografía y con una caligrafía, dorada, como con la que se imprime en las tarjetas de invitación  a un casamiento de bandejas bien surtidas , de copete para arriba  y una novia linda.
Todo  eso de lunático, alquímico o surrealista fue lo que gané por  pasar a integrar aquel trío (ahora) de aquellos  tiempos que te dejaba la tinta de sus letras reimpresas en  las manos. Sin embargo con aquel  pobrecito  periódico de 12 páginas obtuvimos la distinción especial (3° premio en el concurso nacional de periodismo de 1992, patrocinado entre otros por Unesco, Udelar, Instituto del Niño, APU, etc.). Era una tinta fuerte, literaria, sobre la realidad de una situación que a los niños pobres siempre  -todavía- los oprime y desconcierta. Al periodista y al director del “Tiempo”  tal distinción un alto momento  en nuestras vidas; pero lamentablemente, poco después la vida de todas esas cosas, con una crisis de fondo aniquiladora de cualquier cosa chica  cultural-informativa,  llevó  al cierre del insólito periódico del Carcamán barbudo, teólogo y anarco religioso, según le parecía.
Es 1998 y Arturo, al que veo bastante afectado de su salud y vigor, me trae un rollito de hojas que contienen comunicaciones entre pobladores y curas del Espinillo de finales del Siglo XVIII con los virreyes porteños. Tales papeles contenían las claves como para escribir un libro que llevará a descubrir el punto  donde estuvo el histórico rancherío originario motivador de la fundación de Dolores, el  22 de setiembre de 1801 (por decreto del Virrey  Avilés). Le pedí que escribiera el preámbulo de aquel “Génesis de un Pueblo”. No imaginaba  que aquello iba a ser  su último escrito público ya que no  mucho después murió -1998- o mejor dicho, se fue de viaje, quizá, como le gustaba imaginar, de polizonte en su propia carreta, o en el hombro del ala de alguno de sus  místicos amigos asexuados, transparentes o emplumados.
El preámbulo escribe lo que un compañero de sala en el internado de un Hospital de Montevideo le encargó me trasmitiera. ¿Qué? “Dígale a su amigo  que escriba todos los cuentos porque sino la historia se pierde”. En tantas páginas escritas he tenido, naturalmente o instintivamente  en cuenta tal  es conceptos de aquel viejo tropero de polvorientos caminos del centro de la República; o sea, no he olvidado el magnífico consejo. Tampoco me olvido que Arturo tenía  manuscrito en un cuaderno material para un proyecto de libro: “Cuentos de la  calle Mini”, solicitándome un preámbulo. Le escribí  dos borradores, por las dudas que a los  cuentos, en una segunda re escritura, el autor del manuscrito  decidiera cambiar sucesos o destinos  de sus personajes. No se que habrá sido de aquel manuscrito y de mi  se fugó, casi todo recuerdo de su trama; salvo el misterio de lo qué hacía una pareja acurrucada en la oscura oquedad de un zaguán de esta muy antigua y  fonéticamente aguda calle doloreña.
A  veces pienso que si Arturo hubiera sido astronauta, en Cañaveral o Baikonur, le habría gustado terminar la historia de su vida como satélite del planeta Mercurio; que  se asa al borde de las llamas del sol y donde su día (equivalente  a 88 días terrestre) dura más que su año alrededor del sol (87,97 días de la Tierra) ¡44 días  de día y 44 noches de noche, toda una gran atracción! ¡Si! Creo que eso le habría gustado por su afición a lo raro que viniera a desafiar su instinto explorador.

Hoy sería un mercuriano más –de haber tomado ese rumbo- desde un cielo quemado acompañando satelitalmente al planeta  en su órbita alrededor del infierno solar.
Arturo Madrid Lindsay dialogando con Ruben Irurueta, otro amigo  y colaborador de la primera etapa de  HUM BRAL.

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