A Arturo Madrid: El Carcamán que por
algún lado anda de viaje
Roberto Sari Torres
Hace 15 años
era 1998, momento en que el citado
Carcamán barbudo se fue sin decirnos adiós; no se si como tripulante o polizón en una
cósmica nave de marca ninguna que
–según él teorizaba- viajaba a la invisible velocidad de la desintegración del
átomo. No se cómo sabía eso del tiempo
preciso que dura la agonía de un átomo; el elemento constitutivo primordial de
la materia cósmica, tal como él mismo lo era, pese que en él predominara el
mito místico por sobre lo lógico de aquella. Éramos amigos desde la infancia, pero siempre
discutiendo casi sin coincidir, salvo puntualmente; pero creo que nunca en lo general y consecuencia del asunto a considerar.
Cualquier
cosa era discutible, menos esa vieja amistad
que durante 45 años hecho raíz entre nosotros.
Evidentemente,
y para mi, la materia atómica es la
madre del Universo y de lo vivo; pero para el Carcamán ella sería una mujer
“divina” de los desiertos de antiguos
imperios: de Babilonia Fenicia, Asiria o Egipto y el padre, algo sin
edad, sin forma ni origen, sin materia
ni razón.
En su
imaginario anidaban las rarezas mas raras; las propias de un escritor de
ficciones puras con las que amenazaba
hacerlas realidad a través de un libro (tal vez triangular dada su afición con
romper con algunas tradiciones) pero al final se quedó en el amague nomás sin
embargo escribía con gran solvencia y calidad; las que afloraron en un cuento cortito titulado “La
Carreta”, todavía entre nosotros (Ángel Juárez, Aldo Difilippo y yo) tiene su marga registrada en la memoria; no
sólo por el insólito destino del viaje cósmico, sino también por la inédita
estructura de la tal “nave”, toldada con cueros curtidos de otrora toros pampas y unida por ataduras de alambre
negro y tientos; por la energía que la lleva por ese parece nada del cielo negro interplanetario
y por la insólita vejez de su
tripulación, enfrentando el horrible frío espacial nada más que con la brasa de pitadas largas a los olorosamente ásperos cigarros de tabaco
negro y el blindaje estoposo de los
“ponchos patria”; en tanto en las cabezas curtían el casco protector de
respectivos, negro y anchos sombreros; siempre carteados para el lado de donde
más calienta el sol y llegan quemando los “diablos” de radiación ultravioleta.
Tres tristes
viejos eran los astronautas de la
insólita carretas; kamikases
siderales a los que la falta de
escafandra con oxígeno para respirar (lo mismo que a los bueyes que
la arrastraban por entre el polvo planetario y los protones de hidrógeno
parecía no ser problema, lo mismo que la falta
de alfalfa para que por lo menos aquellos bichos fueran haciendo boca
mientras iban esquivando o recibiendo cascotazos en el lomo o en medio de la
testuz entre las guampas.
Es oportuno
recordar que cuando los compañeros de la revista HUM BRAL de hace más de 20 años (cuando todavía “marchaba a papel” y no a destellar de
electrones) preguntaron desde sus páginas: ¿Dónde está la carreta? Yo me
apresuré a responder que su propio inventor, Arturo, no podía saber lo que él mismo había dejado librado a su suerte, buena o mala, de algún
dios o un demonio extraterrestre. Así de
desprendido con su invento era el
Carcamán barburo. Agregué por mientras nomás que pasando el cinturón de Van
Allen el viento solar soplando rumbo a
Saturno; más precisamente hacia Titán, una de sus lunas donde por datos
del Voyager, que pasó cerca, la carreta llegó bien y en las fotografías que
envió se ve lo que parece son dos bichos pastoreando en una pradera rayada.
-¡Si, si, si!
¡Ya se que parezco contagiado con el
mismo agite telúrico espacial que entonces había hecho presa del barbudo y teólogo amigo; “el contra” que
yo tenía en mis (y suyo también) años de escribidor en sus diarios ¿Qué? ¿No se
los había dicho?
Para cabecear
los ensueños que sólo escribiéndolos adquieren peso y tienen sentido, Arturo se
convirtió en Director del diario “Tiempo doloreño” y luego avanzando ya en
experiencia en “Tiempo de Dolores del San Salvador” con el “Pli Pli” Silva como
su asistente principal.
Una
trde de 41° a la sombra de la acacia blanca frente a mi ventana y de
chicharras en concurso de chillidos, ocultas en la esmeralda de su follaje,
bajo esa sombrilla chillona, los susodichos referentes de La exploración y aventura literaria-periodística
(el Capitán Carcamán y su navegante, el Pli Pli) me invitaron a sumarme a aquel
loco sueño de escribir libremente sobre cualquier asunto. Para no desilusionar
a los dos amigos, sobre todo al viejo Carcamán, el recontra contra de mi modo
de pensar, objetivo y realista
(materialísticamente dialéctico, lejos de todo dios, banco latifundio) acepté
el envite. Ahora me doy cuenta que fue a
partir de ahí que comencé a imaginarme, andando sobre mi viejo “califfo” que
por casco protector sentía que calzaba la corteza de medio melón en la cabeza, o que los
semáforos –en Montevideo- me guiñaban con luces de color café con leche; que las flores del
limonero eran grandes como las de las dalias de doña Lucera, que los asados del
Negro Mama eran costillares de tigres y no guisitos de poca carne y fideos,
pura agua y pimentón, o que yo escribía sin faltas de ortografía y con una
caligrafía, dorada, como con la que se imprime en las tarjetas de
invitación a un casamiento de bandejas
bien surtidas , de copete para arriba y
una novia linda.
Todo eso de lunático, alquímico o surrealista fue
lo que gané por pasar a integrar aquel
trío (ahora) de aquellos tiempos que te
dejaba la tinta de sus letras reimpresas en
las manos. Sin embargo con aquel
pobrecito periódico de 12 páginas
obtuvimos la distinción especial (3° premio en el concurso nacional de
periodismo de 1992, patrocinado entre otros por Unesco, Udelar, Instituto del
Niño, APU, etc.). Era una tinta fuerte, literaria, sobre la realidad de una
situación que a los niños pobres siempre
-todavía- los oprime y desconcierta. Al periodista y al director del
“Tiempo” tal distinción un alto
momento en nuestras vidas; pero
lamentablemente, poco después la vida de todas esas cosas, con una crisis de
fondo aniquiladora de cualquier cosa chica
cultural-informativa, llevó al cierre del insólito periódico del Carcamán
barbudo, teólogo y anarco religioso, según le parecía.
Es 1998 y
Arturo, al que veo bastante afectado de su salud y vigor, me trae un rollito de
hojas que contienen comunicaciones entre pobladores y curas del Espinillo de
finales del Siglo XVIII con los virreyes porteños. Tales papeles contenían las
claves como para escribir un libro que llevará a descubrir el punto donde estuvo el histórico rancherío
originario motivador de la fundación de Dolores, el 22 de setiembre de 1801 (por decreto del
Virrey Avilés). Le pedí que escribiera
el preámbulo de aquel “Génesis de un Pueblo”. No imaginaba que aquello iba a ser su último escrito público ya que no mucho después murió -1998- o mejor dicho, se
fue de viaje, quizá, como le gustaba imaginar, de polizonte en su propia
carreta, o en el hombro del ala de alguno de sus místicos amigos asexuados, transparentes o
emplumados.
El preámbulo
escribe lo que un compañero de sala en el internado de un Hospital de
Montevideo le encargó me trasmitiera. ¿Qué? “Dígale a su amigo que escriba todos los cuentos porque sino la
historia se pierde”. En tantas páginas escritas he tenido, naturalmente o
instintivamente en cuenta tal es conceptos de aquel viejo tropero de
polvorientos caminos del centro de la República; o sea, no he olvidado el
magnífico consejo. Tampoco me olvido que Arturo tenía manuscrito en un cuaderno
material para un proyecto de libro: “Cuentos de la calle Mini”, solicitándome un preámbulo. Le
escribí dos borradores, por las dudas
que a los cuentos, en una segunda re
escritura, el autor del manuscrito
decidiera cambiar sucesos o destinos
de sus personajes. No se que habrá sido de aquel manuscrito y de mi se fugó, casi todo recuerdo de su trama;
salvo el misterio de lo qué hacía una pareja acurrucada en la oscura oquedad de
un zaguán de esta muy antigua y
fonéticamente aguda calle doloreña.
A veces pienso que si Arturo hubiera sido
astronauta, en Cañaveral o Baikonur, le habría gustado terminar la historia de
su vida como satélite del planeta Mercurio; que
se asa al borde de las llamas del sol y donde su día (equivalente a 88 días terrestre) dura más que su año
alrededor del sol (87,97 días de la Tierra) ¡44 días de día y 44 noches de noche, toda una gran
atracción! ¡Si! Creo que eso le habría gustado por su afición a lo raro que
viniera a desafiar su instinto explorador.
Hoy sería un
mercuriano más –de haber tomado ese rumbo- desde un cielo quemado acompañando
satelitalmente al planeta en su órbita
alrededor del infierno solar.
Arturo
Madrid Lindsay dialogando con Ruben Irurueta, otro amigo y colaborador de la primera etapa de HUM BRAL.
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