RUBEN DARÍO, LA CONJUNCIÓN
PERFECTA DE MÚSICA Y PALABRA
Ruben Darío nació en
Metapa el 18 de enero de 1867 y murió en León el 6 de febrero de 1916.
Seudónimo del gran poeta nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, iniciador y
máximo representante del Modernismo hispanoamericano. Su familia era conocida
por el apellido de un abuelo, "la familia de los Darío", y el joven
poeta, en busca de eufonía, adoptó la fórmula "Rubén Darío" como
nombre literario de batalla.
Con una dichosa
facilidad para el ritmo y la rima creció Rubén Darío en medio de turbulentas
desavenencias familiares, tutelado por solícitos parientes y dibujando con
palabras en su fuero interno sueños exóticos, memorables heroísmos y
tempestades sublimes. Pero ya en su época toda esa parafernalia de prestigiosos
tópicos románticos comenzaba a desgastarse y se ofrecía a la imaginación de los
poetas como las armas inútiles que se conservan en una panoplia de terciopelo
ajado. Rubén Darío estaba llamado a revolucionar rítmicamente el verso
castellano, pero también a poblar el mundo literario de nuevas fantasías, de
ilusorios cisnes, de inevitables celajes, de canguros y tigres de bengala
conviviendo en el mismo paisaje imposible.
Casi por azar
nació Rubén en una pequeña ciudad nicaragüense llamada Metapa, pero al mes de
su alumbramiento pasó a residir a León, donde su madre, Rosa Sarmiento, y su
padre, Manuel García, habían fundado un matrimonio teóricamente de
conveniencias pero próspero sólo en disgustos. Para hacer más llevadera la
mutua incomprensión, el incansable Manuel se entregaba inmoderadamente a las
farras y ahogaba sus penas en los lupanares, mientras la pobre Rosa huía de vez
en cuando de su cónyuge para refugiarse en casa de alguno de sus parientes. No
tardaría ésta en dar a luz una segunda hija, Cándida Rosa, que se malogró
enseguida, ni en enamorarse de un tal Juan Benito Soriano, con el que se fue a
vivir arrastrando a su primogénito a "una casa primitiva, pobre y sin
ladrillos, en pleno campo", situada en la localidad hondureña de San
Marcos de Colón.
No obstante, el
pequeño Rubén volvió pronto a León y pasó a residir con los tíos de su madre,
Bernarda Sarmiento y su marido, el coronel Félix Ramírez, los cuales habían
perdido recientemente una niña y lo acogieron como sus verdaderos padres. Muy
de tarde en tarde vio Rubén a Rosa Sarmiento, a quien desconocía, y poco más o
menos a Manuel, por quien siempre sintió desapego, hasta el punto de que el
incipiente poeta firmaba sus primeros trabajos escolares como Félix Rubén Ramírez.
Durante su
primeros años estudió con los jesuitas, a los que dedicó algún poema cargado de
invectivas, aludiendo a sus "sotanas carcomidas" y motejándolos de
"endriagos"; pero en esa etapa de juventud no sólo cultivó la ironía:
tan temprana como su poesía influida por Bécquer y por Victor Hugo fue su
vocación de eterno enamorado. Según propia confesión en la Autobiografía,
una maestra de las primeras letras le impuso un severo castigo cuando lo
sorprendió "en compañía de una precoz chicuela, iniciando indoctos e
imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora, las bellaquerías detrás
de la puerta".
Antes de
cumplir quince años, cuando los designios de su corazón se orientaron
irresistiblemente hacia la esbelta muchacha de ojos verdes llamada Rosario
Emelina Murillo, en el catálogo de sus pasiones había anotado a una
"lejana prima, rubia, bastante bella", tal vez Isabel Swan, y a la
trapecista Hortensia Buislay. Ninguna de ellas, sin embargo, le procuraría
tantos quebraderos de cabeza como Rosario; y como manifestara enseguida a la
musa de su mediocre novela sentimental Emelina sus deseos de
contraer inmediato matrimonio, sus amigos y parientes conspiraron para que
abandonara la ciudad y terminara de crecer sin incurrir en irreflexivas
precipitaciones.
En agosto de
1882 se encontraba en El Salvador, y allí fue recibido por el presidente
Zaldívar, sobre el cual anota halagado en su Autobiografía:
"El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su
protección; mas cuando me preguntó qué es lo que yo deseaba, contesté con estas
exactas e inolvidables palabras que hicieron sonreír al varón de poder:
"Quiero tener una buena posición social".
En este
elocuente episodio, Rubén expresa sin tapujos sus ambiciones burguesas, que aún
vería más dolorosamente frustradas y por cuya causa habría de sufrir todavía
más insidiosamente en su ulterior etapa chilena. En Chile conoció también al
presidente suicida Balmaceda y trabó amistad con su hijo, Pedro Balmaceda Toro,
así como con el aristocrático círculo de allegados de éste; sin embargo, para
poder vestir decentemente, se alimentaba en secreto de "arenques y
cerveza", y a sus opulentos contertulios no se les ocultaba su mísera
condición. Publica en Chile, a partir de octubre de 1886, Abrojos,
poemas que dan cuenta de su triste estado de poeta pobre e incomprendido, y ni
siquiera un fugaz amor vivido con una tal Domitila consigue enjugar su dolor.
Para un
concurso literario convocado por el millonario Federico Varela escribe Otoñales,
que obtiene un modestísimo octavo lugar entre los cuarenta y siete originales
presentados, y Canto épico a las glorias de Chile, por el que se le
otorga el primer premio, compartido con Pedro Nolasco Préndez, y que le reporta
la módica suma de trescientos pesos.
Pero es en 1888
cuando la auténtica valía de Rubén Darío se da a conocer con la publicación
de Azul, libro encomiado desde España por el a la sazón prestigioso
novelista Juan Valera, cuya importancia como puente entre las culturas española
e hispanoamericana ha sido brillantemente estudiada por María Beneyto. Las
cartas de Juan Valera sirvieron de prólogo a la nueva reedición ampliada de
1890, pero para entonces ya se había convertido en obsesiva la voluntad del
poeta de escapar de aquellos estrechos ambientes intelectuales, donde no
hallaba ni el suficiente reconocimiento como artista ni la anhelada prosperidad
económica, para conocer por fin su legendario París.
El 21 de junio
de 1890 Rubén contrajo matrimonio con una mujer con la que compartía aficiones
literarias, Rafaela Contreras, pero sólo al año siguiente, el 12 de enero, pudo
completarse la ceremonia religiosa, interrumpida por una asonada militar. Más
tarde, con motivo de la celebración del cuarto Centenario del Descubrimiento de
América, vio cumplidos sus deseos de conocer el Viejo Mundo al ser enviado como
embajador a España.
El poeta
desembarcó en La Coruña el 1 de agosto de 1892 precedido de una celebridad que
le permitirá establecer inmediatas relaciones con las principales figuras de la
política y la literatura españolas, pero, desdichadamente, su felicidad se ve
ensombrecida por la súbita muerte de su esposa, acaecida el 23 de enero de
1893, lo que no hace sino avivar su tendencia, ya de siempre un tanto
desaforada, a trasegar formidables dosis de alcohol.
Precisamente en
estado de embriaguez fue poco después obligado a casarse con aquella angélica
muchacha que había sido objeto de su adoración adolescente, Rosario Emelina
Murillo, quien le hizo víctima de uno de los más truculentos episodios de su vida.
Al parecer, el hermano de Rosario, un hombre sin escrúpulos, pergeñó el avieso
plan, sabedor de que la muchacha estaba embarazada. En complicidad con la
joven, sorprendió a los amantes en honesto comercio amoroso, esgrimió una
pistola, amenazó con matar a Rubén si no contraía inmediatamente matrimonio,
saturó de whisky al cuitado, hizo llamar a un cura y fiscalizó la ceremonia
religiosa el mismo día 8 de marzo de 1893.
Naturalmente,
el embaucado hubo de resignarse ante los hechos, pero no consintió en convivir
con el engaño: habría de pasarse buena parte de su vida perseguido por su
pérfida y abandonada esposa. Lo cierto es que Rubén concertó mejor apaño en
Madrid con una mujer de baja condición, Francisca Sánchez, la criada analfabeta
de la casa del poeta Villaespesa, en la que encontró refugio y dulzura. Con
ella viajará a París al comenzar el siglo, tras haber ejercido de cónsul de
Colombia en Buenos Aires y haber residido allí desde 1893 a 1898, así como tras
haber adoptado Madrid como su segunda residencia desde que llegara, ese último
año, a la capital española enviado por el periódico La Nación.
Se inicia
entonces para él una etapa de viajes entusiastas Italia, Inglaterra, Bélgica,
Barcelona, Mallorca... y es acaso entonces cuando escribe sus libros más
valiosos: Cantos de vida y esperanza (1905), El canto
errante (1907), El poema de otoño(1910), El oro de
Mallorca (1913). Pero debe viajar a Mallorca para restaurar su
deteriorada salud, que ni los solícitos cuidados de su buena Francisca logran
sacar a flote. Por otra parte, el muchacho que quería alcanzar una "buena
posición social", no obtuvo nunca más que el dinero y la respetabilidad
suficientes como para vivir con frugalidad y modestia, y de ello da fe un
elocuente episodio de 1908, relacionado con el extravagante escritor español
Alejandro Sawa, quien muchos años antes le había servido en París de guía para
conocer al perpetuamente ebrio Verlaine.
Sawa, un pobre
bohemio, viejo, ciego y enfermo, que había consagrado su orgullosa vida a la
literatura, le reclamó a Rubén la escasa suma de cuatrocientas pesetas para ver
por fin publicada la que hoy es considerada su obra más valiosa, Iluminaciones
en la sombra, pero éste, al parecer, no estaba en disposición de
facilitarle este dinero y se hizo el desentendido, de modo que Sawa, en su
correspondencia, acabó por pasar de los ruegos a la justa indignación,
reclamándole el pago de servicios prestados. Según declara ahora, él habría
sido el autor o negro, en argot editorial de algunos artículos
remitidos en 1905 a La Nación y firmados por Rubén Darío. En
cualquier caso, será al fin el poeta nicaragüense quien, a petición de la viuda
de Alejandro Sawa, prologará enternecido el extraño libro póstumo de ese
"gran bohemio" que "hablaba en libro" y "era gallardamente
teatral", citando las propias palabras de Rubén.
Y es que al
final de su vida, el autor de Azul no estaba en disposición de
favorecer a sus amigos más que con su pluma, cuyos frutos ni aun en muchos
casos le alcanzaban para pagar sus deudas, pero ganó, eso sí, el reconocimiento
de la mayoría de los escritores contemporáneos en lengua española y la obligada
gratitud de todos cuantos, después que él, han intentado escribir un
alejandrino en este idioma. En 1916, al poco de regresar a su Nicaragua natal,
Rubén Darío falleció, y la noticia llenó de tristeza a la comunidad intelectual
hispanoparlante.
La obra de
Rubén Darío
Su poesía, tan
bella como culta, musical y sonora, influyó en centenares de escritores de
ambos lados del océano Atlántico. Darío fue uno de los grandes renovadores del
lenguaje poético en las Letras hispánicas. Los elementos básicos de su poética
los podemos encontrar en los prólogos a Prosas profanas, Cantos
de vida y esperanza y El canto errante. Entre ellos es
fundamental la búsqueda de la belleza que Rubén encuentra oculta en la
realidad. Para Rubén, el poeta tiene la misión de hacer accesible al resto de
los hombres el lado inefable de la realidad. Para descubrir este lado inefable,
el poeta cuenta con la metáfora y el símbolo como herramientas principales.
Directamente relacionado con esto está el rechazo de la estética realista y su
escapismo a escenarios fantásticos, alejados espacial y temporalmente de su
realidad.
Enteramente
inquieto e insatisfecho, codicioso de placer y de vida, angustiado ante el
dolor y la idea de la muerte, Darío pasa frecuentemente del derroche a la
estrechez, del optimismo frenético al pesimismo desesperado, entre drogas,
mujeres y alcohol, como si buscara en la vida la misma sensación de
originalidad que en la poesía o como si tratara de aturdirse en su gloria para
no examinar el fondo admonitor de su conciencia. Este "pagano por amor a
la vida y cristiano por temor de la muerte" es un gran lírico ingenuo que
adivina su trascendencia y quiere romper el cerco tradicional de España y
América: y lo más importante es que lo consigue. Es necesario romper la
monótona solemnidad literaria de España con los ecos del ímpetu romántico de
Victor Hugo, con las galas de los parnasianos, con el "esprit" de Verlaine;
los artículos de Los raros (1896), de temas preponderantemente
franceses, nos hablan con claridad de esta trayectoria.
Pero también
América hispánica se está encerrando en un círculo tradicional, con lo
norteamericano por arriba y los cantos a Junín y a la agricultura de la Zona
Tórrida por todas partes; y allá van sus Prosas profanas, con unas
primeras palabras de programa, en las que figuran composiciones tan singulares
y brillantes como el Responso a Verlaine, Era un aire suave...
y la Sonatina. Ha triunfado el modernismo: había que reaccionar
contra la ampulosidad romántica y la estrechez realista; las inquietudes de
Casal, de James Freyre, de Asunción Silva, de Martí, de Díaz Mirón, de Salvador
Rueda, son recogidas y organizadas por el gran lírico, que, influido por el
parnasianismo y el simbolismo franceses, echa las bases de la nueva escuela: el
modernismo, punto
de partida de toda la renovación lírica española e
hispanoamericana.
Pero él rechaza
las normas de la escuela y la mala costumbre de la imitación; dice que no hay
escuelas, sino poetas, y aconseja que no se imite a nadie, ni a él mismo...
Ritmo y plástica, música y fantasía son elementos esenciales de la nueva
corriente, más superficial y vistosa que profunda en un principio, cuando aún
no se había asentado el fermento revolucionario del poeta. Pero pronto llega el
asentamiento. El lírico "español de América y americano de España",
que había abierto a lo europeo y a lo universal los cotos cerrados de la Madre
Patria y de Hispanoamérica, miró a su alma y su obra, y encontró la falta de
solera hispánica: "yo siempre fui, por alma y por cabeza, / español de
conciencia, obra y deseo"; y en la poesía primitiva y en la poesía clásica
española encontró la solera hispánica que necesitaba para escribir los versos
de la más lograda y trascendente de sus obras: Cantos de vida y
esperanza (1905), en la que corrige explícitamente la superficialidad
anterior ("yo soy aquel que ayer no más decía..."), y en la que
figuran composiciones como Lo fatal, La marcha triunfal,
Salutación del optimista, A Roosevelt y Letanía
de Nuestro Señor don Quijote.
El gran lírico
nicaragüense abre las puertas literarias de España e Hispanoamérica hacia lo
exterior, como lo harán en seguida, en plano más ideológico, los escritores
españoles de la generación del 98. La Fayette había simbolizado la presencia de
Francia en la lucha norteamericana por la independencia; las ideas de los
enciclopedistas y de la Revolución francesa habían estado presentes en la gesta
de la independencia hispanoamericana: ¿qué tiene de sorprendente que Rubén
Darío buscara en Francia los elementos que necesitaba para su revolución? Quiso
modernizar, renovar, flexibilizar la grandeza hispánica con el
"esprit", con la gracia francesa, frente al sentido materialista y
dominador del mundo anglosajón y, especialmente, norteamericano.
Otras
composiciones trascendentes figuran en otros libros suyos: El canto
errante (1907), Poema del otoño y otros poemas (1910),
en el que figuran Margarita, está linda la mar... y Los
motivos del lobo, y el libro que contiene su composición más extensa,
el Canto a la Argentina, que con otros poemas se publicó en 1914.
La prosa suya, además de en Azul y en Los raros,
podemos encontrarla en Peregrinaciones (1901), La
caravana pasa (1902) y Tierras solares (1904), entre
otros trabajos de menor interés concernientes a viajes, impresiones políticas,
autobiográficas, etc.
Rubén Darío es
un genio lírico hispanoamericano de resonancia universal, que maneja el idioma
con elegancia y cuidado, lo renueva con vocablos brillantes, en un juego de
ensayos métricos audaces y primorosos, y se atreve a realizar con él
combinaciones fonéticas dignas de fray Luis de León, como aquella del verso:
"bajo el ala aleve de un leve abanico"; pero la aliteración es sólo un
aspecto parcial de la musicalidad del poeta, maestro moderno y universal del
ritmo, la imagen y la armonía.