sábado, 28 de febrero de 2015

MÚSICA / UN AÑO SIN EL GENIO

Paco de Lucía: un viaje por la biblioteca del mejor guitarrista de la Historia


  • (personajes)

Estaba leyendo a Dickens cuando murió tras engullir a Galdós, Voltaire, Defoe o Murakami. Un documento inédito revela que se buscaba a sí mismo en los libros

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La tarde en que los pies se le hundieron para siempre en la arena de su playa de México, después de echar una pachanga con sus hijos pequeños, Paco de Lucía tenía en su mesita de noche un libro que acabó siendo un vaticinio, «Para leer al anochecer», de Charles Dickens. Hoy se cumple un año del hachazo repentino que le dio la muerte, como si su fantasma se hubiera escapado de las hojas que aún le quedaban por leer. Aquella obra se le quedó pendiente. Como la de su hijo Curro. Paco no vio el documental en el que mejor se ha contado su vida, no se pudo contemplar en su más honda confesión. El ataque por la espalda que le dio su corazón le obligó a dejar muchas cosas a medias, con lo que él odiaba dejar las cosas sin terminar.
Después del disco de copla que acababa de rematar ese mismo día,tenía previsto hacer otro estrictamente flamenco. Había grabado algunas falsetas que están dispersas por el disco duro de su ordenador. Y esparcidos por su casa tenía los últimos libros de su vida y un e-book que le permitía seguir leyéndolos en los aviones. Era un lector voraz. Pero el listado de obras que había engullido en los últimos meses, y que reconstruyó pacientemente su viuda, Gabriela Canseco, para tener ese recuerdo vivo, desvela otro misterio oculto del genio: se buscaba a sí mismo en los libros. Y bebió en la inmensa fuente de la literatura para hallar nuevos caminos para su música. Benito Pérez Galdós, Leon Tolstoi, Voltaire, Maquiavelo, Daniel Defoe, Anton Chejov, Haruki Murakami, Albert Cohen, Carlos Fuentes, Arturo Pérez Reverte o los más comerciales Ken Follet, Donna Leon y John Katzenbach le sirvieron de inspiración en su último año. Paco leía tomando anotaciones. Escribía sus sensaciones con frases cortas o incluso con una sola palabra. Y luego se las contaba a su familia, que ha logrado reunir todas sus ideas y apuntes en una libretilla para confirmar esta hipótesis. De hecho, las dos obras que más le habían impactado en los últimos tiempos eran «La Estepa. En el barranco», de Chejov, y «De qué hablo cuando hablo de correr», de Murakami. En ambas hay recogidas reflexiones a las que él había llegado por su cuenta.
La primera es una novela corta en la que se narran las peripecias de un niño de nueve años rumbo al instituto por la estepa ucraniana para iniciar su aprendizaje. Paco también tuvo que pasar su propia estepa para aprender a escribir: las penurias económicas de su padre, Antonio Sánchez Pecino, y de su madre, Luzía Gomes, en la posguerra algecireña. Aquello le llevó a dos conclusiones: que ciertamente se es toda la vida lo que se es de niño y que su infancia le había permitido tomar la forma de un caracol para poder llevar su casa a cuestas por todo el mundo. En su lectura, el maestro vio algo en la cultura rusa que se parecía mucho a la de su niñez andaluza. De hecho, otra de las novelas que había leído últimamente era «Anna Karerina» de Tolstói, puro realismo ruso. Curiosamente, Paco había dicho en una de sus giras interminables de los ochenta que no volvería a tocar en España hasta que no tuviera algo nuevo que aportar. Aseguraba que había mucho trabajo por hacer en favor del flamenco en muchos países en los que estaba empezando a ser muy bien acogido. Y para ejemplificarlo, usó una frase que no puede ser casualidad: «Es más fácil tocar en Moscú que en Sevilla».
El segundo libro que más le impactó en sus horas finales fue el del japonés Murakami, a quien ya había leído «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo». «De qué hablo cuando hablo de correr» pudo servir al guitarrista para poner palabras a una idea que le rondaba la cabeza desde hace mucho tiempo. Él había volado con sus manos por los trastes de la guitarra. Pero renegaba de quienes le copiaban eso. No le gustaban los exhibicionismos técnicos. «He abierto una puerta que tengo que cerrar, porque muchos no me han entendido», se quejaba. Por eso en sus últimos discos dejó de picar con el fulgor de antaño. Decidió dejar de correr. El libro de Murakami, escritor de un país en el que el de Algeciras provocó que hoy haya 70.000 guitarristas flamencos y firmó autógrafos a millares, tal vez le hizo entender por qué los nipones disfrutaban tanto con el ritmo jondo.
En la isla colombiana de la Providencia se cortó una mano haciendo pesca submarina. Su otro gran descubrimiento fue «Robinson Crusoe». Pero ni la providencia hundió su guitarra en sus horas de deriva. Fue un fantasma de Dickens el que le venció hace justo un año. O no. Porque su espíritu, aunque él ya no lo pueda leer, sigue dando mucho que escribir.
Extraído de: http://www.abc.es/

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