Nada
evitará que escampe
Aldo
Roque Difilippo
Una
confusión de sentimientos encontrados surgen a cada paso en Dolores:
desazón, solidaridad, resignación, generosidad; y muchos más. Al
panorama devastador que significa recorrer cada palmo de la ciudad en
medio de la nada que para muchas familias significó ver sus casas
literalmente en el suelo, hay que agregarle la humedad, la lluvia
continua, el chapalear barro y agua intentando recuperar lo poco que
queda, retirando escombros, ramas, chapas, hierro y todos los
elementos que se pueda imaginar en una tarea que parece no tener fin;
desgastante física y sicológicamente. Doble o triplemente dolorosa;
en lo físico, en lo anímico y en lo espiritual, pues queda la
sensación que cualquier cosa que se haga será poca o escasa para
todo lo que se necesita.
En
una esquina un hombre con los brazos en jarra mira, quizá sin
dimensionar lo que ve, un montón de escombros de lo que hace apenas
unas horas era su casa, el lugar que quizá levantó con sus propias
manos durante largo tiempo y que en una fugaz porción de segundos
quedó reducida a nada.
Lo
contradictorio de todo esto radica en la fugacidad de 3 o 4 minutos
que resultaron eternos en medio de ese caos del ruido, y el volar de
vidrios, ramas, mampostería y los más diversos elementos que
quedaron desperdigados por todas partes.
Al
lado del hombre pasa otro, y otro, quizá sus vecinos o el doloreño
del otro barrio que tampoco comprende la dimensión de la tragedia y
que, los que llegamos allí recién podemos dimensionar a través de
las primeras imágenes aéreas aportadas por los drones de la
Policía, y que dan un mapeo de la devastación. Es que el caos no da
respiro, no da tregua, y la capacidad para magnificarlo comienza a
aparecer recién cuando uno toma distancia, porque al transitar las
calles, parece dramáticamente normal ver todo por el piso, hundir
los pies el barro, ver como alguien aparentemente sin un sentimiento
de dolor remueve las cosas, porque son sólo eso, cosas informes,
deformadas, abolladas, rotas, sucias.
Es
que quizá no hay lugar para tales lujos y la urgencia está en
salvar lo que se pueda, en apretar los dientes, mirar sin
sentimientos las cosas y apartarlas a un costado para intentar
recomponer lo que pueda salvarse.
Una
mujer camina por el medio de la calle esquivando basura con su niña
de la mano. Un perro con la vista más resignada que la de su dueño
busca infructuosamente el rincón de la casa donde solía echarse; y
otra mujer coraje y rebeldía en ristre dirige una cuadrilla de
hombres y mujeres que no dejan de moverse por todos lados.
No
hay tiempo para llorar, y nadie llora. No hay tiempo para quejarse, y
nadie se queja, ni siquiera hay tiempo para el cansancio que empieza
a subir por las pantorrillas y las caderas.
Y
es que todo se va al ver llegar a otros desconocidos, sin nombre pero
con las manos prestas para a la solidaridad.
De
todas partes, casi de inmediato llegaron a Dolores cuadrillas de
obreros organizados y los improvisados también, que se pusieron a la
orden de la urgencia, que aportaron lo poco que tenían, y que allí
es mucho. Sus manos, su esfuerzo, el músculo y la rebeldía para
ayudar al que lo necesita. Y se los ve por todas partes: manejando un
camión, llevando cosas de un lado al otro, removiendo escombros y
ramas, distribuyendo las donaciones, haciendo lo que debe hacerse.
Pude
verlos en esa tarea, bajo la lluvia y sin guarecerse. En medio de la
noche sin mirar el reloj, porque por estos días la jornada es corta
para todo lo que se necesita hacer.
Una
trabajadora municipal intenta dirigir el tránsito que no cesa en una
de las tantas esquinas cortadas. Hace horas que realiza esa tarea, y
parece que recién está ahí, con todas sus energías y la seguí
viendo, horas más tarde, empapada, bajo la intensa lluvia intentando
dar un poco de orden a la circulación de todo tipo de vehículos que
pasaban de un lado al otro. Más allá un hombre trepado a una
escalera, otro más allá con sus guantes o sin nada colocando un
nylon, desprendiendo un pretil que amenazaba a caerse, retirando
vehículos o cosas que quedaron aplastadas por los escombros. Del
otro lado un Policía aportando lo suyo, o un militar, pala en mano
removiendo material para cargarlo en un camión. Más allá otro
trabajador anónimo haciendo su parte sin pedir descanso.
La
solidaridad
Las
muestras de solidaridad aparecieron por todos los sectores de la
sociedad. Se organizaron campañas de recolección de alimentos y
ropa para los damnificados, que en la tarde del viernes comenzaron a
llegar y ser acopiados para su distribución en el galpón donde
funcionara la fábrica Janka.
Recorriendo
las calles del barrio Calvo de Dolores, mientras los vecinos
acarreaban material, palos ramas y chapas para limpiar sus casas
apareció una camioneta con varios jóvenes en su caja que ofrecían
un plato de comida caliente a quien lo quisiera. “Vecina, hay guiso
calentito, está recién hecho”, decía un joven mientras otros
servían en unos recipientes para que los integrantes de las familias
tuvieran comida. Nos acercamos a preguntarle de qué institución
eran y la respuesta nos sorprendió, “de ninguna. Somos un grupo de
amigos que no podíamos quedarnos a mirar televisión cuando hay
familias que precisan. Un amigo tiene un restaurante y le propusimos
la idea. Nos pusimos a cocinar y acá estamos”. Así de simple y de
significativo fue su gesto. Al igual que el de los jóvenes que se
organizan sin un a jerarquía que los conduzca para acarrear todo
lo que se necesita. Y los seguí viendo, repartiendo ropa desde la
caja de un camión, aprontando comida para los que trabajan;
empapados, como una muchachita menuda
y sonriente que me encontré
en el barrio Altos de Dolores, con planilla y lapicera en mano
preguntando por los niños, qué medicamentos precisaban, o si acaso
les hacía falta zapatos o comida. La vi aparecer por la calle de
barro con una campera roja y empapada, y no dejó de sonreír cuando
intercambiamos algunas palabras. Parecía una Caperucita Roja bajo su
capucha colorada intentando proteger de la lluvia su libreta donde meticulosamente apuntaba todo; y se metió sonriendo a una casa desvencijada por el tornado desde donde emergieron un par de cabecitas infantiles que agradecieron con otra sonrisa esa visita.
La
ciuad de las linternas
La
ciudad de Dolores se encuentra no solamente devastada sino
prácticamente aislada. El temporal dio por tierra la antena de Radio
San Salvador. También la antena de Antel, por lo que no hay
comunicación con el exterior, o por lo menos es muy limitada. A
ello se le suman las continuas lluvias que han hecho de que crezca el
río San Salvador y los arrojos de la zona.
Al
recorrer las calles doloreñas y dialogar con sus habitantes la
pregunta surge en todos lados: “¿qué está pasando?” ya que las
noticias se trasmiten prácticamente boca a boca. En gran parte de la
ciudad no hay señal para el celular. Los tendidos eléctricos y del
teléfono terminaron en el suelo, por lo que sus habitantes están
prácticamente incomunicados.
El
domingo quienes visitamos Dolores, al salir debimos realizar un largo
periplo, esquivando pasos cortados por la creciente.
Al
llegar la noche Dolores se convierte en una ciudad literalmente a
oscuras. Recorriendo sus calles emergen de las ventanas siluetas de
personas alumbradas a vela o farol a mantilla, que han decidido
quedarse ahí para evitar que les roben.
En
las calles, los que la transitan, lo hacen linterna en mano y se
pierden en la inmensa oscuridad. Cada tanto, también linterna en
mano, efectivos de la Guardia Metropolitana, caminan en grupos de a
tres; y cada tanto, casi en una visión de película bélica, puede
verse a grupos de militares en transitar las calles sobre camionetas
pertrechadas a guerra y alumbrando con potentes focos. Mientras un
ambiente de tristeza y desolación se apodera de todo el ambiente.
El
domingo el Presidente de la República visitó la ciudad. Sin traje,
ni protocolo ni custodia, el Dr. Tabaré Vázquez fue directamente a
la zona más golpeada de la ciudad, el barrio Altos de Dolores, donde
la mayoría de las viviendas de modestos trabajadores están
esperando que llegue o una máquina municipal o una cuadrilla a
derribar lo poco que queda en pie. Casas con grietas que suben desde
sus cimientos. Techos de hormigón en el piso convertidos en
escombro; y el barro espeso y penetrante como escenario de todo. Que
dificulta el paso, que hace pegar la humedad a los zapatos y los
pantalones, y que deja una extraña sensación que será más difícil
de lo que se intuye la reconstrucción de la ciudad.
El
Presidente se bajó del auto y caminó entre los vecinos. Los saludó,
los escuchó quejarse o llorar, quizá como un tío viejo que llega a
consolarnos en un momento de desgracia. Habló poco y escuchó mucho,
y se quedó mirándolos serio, sin que eso fuera una pose para la
foto.
Quizá
sólo ahí algunas mujeres se dieron un respiro y se permitieron la
licencia de llorar un poco. Quizá apenas ahí los hombres bajaron
algo la cabeza y se quejaron por lo que les había tocado en suerte.
Después siguieron trabajando.
El
Presidente se fue con esas imágenes en la memoria. Con la fotografía
de una sociedad devastada por el fenómeno climático pero no
doblegada. Golpeada, pero con la suficiente rebeldía como para
continuar.
Y
siguió lloviendo.
Seguramente
siga lloviendo por varios días más, pero nada evitará que escampe,
que el terreno seque y que las manos
vuelvan a levantar paredes, a
poner techos y soñar.
(*) fotos: Aldo Roque Difilippo
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