Como pájaros muertos
Ángel Juárez Masares
Corrían los años setenta y envuelta en un aparente halo de normalidad –quizá debido a su tamaño- la ciudad de Buenos Aires se movía como un gran hormiguero donde los automóviles y la gente se confundían en todo casi orgánico. Las bocas de los subtes eran los agujeros preferidos por las hormigas que entraban y salían de ellos sin cesar, empujándose, ignorándose, obviándose, cargando portafolios en lugar de hojas y tallos, y tratando empecinadamente de llegar, quién sabe a dónde, quién sabe a qué. Igual que ahora…y que mañana.
Yo andaba por entonces descubriendo cosas –incluso miedos- y solía salir a caminar por los barrios porque quería conocerlo todo, a pesar de la posibilidad de pasar a ser nada en un instante.
Como pasaron a ser nada Rosa y Antonio, quienes vivían en la habitación contigua a la mía en aquel conventillo de la calle Moreno.
Con ellos acostumbraba tomar mate en la azotea –o aeropuerto de palomas, como la habíamos bautizado- y cuando alguno conseguía “yerba uruguaya” llenábamos el “poro” de Antonio, grande y bien curado pero que sin duda justificaba el “derroche”.
Los tres éramos muy jóvenes entonces y el mundo entero entraba en nuestras cabezas. Allí lo arreglábamos planeando políticas justas para todos los hombres, donde no cabían el hambre ni el dolor.
Rosa tenía 19 años, un vestido azul que se ponía sólo los domingos, y una personalidad tan dulce como su voz. Quería estudiar medicina e irse a vivir a un pueblo muy pequeño y tener una casa con flores al frente y lechugas y zanahorias en el fondo. Y en esa casa esperar a Antonio –que sería maestro- y con el tiempo tener algunos gurises para enseñarles a custodiar el mundo que ellos habían arreglado. Antonio quería cambiar los programas escolares. Contarles a sus alumnos la verdadera historia, tener una gran biblioteca para compartir, y aplicar sus planes “infalibles” para que el conocimiento los hiciera libres.
Rosa limpiaba oficinas por las noches para poder vivir. Fregaba pisos, sacudía alfombras, y solía ironizar cuando tenía que “calzar guantes” para limpiar algún inodoro. Algún día serán quirúrgicos –decía- pero no me los pondré si tengo oportunidad de ayudar a alguien a nacer, así podré sentir la vida más intensamente.
Antonio también trabajaba por las noches. Manejaba el camión de un cartonero “de los grandes”, e iba de Banco en Banco recogiendo montañas de papel picado.
Pero a pesar de esa fachada de amor adolescente, Rosa y Antonio eran culpables. Estaban condenados por soñar, por querer curar a los pobres sin cobrarles, por enseñar todas las letras y no solo el abc, y por pretender edificar un mundo nuevo. Quizá por eso se desvanecieron en el aire. Quizá por eso se convirtieron en nada de un día para el otro. Tan nada fueron que a los veinte días de su ausencia el dueño de la pensión me llamó para que lo acompañara a entrar en la pieza “parra evitar comprromiso, ¿vio?”, aclaró el polaco Varowsky en su mal español.
Entrar en la habitación de Rosa y Antonio fue para mi lo más parecido a cometer un acto de violación. Todo el pequeño recinto tenía la calidez y el perfume de la mujer ausente. Flores de papel metidas en frascos de vidrio atados con cintas azules. Pequeños estantes fabricados con maderas de cajones descartables sostenían algunos libros, y sobre la mesa de noche había algunas tarjetas artesanales de navidad que no tenían destinatarios.
La cama estaba sin hacer, y en las arrugas de las sábanas se adivinaba, más allá del último encuentro de sus cuerpos, el último y definitivo encuentro de sus almas.
Varowsky tomó la iniciativa y comenzó a tirar los libros sobre la cama mientras –seguramente- puteaba en su lengua materna. Hizo un montón indiscriminado donde fueron a parar Cortázar, Borges, Morosoli, y Marx, entreverados con algunos ejemplares de “El Tony”, y “D´artagnan”. Anudó las cuatro puntas de la sábana y allí quedaron libros y revistas, como pájaros muertos, algunos con las alas abiertas en un vano intento de volar pero ya condenados a la hoguera. Las manos gigantes de Varowsky metieron en una caja de cartón las ropas de Rosa y Antonio, y el vestido azul de los domingos quedó enredado en el mate grande de cebar con “yerba uruguaya”. Subimos todo al altillo de guardar los trastos viejos y las cosas de los que van sin pagar, y allí se acabó la historia de Rosa y Antonio en medio de las puteadas del polaco, “porrque ahorra falta que vengan los que usted ya sabe a prreguntar cosas de estos pibes”.
Pero “los que usted ya sabe” no aparecieron nunca, porque seguramente les bastó con desarmarles el mundo que Rosa y Antonio tenían en su interior, aunque para eso hayan tenido que desarmarles la cabeza.
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