Breve historia de espadas y laúdes
(Y de cómo y por qué ambos instrumentos son compatibles con el hombre)
Ángel Juárez Masares
Nuestras andanzas por el medioevo nos llevaron a un pueblo donde vivía un fabricante de espadas reconocido en muchas leguas a la redonda por la calidad de su trabajo.
El hombre –pequeño y casi anciano- observaba con detenimiento los cambios de color de la hoja de metal que tenía sobre de la fragua, mientras un muchacho escuálido avivaba el carbón mediante un fuelle cuyo pico de madera estaba ya carbonizado.
Sobre una gran mesa de trabajo, tiras de metal de diferentes tamaños mezcladas con herramientas de crear, esperaban la continuación del proceso que las convertiría en herramientas de matar.
El herrero apenas respondió a nuestro saludo. La mirada en la hoja, ahora tornasol, parecía escudriñar las moléculas que seguramente danzaban en el alma de la espada. Las vería fundirse unas con otras y luego separarse, convertirse en átomos que luego su maza aplastaría inmisericorde en busca del más duro y mejor filo.
Un gesto apenas perceptible bastó para que el mozo dejara en paz el fuelle. El hombre tomó un par de tenazas y midió el tiempo. No dio vuelta un reloj de arena, lo midió dentro suyo. Quizá contó los latidos de su corazón, o la pauta la obtuvo de esa gota de transpiración que había nacido en lo alto de su frente y resbalaba hasta la punta de su nariz. Si, eso debió ser, porque en el momento preciso que la gota cayó al piso de tierra él quitó la hoja de la fragua y la sumergió en un tonel que tenía junto. La lámina púrpura siseó un lamento de serpiente mientras el anciano la hundía en el líquido aceitoso del barril, y con un último estertor desapareció de la superficie.
Más tarde volvería a la fragua -y ya templada- nacería entre el yunque y el martillo. Dolorosamente a golpes se convertiría en espada, para -una vez concebida- hender el aire libremente antes de cortar una cabeza. Sin remordimientos, porque para eso fue creada.
Nos fuimos sin hablar. Habíamos visto todo.
Casi al extremo del poblado encontramos el taller del fabricante de laúdes.
Era este un hombre tan inmenso y fuerte que difícil fue comprender cómo esas manos no destrozaban la madera que tallaban.
Sobre una pequeña mesa de trabajo, tiras vegetales de diferentes tamaños mezcladas con herramientas de cortar, esperaban la continuación del proceso que las convertiría en herramientas de cantar.
Locuaz y con una sonrisa permanente, parecía trabajar sin prestar demasiada atención a lo que hacía. Seguro que eran sus manos gigantes, impregnadas con una delicadeza de palomas las que elaboraban por sí solas los instrumentos que –algunos de ellos ya encordados- colgaban del techo a poca distancia de su cabeza vestida con abundante cabello rojizo. Imaginamos que este hijo de Odín jamás se ponía de pié, que no dormía, que estaba libre de ataduras terrenales. Sólo construía instrumentos, labraba filigranas en la fina madera de las tapas, encolaba, ajustaba, teñía con taninos exquisitos, y una vez ensamblados sus laúdes esperaba la noche para -mediante un secreto sortilegio- meter en su interior las notas básicas. Extraer luego de allí las infinitas combinaciones sería tarea del ejecutante.
Las manos-palomas del gigante habrían cumplido entonces su cometido, y el instrumento haría bailar a los hombres en las fiestas; llorar a las viejas ante el crematorio, cantar a los borrachos en las tabernas, o enamorar a la doncella, allá a los fondos del jardín.
Nos fuimos sin hablar. Habíamos visto todo. La espada destinada a perdurar por siglos sólo cambiaría de forma, pero continuaría cumpliendo con la misión para la cual había sido creada por el hombre: matar a otros hombres.
El laúd se haría más grande, mutando en busca de otros sonidos, adaptándose a otras culturas, pero siempre fiel a su destino: sonar al compás del alma humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario