La música popular uruguaya como vehículo difusor de la poesía
Aldo Roque Difilippo
Según algunas expresiones parecería que la poesía -en su forma ortodoxa de llegar al público- viene cayendo en desuso.
Sin embargo y pese los problemas económicos de las editoriales, esa percepción es más que relativa, a la luz del sinnúmero de publicaciones en formato de revistas, desplegables o plaquetas literarias, blogs y otros formatos digitales, que difunden la creación de los nuevos poetas, o aquellos que no ingresan al círculo, siempre reducido, de las editoriales.
En Uruguay, desde su génesis como nación, la poesía ocupó su papel difusor de los devenires del hombre y su tiempo. Trovadores a la vieja usanza de los medievales, recorrían la campaña, guitarra en mano, entonando los primeros poemas que pretendían exaltar el ser nacional, y tener al tanto al incipiente público de los avatares políticos o revolucionarios.
Bartolomé Hidalgo (1788-1823), padre de los poetas tradicionalistas orientales, sobresale con sus cielitos, alentando al gauchaje en la lucha independentista. Esa impronta dejada por Hidalgo superó los parámetros de la lucha revolucionaria, llegando incluso a nuestros días, y limando esa frontera entre los “poetas mayores” y los populares. Los ejemplos sobran a este respecto, ya que el mismo Hidalgo fue recreado por Alfredo Zitarrosa, un poeta con la capacidad de convertirse en “mayor” y que prefirió musicalizar sus textos para llegar al público. A su vez, otros poetas que no transitan el nativismo, en cierta medida se denuncian sucesores de Hidalgo al optar por diferentes caminos además del libro para “conquistar” nuevos públicos. Serafín J. García, y Fernán Silva Valdés, por referirnos a poetas de neto corte gauchesco, hasta Líber Falco, Idea Vilariño, Mario Benedetti o Mauricio Rosencof, han sido, y siguen siendo llevados al pentagrama.
Es decir, el “consumo” de poesía mediante su musicalización no es novedoso en Uruguay.
Dos motivaciones fundamentales inspiran este trabajo: la estrecha relación entre la poesía y la música; y las vías alternativas por la que el público accede a ella.
Lejos queda la afirmación que sentencia la muerte de la poesía. Muy por el contrario, el público contemporáneo “consume”, en una medida significativamente mayor, sonetos, rimas y cuartetas de poetas populares de los cuales la crítica literaria debería ocuparse en profundidad.
Evidentemente que la relación entre poesía y su musicalización radica en la sonoridad implícita del texto, más allá de la ajustada rima a la que pudiera haberla ceñido el poeta, está también en esas palabras, que a decir de Julio Cortázar tienen cierto color, y una sonoridad especial, que las hace atractivas.
Por otro lado, en este tiempo donde predominan los medios masivos de comunicación, y los medios digitales que significativamente han democratizado el acceso a la información, y donde indefectiblemente todo lo relativo a las expresiones artísticas pasa por ellos, el público accede a la poesía por diferentes vías.
Popularmente se divide a los poetas en “mayores” y “menores”, de acuerdo a su opción por la palabra escrita, o por los que las musicalizan. Mundialmente conocida es la conjunción entre un “poeta mayor” como Antonio Machado y uno “menor” como Joan Manuel Serrat, o la dupla que realizaran Jaime Roos al musicalizar los poemas de Mauricio Rosencof en el disco “La Margarita”. La pregunta sería: ¿cuál es la diferencia entre un poeta “mayor”, y poetas como Silvio Rodríguez, Alberto Cortés, o Alfredo Zitarrosa?
Los poetas cantores
Poemas para ser leídos, o para ser cantados, que en algunos casos fueron ajustados al tiempo musical por parte del propio autor, como en “El Sur también existe” (de Mario Benedetti y el catalán Joan Manuel Serrat), o la musicalización posterior que el dúo Los Olimareños realizó de “Hombrada” de Serafín J. García; entre otros.
Esa impronta dejada por Bartolomé Hidalgo pautó la posterior creación y la difusión de poetas, tales como Fernán Silva Valdés, Serafín J. García, Víctor Lima, Rubén Lena, entre otros.
Bartolomé Hidalgo con sus gestas patrióticas, Serafín J. García inmerso en la poesía gauchesca de corte social, Mario Benedetti y sus temáticas sociales y con aristas de crítica política, entre otros; todos apuntando a llegar al mayor número posible de lectores, o de oídos donde dejar el mensaje de sus versos.
Poetas musicales
Dentro del folklore uruguayo, que a partir de la década del ‘60 se autodefinió como “canto popular”, la poesía giró en torno a los temas más cercanos al hombre. Historias como la de Pueblito Sequeira, de Tabaré Etcheverry. Letras que podrían catalogarse en un juicio apresurado como sencillas, reflejando las vicisitudes de sus habitantes.
Figuras, a estas alturas míticas, se erigieron en esa década: Víctor Lima, Aníbal Sampayo, Tabaré Etcheverry, Alfredo Zitarrosa, Rubén Lena, Osiris Rodríguez Castillo, entre otros, surgieron al espectro musical y poético reflejando el sentir de la sociedad uruguaya.
Con la reincorporación democrática del país, el retorno de estos tótems significó una muestra palpable de la idolatría profesada por el público a sus poetas. Los Olimareños, a su regreso al país en 1985, cantaron ante 50.000 personas en el Estadio Centenario de Montevideo, en una lluviosa noche. Algo que en principio podría catalogarse como la necesidad de expresión ante tantos años de libertades censuradas, pero que ante el coro del público con el nítido recuerdo de las letras de las canciones, es una pauta más que fehaciente de la necesidad de una poética propia que establece un diálogo entre el autor, el intérprete, y el público.
Zitarrosa, canto mayor
Alfredo Zitarrosa (1936-1989), es el cantor más importante que ha dado el folklore uruguayo, admirado y discutido como todos los personajes que sobresalen del común. “Nací el 10 de marzo del ‘36”, dijo alguna vez, “fecha de la cual no tengo recuerdos, al contrario de lo que decía Vallejo en algún verso sobre su muerte física”. Reflejando su casi irónico modo de ver las situaciones que conforman el vivir, cuya impronta dejó en una estructura poético-musical particularísima, y monolítica desde sus primeros discos.
“Zitarrosa siempre fue, para mí, un ser hamletiano”, afirma Washington Benavides, opinión que compartimos ante las declaraciones del cantor: “No me tolero el goce a menos que lo sienta legítimo, a menos que sea bajo el sol y a la luz de la verdad”.
Crítico despiadado de su obra y de su tiempo: “si alguien conoce el secreto / supongo que me dirá / por qué donde falta el pan / siempre sobran los decretos” (“Milonga más triste”).
Creando su poética sobre esas bases, evidenciándose la dureza de la autocrítica que lo convirtió en un cantor exigente con su trabajo, y un fino poeta donde muchas veces la rima está en la entonación más que en la métrica de los versos.
Todas estas características influyeron, e influyen aún hoy en cantores y autores, que encuentran en él la fuente de inspiración, el mojón casi obligado. Incluso El Cuarteto de Nos (grupo musical que cultiva el rock, que nada tiene que ver con el folklore uruguayo), en su disco Otra Navidad en las trincheras dedica su trabajo a Alfredo Zitarrosa, e incluye un tema: “Zitarrosa en el cielo”.
Resulta un lugar común decir que las milongas ocuparon un espacio importantísimo en la discografía y la creación de Zitarrosa. Así como también los temas relacionados con los amores contrariados, los desencuentros, y las pasiones imposibles. Temáticas cuasi obsesivas del poeta y del cantor, ya desde su primer disco Canta Zitarrosa (1966), evidenciando esa veta que explorará a lo largo de toda su carrera discográfica, hasta su último trabajo, compartido con Héctor Numa Moraes (Sobre pájaros y almas). Al igual que el amor.
Zitarrosa aborda el amor desde la veta más íntima del ser, abandonando ese carácter casi telúrico y cursi que otros poetas han adoptado, o harto repetido como el de los malos boleros, donde la pasión amorosa se impregna de la sangre en una copa rota, o las traiciones rubricadas con la muerte. El amor es más intimista, más humano.
Desprovisto de toda esa tragedia melodramática que atraviesa casi todas las expresiones musicales, con sus idas y venidas, con sus consabidas ausencias y nostalgias. “Si te vas, / quiero verte partir, / saber que te has ido; / sin adioses el amar y el morir / nunca son olvido” (“Si te vas”).
“Stefanie”, una de sus composiciones más conocidas y celebradas, “es una canción de amor”, expresa Zitarrosa, “pero alude al hecho mismo de que la prostitución, en el mundo capitalista es, en todo caso, nada menos que el resultado de la explotación del hombre por el hombre, no obstante es una canción de amor, al ser humano, no a la prostituta, a aquella mujer con la que uno pudo o no tener una relación sexual, pero sí una relación de afecto, nacida a partir del reconocimiento de que se trata de un ser humano que también es capaz de amar”.
Los pájaros, una temática casi inusual para un cantor popular, son una recurrencia desde las primeras composiciones de Zitarrosa, hasta ese último trabajo que resultó de edición póstuma, marcando desde la carátula misma esa temática alada que persiguió al autor por toda su creación. Más propio para un autor musical de raíz folclórica hubiera sido hablar de caballos, las desgastadas imágenes de taperas semiderruidas, o los duelos criollos cuasi borgeanos que pretenden limpiar el honor del personaje y que reflejan una realidad prehistórica. Aunque tampoco esquivó las temáticas tradicionalistas, o de corte histórico, Zitarrosa opta por otro camino. “La próxima canción la cantará el pueblo”, expresó alguna vez, “si cree que está bien. Nosotros los cantores tenemos que cantar lo que el pueblo siente”.
Sus pájaros están presentes quizá por ese espíritu libertario (como era común decir en la época pre y post dictadura), por ese amor hacia el pensamiento sin rejas, que lo llevó a un exilio que lo desgarró. Otro elemento extraño, si se quiere, y que se le sumó al ya muy personal atuendo del cantor (riguroso traje negro, corbata, y cabellos engominados precediendo a los guitarristas en una actitud gardeliana), es su composición “Milonga por Beethoven”. Sin dudas un caso extraño en el cancionero nacional, y posiblemente la única composición con base netamente popular, donde se le rinde tributo a un compositor de la denominada “música culta”: “poco supo del buen amor / buscó compañera y halló / sólo alguna flor, / rococó. / Tuvo la bandera y honor / sólo su sordera lo amó”.
Música y texto compuesto a la par, consiguiendo, según Washington Benavides “insólitas rimas” con irregularidades en la métrica del texto que se acopla con los tonos que la música le va dando. “En este grupo se inscriben la mayoría de las zambas iniciales que compuso Zitarrosa”, agrega Benavides. “Pero en este mismo grupo aparecen obras definitivas, como ‘El violín de Becho’, donde el poeta recurre a los pareados para componer un inolvidable retrato poético del músico amigo, con imágenes que estarán entre los mejores logros de la canción y la poesía uruguaya”.
“Nosotros los cantores tenemos que cantar lo que el pueblo siente y nos equivocamos muy a menudo, especialmente cuando nos sentimos la vanguardia”, expresó Zitarrosa refiriéndose al canto como intérprete de la realidad, “la vanguardia es la clase obrera. No somos creadores, somos recreadores de lo que la gente siente y piensa, prendiendo el fuego, arreglando un zapato o creyendo en Dios sin razones suficientes, pero hasta por necesidad de sentirse un hombre entre los hombres”. Y ese pueblo, el 17 de enero de 1989, cuando el poeta y el cantor pasaba a ser recuerdo, “llevaban tu muerte allá adelante” parafraseando a José “Pepe” Guerra, “sin más señas que el dolor que los unía. Cosa seria”.
En las paredes se leyó “El violín de Becho está llorando y nosotros también”, por esas manos anónimas hacia quien iba destinada la poesía y la pasión de Zitarrosa. “No llores, canta”, fue otra de las frases repetidas en los muros montevideanos, o un sugestivo “hasta luego Alfredo”, entre flores y guitarras.
Viglietti, un cantor para leer
Daniel Viglietti (Montevideo, 1939) se nutre del folklore tradicional, asumiendo una propuesta académica, como pocos, pero no exento de la sensibilidad popular. Algo que lo convierte en una extraña y atractiva mezcla de poeta depurado y cantor popular. Algo que incluso ha llevado a algunos críticos a comparar su propuesta musical y poética con la impuesta al tango por Astor Piazzolla, o como lo afirma Elbio Rodríguez Barilari: “Después de Gardel (Viglietti), sigue siendo el músico uruguayo más conocido por el mundo”. Con una marcada posición política de izquierda, reflejada en sus textos. Si bien la ideología política de Viglietti puede o no ser compartida, la estructura de sus textos lleva al reconocimiento, ante la belleza poética-musical. Inclusive las composiciones “panfletarias” como “El Chueco Maciel” o “A desalambrar”, tienen la belleza rotunda de texto y música que aplasta cualquier argumento de sus detractores. “Te contaré una historia / amarga o más. / Te la canto por eso / y que caray. / Era Van-Dig la aldea / allá en Vietnam. / Era, digo, una escuela, / no digo más. / Vinieron por el aire, / vuelo mortal. / Quedó sólo un cuaderno, / no digo más” (“Dinh-Hung, Juglar”).
Contemporáneo al nacimiento del “canto popular” y sus cultores más destacados, a diferencia de ellos, Viglietti fue tomando diferentes elementos hasta conformar un estilo para nada convencional para los cánones folclóricos en su sentido más ortodoxo.
“A fines del ‘60 es todo un guitarrista”, agrega Rodríguez Barilari. “Lo recuerdo siendo todavía un niño, en un concierto del Centro de Protección de Chóferes haciendo Milán, Sor, Bach, Villa Lobos...”.
En su última visita a Mercedes, en una rueda informal entre amigos, tras su concierto, nos contó de sus primeros años de guitarrista junto a su padre, haciendo tangos en las fonoplateas radiales. Todo ello confluye en su propuesta musical y poética, convirtiéndolo en un cantor para leer.
A diferencia de sus contemporáneos, las letras de Viglietti se develan en la intimidad de la lectura, en tanto sobre el escenario, el ritmo de música y texto permiten otra lectura a profundizar al leer el texto.
Quizá por ello su producción no es para nada profusa, aunque sus discos son vendidos por miles. “Soy lento”, nos dijo ante la casi exigencia sobre una producción discográfica mayor (el trabajo anterior a Esdrújulo —1993—, es A dos voces, junto a Mario Benedetti, grabado entre 1985 y 1987). Una lentitud influenciada quizá por la meticulosidad de sus textos.
Esdrújulo es el más claro reflejo de esa conjunción entre el guitarrista y el poeta, donde confluyen la música antigua y la milonga, sus fuentes, que por evolución, o nuevas premisas, le han llevado a virar en algo la estructura de sus poemas. Nos encontramos con un Viglietti menos directo, donde la sutileza juega un papel preponderante en la seducción del público. Un trabajo rotundo en conjunto, con temas tales como “Canción para armar” de una sutileza tal que ni por asomo se acerca al golpe bajo al abordar un tema tan atroz como la tortura: “...la cabeza bajo el agua / como un pez de branquia rota / te recorre hasta la infancia / te encapucha la alegría / no esperaba esto que espero / de codos bajo la noche / en el día lastimado / nadie sabe qué le espera”.
Esa confluencia entre las diferentes tendencias musicales que conviven en la creación de Viglietti y los estilos más tradicionales de este suelo, se reflejan en “La llamarada”, por ejemplo, cuando el poeta canta “El sueldo de un pión carrero / nunca se debe aumentar, / pa que valore el dinero / y no aprenda a malgastar. / Los piones, dijo el dotor, / no son hombres delicaos, / a ellos no le hace el dolor / porque están acostumbraos”; con una base rítmica poco tradicionalista para el lenguaje utilizado.
“La canción de Trilce” (su hija), es un exponente de la fusión de un texto, si se quiere pueril, con una musicalidad difícilmente igualable: “tan chiquí / tan chiquita que es la tierra / si la mi / si la miran desde el sol / tan chiquí / tan chiquita que es la infancia / cuando vi / cuando vino se escapó”.
Algo que en otros autores se trasunta en una conjunción entre un texto sencillo y una base rítmica de corte tradicional, y que en Viglietti se colma de timbres musicales emparentados con la sonoridad del idioma y su métrica.
Rubén Lena, el color oriental
Cuando Rubén Lena (1925-1995) compuso “La Uñera” no podía imaginarse que se convertiría en el inicio del renacimiento de la música popular uruguaya. En esos años, la difusión del folklore se circunscribía a las composiciones argentinas (Atahualpa Yupanqui, Los Fronterizos, Los Chalchaleros).
Rubén Lena, uno de los iniciadores de la música popular uruguaya en su estructura actual, conocía las composiciones del salteño Víctor Lima y “los tres o cuatro tonos que sabía de la guitarra”. Ello sumado a una especial sensibilidad poética, sirvió como activador de la creación de uno de los más prolíficos autores uruguayos, que si bien se ciñe a las estructuras del criollismo, no se ató a ella, componiendo incluso temas carnavaleros, sones y serraneras. Su viaje a Venezuela en 1959 por motivos de su profesión de maestro, fue otro detonante: “yo había llegado a Venezuela y traía la intención de hacer canciones, porque a nosotros, como país, nos faltaba una identidad en ese aspecto, que se me había revelado sintiendo cantar a los compañeros de estudios de 21 países latinoamericanos durante ese año de convivencia”.
Cuando por una radio escuchó a Los Olimareños cantar “La Uñera” tuvo esa convicción: “no había casi canciones y había que hacerlas, no había por lo tanto un público para eso que no había sido hecho, y había que crearlo. Los cantores estaban con sus gargantas jóvenes, vehículos de expresión de dos excelentes personas en formación. La cuestión era poner en movimiento los sueños”, explicaría dos décadas después. Posteriormente Lena sería la siquis que Los Olimareños plasmarían en las grabaciones, una tercera voz no audible que dio estilo y personalidad al dúo.
Nacieron así temas que hoy resultan imprescindibles al realizar un racconto del canto popular, como “La Ariscona”, “De Cojinillo”, “Noche noche”, y el que se convertiría en un himno popular: “A don José”.
En Lena el criollismo y la tradición se redimensionan, se expanden como la simpleza del hombre de campo, no exento de sabiduría. La poética de Lena no escapa a los devenires más simples del ser humano, y las angustias más universales. “Mis canciones tienen versos de valor universal y definitivo, para siempre, pero el valor de esos versos no lo es. Son ocasionales. Claro está, tiene un valor afectivo que cuenta, y mucho para mí...”, dijo alguna vez con su particular modestia.
La simpleza en “El niño enfermo”, acosado por la fiebre y la tos: “Las pobres puertas no quieren / dejar al viento pasar... / Y en la alta noche una madre / oye al niño delirar. / —Los caballos, los caballos / me miran de la pared; / tienen los labios resecos / mamita que tienen sed...”. O letras cargadas de ironía, como “Boca de Tormenta”: “Cosa fiera que sería / sentir a un cantor cantar / cantar montao a caballo / rodeao de perros cantar. / Cantar con la lanza al brazo / calzoncillo y chiripá / bigote amarillo de humo / de tanto y tanto pitar, / con china en las ancas / y que supiera montar, y que terminao el canto / bajo un aplauso cerrao / se desarmara el caballo / por ser de cartón pintao”. Poética que pasa por “El cuello de botella” del hombre común con sus problemas y sueños: “El cuello de botella / el corredor del diablo / viene abriendo la noche / como en exhibición / el cuello de botella / en toda circunstancia / es como el fin de mes...”.
Espejo de la sociedad
En el canto popular uruguayo, e implícitamente la poesía, confluyen en esa mezcla: el criollismo, la murga, las nuevas tendencias musicales y poéticas (Jaime Roos se define como un rockero que fusiona diferentes ritmos “a la uruguaya”); y por supuesto el tango, que es toda una mezcla en sí mismo. El reflejo socio-cultural-político confluye en esta propuesta poética, en una lista que resulta en exceso extensa, y que abarcaría a todos, o casi todos sus exponentes. Desde Alfredo Zitarrosa con su canto netamente oriental que metamorfosea el idioma, pasando por Daniel Viglietti y las metamorfosis y fusiones entre el idioma y la música, que se repite en Jaime Roos, y con un sentido “más paisano” se refleja también en Rubén Lena, Aníbal Sampayo y tantos otros.
Por otro lado, y en lo estrictamente poético, efectuar una reseña de autores resultaría por demás acotada ante la vastedad de poemas para ser cantados, lo que popularmente se denominan canciones. Estas canciones, despreciadas por parte de los críticos literarios, han sido dejadas de lado junto a esos poetas muchas veces intuitivos, y otras tantas actuando a sabiendas, buscando llegar a un público más vasto.
En virtud de todo esto preferimos mostrar tres patas de una mesa que desde ya decimos se presentará renga ante la profusión de grabaciones y textos. Parafraseando a Rubén Lena, habrá que escribir esas críticas que valoricen a estos autores, los definan (con todo lo subjetivo que tienen las críticas), y a la vez nos identifiquen.
Evidentemente que hablar de poesía musical uruguaya y no hacer mención al tango, el candombe y la murga, es un olvido más que notorio, pero entendemos que son tendencias que no reflejan al Uruguay en su conjunto. La murga, nítida expresión cultural uruguaya, herencia española que satiriza la actualidad, nacida de los estratos sociales económicamente más humildes, en la actualidad se presenta dividida entre Montevideo y el resto del país. Notoriamente diferenciada en su propuesta escénica y de textos. En las murgas del mal llamado interior (la pregunta sería si Montevideo está en el exterior uruguayo), la calidad de sus textos difiere de las capitalinas, así como las formas de interpretación y planteamiento escénico.
El candombe, por influencia de la raza negra es un exponente más bien de la capital, dándose sólo algunas muestras en pocos departamentos del país.
El tango, debido a diferentes razones, tiende a convertirse en una expresión musical étnica, más que en el espejo de una cultura. Refleja una sociedad anterior, dibuja una realidad, que si bien en algunos textos denota actualidad, en nada expresa los devenires del ser humano de las ciudades uruguayas, y sus personajes son más bien un híbrido porteño-montevideano. Además, fueron escasos, y hasta tímidos los intentos del canto popular de sumar al tango a los ritmos interpretativos.
Aplacadas las pasiones políticas, tras que el país se reincorporó a la vida democrática, el canto popular fue dejando de lado ese perfil de protesta y ganó en diversidad temática y musical.
Esa ruptura llevó a las nuevas generaciones a abordar diferentes temas de corte social, algo que hasta entonces estaba reservado al criollismo, irrumpiendo Jaime Roos con “Los Olímpicos” planteando la problemática de aquellos que partieron en busca de otros horizontes económicos.
El poeta norteamericano Ezra Pound decía que la poesía estaba más cerca de la música que de la literatura, por las correspondencias de sonoridad entre ambas. Trabajo más que arduo será pues, decodificar a estos autores que, por pequeñeces o mezquindades, a lo largo de la historia han sido relegados y menospreciados, cuando son ellos los que verdaderamente llevan la belleza de la poesía a todos los seres sin distingos.
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