Breve historia
de la guerra
Ángel Juárez Masares
Solíamos jugar a las cartas en un pequeño jardín de invierno, desde donde podía verse a la gente que bajaba hacia la playa. Algunos con sus sillas, otros con termo y mate en ristre, y otros con sus perros.
Las manos del viejo polaco (ruso, para sus antiguos vecinos de La Teja ) levantaban las cartas con alguna dificultad, pero yo disimulaba la espera contemplando la avenida y cómo el follaje de los árboles iba cambiando de color a influjo del atardecer.
Me había costado “entrarle” al “ruso”, que desconfiaba de mis amoríos con su hija (única) a pesar que tampoco nosotros éramos un “pibes”, pero tanto va el cántaro que poco a poco me lo fui ganando. Casi se podría decir que nos hicimos amigos.
Me gustaba verlo disfrutar cuando era suya la partida -asunto en el que debo confesar no había concesiones- pero cuando lo hacía exageraba mi bronca para que él fuera un poco más feliz.
Y entre partida y partida de naipes el hombre me fue contando cosas de su vida. Porque quiso hacerlo, no porque yo le preguntara. Cosas de esas que se guardan muy adentro, pero que un día molestan tanto que hay que sacarlas, por lo menos para que parezca que lastiman menos.
Sin embargo, y pese a lo deshilachado y a veces confuso de sus historias, no fue difícil “armarlas” y hacerlas comprensibles, sobre todo porque eran reales.
Una tarde el “ruso” había dejado las cartas sobre la mesa y clavado la vista en el montoncito de yerba seca que tenía el mate que sorbía.
“Estuvimos desde que oscureció metidos en el hueco de una bomba”, empezó diciendo esa vez. Hizo una larga pausa y yo me permití asociar la calabaza y su loma vegetal con el relato.
“Habíamos caminado toda la tarde entre la nieve para llegar allí, pero tendríamos que esperar un poco más para evitar algún encuentro desagradable. Nos habían pasado un dato y no era cuestión de perder la oportunidad. Estuvimos en silencio pegados unos a otros para darnos calor.
Los seis ya teníamos algunas incursiones parecidas, así que experiencia no era lo que nos faltaba”.
El “ruso” termina su mate, lo empuja hacia mi con una mano y mira hacia afuera. No se qué esta viendo, pero estoy seguro que nada tiene que ver con el paisaje.
“Allá la noche era muy larga, y muy fría. Siempre hacía frío allá, y aunque teníamos miedo en algún momento nos decidimos a salir y avanzamos. Al rato alcanzamos a ver las construcciones que apenas sobresalían entre la nieve. “Mija” aseguró que los perros están en el caserío, pero si hay alguno en el galpón, le mataremos.
Al final entramos y encontramos lo que buscábamos. “Mija” no había mentido. Tampoco hubo perros, así que cargamos todo lo que pudimos y corrimos…corrimos como si nos hubieran descubierto, hasta que caímos en el pozo de la bomba donde nos habíamos ocultado”.
La “montañita” de yerba seca ya no existe. El hueco de la calabaza es un volcán apagado con un lago turbio encima, pero al viejo “ruso” no le importa. Se lo bebe como si fuera el primero, y vuelve a clavar la vista en la yerba, plana y húmeda.
“Una para cada uno…nada más –dice el “ruso” mirándome a los ojos mientras yo siento que es una orden- y rápido, que debemos volver antes que amanezca”.
Ahora bien, si usted cree que se trata de una historia de la guerra, acertó, pero se equivoca si piensa en un grupo de soldados repartiéndose granadas. Eran niños polacos de entre 7 y diez años robando papas para soportar la hambruna.
Masticarían una sola cada uno en el camino de regreso, y es resto sería repartido entre las familias con niños más pequeños porque entonces –aseguró el “ruso”- “nosotros ya éramos hombrecitos”.
Así fue como entendí la obsesión del “ruso” por las papas, artículo que jamás podía faltar en la alacena de su cocina.
León falleció hace tiempo, pero si una cosa queda clara, es que dónde quiera que fuese a parar su alma ningún niño tendrá hambre. El robará para ellos…o les enseñará a hacerlo.
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