sábado, 20 de agosto de 2011

Fernando y el poder de observación



Ángel Juárez Masares

Advierto que no es la primera vez que relato la primera clase de dibujo con Fernando como Profesor en Secundaria; y también que no será la última oportunidad en que lo haga. Buscaré siempre una escusa para hacerlo, porque esa clase fue una puerta hacia el interior del Aleph de Borges, aquel punto suspendido en un sótano y que encerraba el Universo.
Estábamos sentados en medio de aquel gran salón lleno de columnas, donde tiempo atrás funcionara la Sucursal del Banco de la República. Justo en medio de la gente que esperaría por sus trámites y de espaldas a las Cajas.
Entró con un canasto de mimbre lleno de hojas secas de los Plátanos de la calle; nos puso una a cada uno sobre un pliego de “garbanzo”, y dijo: observen, y dibujen.
Recuerdo haber pensado en la tontería de ponerse a dibujar una hoja, cuando esperábamos una disertación sobre el arte que nos llenara de sapiencia como para –al día siguiente- llenar varias cartulinas con dibujos magistrales.
Pero bastó para bajar la vista y mirar aquella hoja para descubrir el delta de sus nervaduras, donde una infinidad de pequeños arroyos desembocaban en el gran río que la atravesaba.
De los extremos hacia el centro, el amarillo ocre iba cambiando de tono. Pasaba por el siena tostado hasta el marrón casi negro de una isla de hongos…
Desde entonces nunca pude considerar “basura” las hojas secas, y cada vez que me detengo en los detalles de una corteza, o en el color del  herrumbre en una reja, recuerdo a Fernando y su: observen, y dibujen.


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