viernes, 9 de septiembre de 2011

La última pregunta


El último fin de semana murió en Montevideo María Esther Gilio, la mujer que más y mejor supo escuchar y entrevistar a una innumerable cantidad de personajes famosos y anónimos, escritores y artistas, llegando a publicar inclusive un libro de entrevistas con psicoanalistas de todo el mundo (Cuando los que escuchan, hablan). Había nacido en Montevideo, donde comenzó su carrera de periodista en Marcha en 1966. Estuvo exiliada en la Argentina y luego en Brasil. Le gustaba decir que la primera lectura que la marcó fue la de Freud, a los 14 años. Lo cierto es que sus reportajes a Borges, Troilo y Onetti figuran entre las mejores piezas del género. Sobre Onetti publicó, junto a Carlos María Domínguez, la biografía Construcción de la noche. Sobre el actual presidente de Uruguay, José Mujica, Pepe Mujica: de tupamaro a ministro. María Moreno la despide con una semblanza de su trabajo y una entrevista que le hizo hace unos años a propósito de su libro de entrevistas a tangueros donde Gilio habla de su especialidad: oír para contar.

Si se hubiera enterado de que con su muerte se iba a revelar su edad y que en una noticia hasta le aumentaron siete años, se moría de nuevo. Qué lugar común. Pero la inmediatez de la desaparición no alienta una medida razonable de sentido crítico, en este caso para tratar de decir lo que significó María Esther Gilio en el campo cultural del Río de la Plata.
Su método podía tener algo del de Truman Capote pero no lo aprendió de él: fidelidad a los datos pero no a los referentes, el archivo como carta en la manga, cultivo de la transferencia, empatía anticipada. Nada de periodismo gonzo, ni bravatas estilísticas: hizo maravillas simplemente con la amabilidad y la buena educación. Será por eso que Jacobo Timerman le despreció de manera casi insultante un reportaje a Pablo Neruda seguramente porque ella pasaba del tuteo, el tono cool y de refregada cultural a tono con Primera Plana y La Opinión que, sin embargo, produjo tantos buenos periodistas.
Cuando la entrevisté, quizá porque me había leído y se había quedado con la idea de un personaje vagamente asociado a las transgresiones de pequeño formato, se dio cuenta –también por cancha profesional– que no me había entregado lo que ella llama “la frutita”, entonces fingió sobrepasarse y me arrojó una oreja como a un torero lastimoso pero audaz: –Te digo una y no la vayas a poner. Si me preguntás cómo me gustan los hombres, te digo que me gustan más jóvenes que yo. Pero prefiero no decirlo.
Tenía una teoría originalísima, casi para un manual de autoayuda: los hombres mayores las prefieren jóvenes porque tienen problemas de impotencia y necesitarían algo así como un subrayado.
Cuando publicó Cuando los que escuchan, hablan, un libro de entrevistas a conocidos psicoanalistas internacionales, seguramente lo hizo porque debía sospechar que esos a quienes entrevistaba hacían algo que ella también sabía hacer, sólo que se llamaba de otra manera. Son entrevistas buenísimas pero no son de ella, sino de una especie de doble profesional e informada. Pero, ¿quién se hubiera atrevido a preguntar a Jean-Jacques Miller si se enamoró primero de Lacan y luego de su hija?
La entrevista es un arte y no un género de la verdad: el problema surge, sin embargo, cuando el otro exhibe tanto el copyright de sí mismo que pretende hablar como si se leyera, o no tiene ninguna curiosidad por un encuentro aunque, si conoce a la entrevistadora, sepa que su materia es el yo ideal (Gilio nunca hizo periodismo de confrontación en donde el entrevistador se comporta como un policía o un juez). O es de los que dentro de la obra todo, fuera de la obra, nada. Entonces hablan con cuentagotas, a lo sumo con algún epigrama segunda selección, a menos que se le apliquen fórceps inductivos o se le reciten babosas zalemas sobre sus obras. Pero están los cortos. Ahora lo puedo escribir porque los dos están muertos y la anécdota era inocente. El señor al que se le preguntaba por su madre muerta y decía lacónico: “Era una buena vieja... era una vieja muy cariñosa”, punto, era Mario Benedetti. En un caso como ese María Esther Gilio recurría al comodín realista de pasar a tercera para describir una expresión como “Miró pensativo a lo lejos”, “puso un aire pensativo”, “se quedó pensativo”.
Cuantas más veces aparece la actitud pensativa, en los textos de María Esther es porque el entrevistado, a juzgar por lo que dice, parece no estar pensando demasiado, sólo que ella es generosa y devuelve con atribución de pensamiento la cortedad o la avaricia de sí.
María Esther Gilio estuvo donde tenía que estar en el momento justo: cuando el arte, la literatura y la política hacían pasar de orilla a orilla a los que importaban.

* Extracto de un largo artículo publicado en el suplemento Radar Libros del diario Página/12

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