sábado, 5 de noviembre de 2011

Hablando de bueyes perdidos



De Pedro, María de Juan y José


Ángel Juárez Masares

Las celebraciones bicentenarias en San Gregorio de Polanco habían comenzado en la mañana. Por las calles de la “península dorada” circulaban vehículos matriculados en varios departamentos, y los visitantes registraban con sus cámaras los murales y las extensas playas.
En la noche, el salón del Parador comenzó a recibir gente que fue ubicándose para escuchar algunos artistas locales, y una conferencia sobre Artigas y el Federalismo, de lo que nos ocuparemos en otra oportunidad.
La velada comenzó con el cantante local Adalberto Vique, quien con buen manejo de  voz y de guitarra sorprendió a la concurrencia con letras propias y algunas canciones populares conocidas por todos. Sin embargo una de esas interpretaciones nos quedó en la memoria. Se trataba de una letra de su autoría que relataba la historia de  Pedro, personaje que identificaba a quienes –desde el interior profundo-  habían dedicado una vida de trabajo para que sus hijos tuvieran acceso a la educación superior.
La velada terminó y el hombre enfundó su guitarra y se fue. Al día siguiente la actividad comenzó alrededor de medio día con un desfile de caballería gaucha encabezada por los Blandengues de Artigas, y el caballito moro ensillado y sin jinete que nos trae la presencia del héroe.
En el lugar conocido como Paso de Polanco, donde culminó la marcha y todos se reunieron para descubrir una Estela Conmemorativa del artista Carlos Larregui, documentando el campamento establecido allí por el General Artigas, encontramos a Adalberto. Un tanto apartado y con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba el ir y venir de la gente que aprovechaba la ocasión para fotografiar todo.
Nos pusimos a hablar. Le preguntamos sobre su canción, y nos dijo:
-Cuando  era chico iba al liceo a acompañar a mi prima, pero yo volvía a casa llorando porque no podía entrar. Tenía que trabajar en el campo, y por eso nació esa canción. Pedro comprende a todos los hombres que quisieron estudiar y no pudieron, pero también a muchos de ellos que dedicaron su vida para que sus hijos sí lo hicieran.
El hombre habló de su vida trabajando la tierra. De los años que le llevó poder comprarse un campito, y de su amor por el canto y la guitarra, que aprendió a tocar “de oído”.
La gente comenzó a dispersarse y nosotros quedamos casi solos en medio de la calle.
Allá, en el parque de enfrente, comenzaron a sonar otras guitarras, y a escucharse otras canciones.
La charla con el hombre siguió por otros senderos, y al rato nos despedimos con la promesa de “seguirla en cualquier momento”. Bajo un quincho, un grupo de danzas la emprendía con una polka fronteriza, y de ratos llegaba un vaho a “comida de olla” desde un fogón rodeado por varios paisanos y paisanas.
Charlabamos con amigos cuando uno de ellos me dice:
-Aquella muchachita que está con Adalberto es la hija. Es licenciada en psicología. El otro hijo no creo que venga porque es perito agrario y siempre anda por las estancias-
-Ahá- contesté, como si el asunto no me importara demasiado. Sin embargo de pronto comprendí la canción a cabalidad. Supe que también Pedro era Adalberto, que el hombre estaba en paz porque sabía que había cumplido su misión en la vida. Entendí que el llanto derramado en la puerta del liceo no le había dejado resentimientos. Todo lo contrario, el hombre regó con él los surcos abiertos para que sus hijos estudiaran, y por un momento me sentí un ser inferior ante tanta grandeza humana.

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