De las casas
vivas, y de las casas muertas
Ángel Juárez Masares
La casa donde nací y viví hasta la adolescencia tenía un patio con
parral y sillas de hierro en torno a una mesa; macetas con malvones, y una
jaula con canarios y cardenales.
Al fondo crecían durazneros, mandarinos, limoneros, y un tilo gigante.
Más cerca de la casa, dos paraísos sostenían en su fronda el sol de enero, y en
invierno lo ponían en el suelo en forma de hojas amarillas. Bajo esos árboles
volcábamos la carretilla a la hora de la siesta, y la rueda de metal se
transformaba en el volante de un camión gigante donde cabíamos todos los gurises
del barrio. Muchas veces rompimos algo en el motor y tuvimos que detenernos a
la orilla del camino. A veces en medio de la noche. A veces en medio de la
nada. Pero siempre supimos arreglarlo y el viaje continuaba hasta que dejábamos
la carga en su destino.
Algunas tardes el viaje era mas corto porque el Obdulio o el “Coco”
Núñez se aburrían, y nos escapábamos todos –mojarrero en mano- hacia el arroyo.
La carretilla –aún tumbada- recuperaba entonces su destino de palanca de una
rueda y su alma de escombros y de arena.
Allí fue donde mi padre amasó barro un día para que mi madre amasara
el pan para toda la semana. Allí también leíamos las aventuras de Roy Rogers y
su caballo “Tigre”, y armábamos la cantina con tablones de andamios para apoyar
los codos como los cow-boys, entrecerrando los ojos para demostrar que éramos
“malos”.
La cocina era el corazón de esa casa. Allí nos reuníamos las noches de
invierno, y mientras la lluvia golpeaba sobre el techo de chapas y el viento
rodaba algún balde por el patio, mis hermanos y yo sentíamos que nada malo nos
podía pasar. Hacíamos “los deberes” mientras mi padre y mi madre hablaban de
“cosas de los grandes”, hasta que aquel mantel blanco y azul volaba como mágica
alfombra para aterrizar suavemente sobre la mesa de rústica madera.
-Cuidado con quemarse- decía mi vieja poniéndonos delante un plato de
polenta con trozos de carne y papas, y solo faltaba caer en la cuenta que
aquello bien podría haber sido algo muy parecido a la felicidad.
Pero eso dura poco. Los años nos pasan por encima cuando empezamos a
correr tras lo que ya tenemos y no vemos. Los viejos se fueron definitivamente
un día, mis hermanos también, y los gurises del barrio marcharon también en
busca de sus vidas.
Conocí entonces otras casas. Aquella del patio con la inmensa
claraboya de vidrios de colores; con macetas de helechos, y una anciana que
recordaba a su marido sentada hasta morir en una mecedora.
El cuarto de La Boca ,
allá cerca de la Vuelta
de Rocha, donde nos juntábamos con otros locos para arreglar el mundo, y que si
bien no era “una casa”, nosotros lo sentíamos como tal.
Algunas noches, si algún remolcador removía el agua del “Riachuelo”,
en ese “bulín” no se podía abrir la única ventana, porque el olor a petróleo y
aceite quemado lo inundaba todo. Pero nos cobijaba. Del frío, del enemigo, y de
la peor de las pestes: la soledad. Por eso era una casa.
Después vino la otra, donde todo tenía que estar ajustado a los
mandatos del decorador. Las cortinas debían mantener ese ángulo caprichoso y
sutil, casi llegando a la alfombra al tono que cubría el piso. La mesa pequeña
casi al centro, escorada e inútil como barco en medio del desierto, sobre la
cual algunos libros –en un ángulo distinto- agonizaban condenados a nunca ser
leídos.
Siempre estuve seguro que las casas están vivas. Pero esa vez supe que
también existen casas que están muertas.
Por eso quiero que mi casa tenga una mancha de vino en el mantel; que
la cortina caiga como la gravedad lo indique, que mis libros “anden” tirados en
cualquier lado, ajados, con las hojas dobladas marcando algún capítulo, con una
marca de vaso señalando la propiedad sobre la tapa.
-Tira esa ropa de la silla y siéntate- le diré a un amigo cuando
venga. Y beberemos poniendo el vaso en cualquier lado; y la perra entrará para
echarse a los pies, mirarnos un rato a cada uno y dormirse luego con la cabeza
entre las patas.
Y mi amigo se irá, pero en la casa se quedará su olor; en el cenicero
la colilla aplastada del último pucho que fumamos, y el libro que comentamos se
dormirá como la perra, con las hojas apretadas en las tapas, y feliz por
pertenecer a una casa que está viva.
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