viernes, 27 de julio de 2012

De casa. Compartimos este artículo aparecido en la revista venezolana Letralia a propósito del nuevo libro de nuestro amigo y colaborador de HUM BRAL, Luis Benítez.

 
El metro universal, 
de Luis Benítez



Paula Winkler


Luis Benítez es uno de los escritores rioplatenses más polifacéticos. Poeta, dramaturgo y novelista, El metro universal —este texto de 207 páginas, que en justicia resultó finalista en el concurso para el premio La Nación-Sudamericana en 2006— lo inscribe en las grandes ligas de la literatura latinoamericana, a la cual pertenece no sólo por geografía.
El privilegio de ser poeta y narrador se revela en esta novela, página tras página, en la cual quien lee se va a deleitar con la palabra elegida por Benítez y con las peripecias que fueron necesarias en el siglo XIX para instaurar el sistema métrico universal con el fin de acordar certeza a las mediciones, no obstante que el espíritu científico de su autor, el físico Raveil —profesor del Politécnico—, fallecido misteriosamente y por presuntas causas naturales, había sido sustituido, para su elaboración, por la avezada pluma de Charles Baudelaire, a quien se conminó (no sin torturas de parte de algún interrogador de la Policía Secreta) a apurar los aspectos culminantes de la obra, que llevó más de un volumen e hizo creer al siglo la concepción definitiva del sistema en tierras sudamericanas.
Al goce de esta lectura se sumarán el amor imposible del poeta Baudelaire con la actriz mulata Jeanne Duval y sus avatares; los esfuerzos de Rémy Alphonse Nicholas Armand Arthur François D’Armeuil La Bos D’Orleac —el duque cercano a Napoleón III—, esfuerzos tendientes a la reforma urbana de París propiciada por la rigurosa mano planificadora del barón Von Hausmann, quien quiso evitar a toda costa las barricadas populares en las calles medioevales parisinas. Luis Bonaparte promoverá por lo demás los sueños de su primo Didi de invadir México, mientras Pasteur —“el médico de moda”— se va a asombrar de la reacción de sus colegas y políticos debido a su microscopio y a su propia timidez. Se leen, entretanto, las andanzas de Saint Beuve en El Heraldo de París; acerca de las causas del viraje de la dedicatoria al poeta Gautier por parte de Baudelaire en Las flores del mal, y sobre el sufrimiento del primero debido a que Amandine, su hija, decidió casarse con “este imbécil (que) intenta hablar como un pirata malayo”; las proezas de Beppo, el gato de Baudelaire, cuando repentinamente cambiara de dueño... y se disfrutará de tantos otros personajes, retratados con elegante maestría, cuya “afección/acción” nos ponen de cara a un siglo con las desavenencias, crueldades, prejuicios, malentendidos y estupideces propios de la humanidad entera.
Y no falta tampoco un empréstito público que la Confederación Argentina jamás solicitó al Imperio francés, tramitado por un inescrupuloso delirante, cuñado del canciller, que se honra en escribir varias misivas, nunca contestadas, en las cuales asegura (entre otras cuestiones): “Desde luego, no perdí ocasión de desplegar mis dones de mundo entre esta gente y conocí a sujetos (se refiere a Luis Bonaparte y su séquito) que, mañana, pueden ser de extrema utilidad para los negocios de la Confederación”. Empréstito que provoca al fin que, en diciembre de 1855, el jurista don Juan Bautista Alberdi —Doctor en Derecho Civil y Canónico y Embajador Plenipotenciario— declare, solemne, en una carta, su total falta de vinculación (y responsabilidad) a semejante pedido. Tampoco faltan los barcos negreros y los motines de a bordo, provocados por los inevitables desórdenes de una belleza incomparable, la de Jeanne Duval, quien alcanza a salvar el pellejo y amarrar en la costa de Niza después de haber navegado durante meses desde La Martinica y seduce a todos con su andar caribeño y su actuación a bocajarro en obritas clandestinas de vodevil.
El tono paródico, tanto textual como metatextual, se sostiene en el transcurso de esta novela histórica y de aventuras, con toques de comedia y de teatro del absurdo debido a la desnuda descripción de los hechos más tremendos, dolorosos o risibles, a cargo de un narrador omnisciente, con barroca ironía e inteligente sarcasmo. Hay en El metro universal esa voz del otro lado que desvaloriza (o valoriza) haciendo sonreír por réplica y que siempre funciona por la operación semiótica de invertir el sentido explícito por el más mediato del contexto mnémico.
En definitiva, se trata esta novela del reverso de las historias universales del canon. Es este, por lo demás, un texto que versa sobre la vida cotidiana dentro del gran capítulo humano de ese delirio que construye arquitectura y deconstruye otras cosas y de esa locura que resiste, piensa y crea para continuar construyendo cultura; en este caso, la del siglo XIX.
Luis Benítez escoge para El metro universal la política literaria del mestizaje de géneros (novela histórica, novela de aventuras, teatro del absurdo y género epistolar) propio de la posmodernidad, pero él no es posmoderno. Al contrario, el plus de diálogo de sus personajes se encuentra en aquello americano que se esconde en La Martinica o que llega a Francia a través de la palabra hueca y retorcida de un negociador delirante e inescrupuloso, aunque sin credenciales de la Confederación. Se entremezclan, así, lo universal y lo europeo, lo caribeño y lo rioplatense. Y, ¿por qué no?, la mirada propiamente americana.

Extraído de: www.letralia.com

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