De casa. Compartimos este artículo aparecido en la revista
venezolana Letralia a propósito del nuevo libro de nuestro amigo y colaborador
de HUM BRAL, Luis Benítez.
El metro
universal,
de Luis Benítez
Paula Winkler
Luis Benítez es uno de los escritores rioplatenses más
polifacéticos. Poeta, dramaturgo y novelista, El metro
universal —este texto de 207 páginas, que en justicia resultó finalista en
el concurso para el premio La Nación-Sudamericana en 2006— lo inscribe en las
grandes ligas de la literatura latinoamericana, a la cual pertenece no sólo por
geografía.
El privilegio de ser poeta y narrador se revela en esta
novela, página tras página, en la cual quien lee se va a deleitar con la
palabra elegida por Benítez y con las peripecias que fueron necesarias en el
siglo XIX para instaurar el sistema métrico universal con el fin de acordar
certeza a las mediciones, no obstante que el espíritu científico de su autor,
el físico Raveil —profesor del Politécnico—, fallecido misteriosamente y por
presuntas causas naturales, había sido sustituido, para su elaboración, por la
avezada pluma de Charles Baudelaire, a quien se conminó (no sin torturas de
parte de algún interrogador de la Policía Secreta ) a apurar los aspectos
culminantes de la obra, que llevó más de un volumen e hizo creer al siglo la
concepción definitiva del sistema en tierras sudamericanas.
Al goce de esta lectura se sumarán el amor imposible del
poeta Baudelaire con la actriz mulata Jeanne Duval y sus avatares; los
esfuerzos de Rémy Alphonse Nicholas Armand Arthur François D’Armeuil La Bos D ’Orleac —el duque
cercano a Napoleón III—, esfuerzos tendientes a la reforma urbana de París
propiciada por la rigurosa mano planificadora del barón Von Hausmann, quien
quiso evitar a toda costa las barricadas populares en las calles medioevales
parisinas. Luis Bonaparte promoverá por lo demás los sueños de su primo Didi de
invadir México, mientras Pasteur —“el médico de moda”— se va a asombrar de la
reacción de sus colegas y políticos debido a su microscopio y a su propia
timidez. Se leen, entretanto, las andanzas de Saint Beuve en El
Heraldo de París; acerca de las causas del viraje de la dedicatoria al poeta
Gautier por parte de Baudelaire en Las flores del mal, y sobre el
sufrimiento del primero debido a que Amandine, su hija, decidió casarse con
“este imbécil (que) intenta hablar como un pirata malayo”; las proezas de
Beppo, el gato de Baudelaire, cuando repentinamente cambiara de dueño... y se
disfrutará de tantos otros personajes, retratados con elegante maestría, cuya
“afección/acción” nos ponen de cara a un siglo con las desavenencias,
crueldades, prejuicios, malentendidos y estupideces propios de la humanidad entera.
Y no falta tampoco un empréstito público que la Confederación Argentina
jamás solicitó al Imperio francés, tramitado por un inescrupuloso delirante,
cuñado del canciller, que se honra en escribir varias misivas, nunca
contestadas, en las cuales asegura (entre otras cuestiones): “Desde luego, no
perdí ocasión de desplegar mis dones de mundo entre esta gente y conocí a
sujetos (se refiere a Luis Bonaparte y su séquito) que, mañana, pueden ser de
extrema utilidad para los negocios de la Confederación ”. Empréstito
que provoca al fin que, en diciembre de 1855, el jurista don Juan Bautista
Alberdi —Doctor en Derecho Civil y Canónico y Embajador Plenipotenciario—
declare, solemne, en una carta, su total falta de vinculación (y
responsabilidad) a semejante pedido. Tampoco faltan los barcos negreros y los
motines de a bordo, provocados por los inevitables desórdenes de una belleza
incomparable, la de Jeanne Duval, quien alcanza a salvar el pellejo y amarrar
en la costa de Niza después de haber navegado durante meses desde La Martinica y seduce a
todos con su andar caribeño y su actuación a bocajarro en obritas clandestinas
de vodevil.
El tono paródico, tanto textual como metatextual, se
sostiene en el transcurso de esta novela histórica y de aventuras, con toques
de comedia y de teatro del absurdo debido a la desnuda descripción de los
hechos más tremendos, dolorosos o risibles, a cargo de un narrador omnisciente,
con barroca ironía e inteligente sarcasmo. Hay en El metro
universal esa voz del otro lado que desvaloriza (o valoriza) haciendo
sonreír por réplica y que siempre funciona por la operación semiótica de
invertir el sentido explícito por el más mediato del contexto mnémico.
En definitiva, se trata esta novela del reverso de las
historias universales del canon. Es este, por lo demás, un texto que versa
sobre la vida cotidiana dentro del gran capítulo humano de ese delirio que
construye arquitectura y deconstruye otras cosas y de esa locura que resiste,
piensa y crea para continuar construyendo cultura; en este caso, la del siglo
XIX.
Luis Benítez escoge para El metro universal la
política literaria del mestizaje de géneros (novela histórica, novela de
aventuras, teatro del absurdo y género epistolar) propio de la posmodernidad,
pero él no es posmoderno. Al contrario, el plus de diálogo de sus personajes se
encuentra en aquello americano que se esconde en La Martinica o que llega a
Francia a través de la palabra hueca y retorcida de un negociador delirante e
inescrupuloso, aunque sin credenciales de la Confederación. Se
entremezclan, así, lo universal y lo europeo, lo caribeño y lo rioplatense. Y,
¿por qué no?, la mirada propiamente americana.
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