sábado, 15 de septiembre de 2012

Cuentito medieval

De como los hombres de espíritu pequeño trasladan esa pequeñez a sus actos cotidianos
 
 
 Escriba medieval
                                                                                                               

 
Amados Cofrades: verdad es –y nadie lo ignora- que este humilde observador de atardeceres y contador de historias comarcanas suele en ocasiones dejar de lado su pluma y empuñar los pinceles. Estaba en eso esta semana cuando un hombre llamó a la puerta de mi scriptorium, portando entre sus manos un pequeño talego donde guardaba algunas decenas de dibujos. Pretendía el Caballero que opinara sobre su trabajo, y que además le enseñara a pintar.
-Solo veré vuestros dibujos  para complacerle- respondíle-  y os aclaro que no soy  poseedor de conocimientos para enseñarle, pues deste oficio aún nada he aprendido.
El hombre desplegó sobre una mesa un montón de dibujos tan pequeños que uno dellos cabía en la palma de la mano. En esa superficie convivían apretadamente algunas figuras humanas en plena tarea de actividades cotidianas, como bebiendo en un cazo, leyendo antiguos pergaminos, o sentados en torno a una mesa. Lo curioso que todos los dibujos estaban cruzados por rayas en todas direcciones, como “tachados” luego de su ejecución. Ante mi pregunta por su significado, el hombre adujo que era “sombra”.
Nada mas que para no decepcionarlo, le sugerí que podría tomar uno dellos, trasladarlo a un papiro mas grande y utilizar un carboncillo, método que le proporcionaría mas recursos para trabajar.
El hombre no dijo nada, juntó cuidadosamente sus papeles y los introdujo nuevamente en el sobre; anduvo un rato mirando mis cosas, tocó tímidamente un soporte preparado para pintar, asombrándose por la tensión de la tela. Bebió un poco de vino sentado a la mesa donde antes desplegara sus dibujos, y me contó que vivía solo con su madre anciana en un pequeño altillo, y que nunca había tenido ninguna actividad laboral. Su rutina consistía en ocuparse de las cosas “de la casa”, acompañar a su madre al paseo diario por la aldea, y sentarse junto a una ventana a dibujar.
Pequeño ambiente, pequeñas expectativas, pequeños dibujos, pequeños “tachones”…
No pude evitar pensar en qué medida las vidas de las gentes condicionan sus actos cotidianos, y sentí profunda pena por ese hombre que ya había doblado el Cabo de las Tormentas, a juzgar por su cabello encanecido. Miré en derredor y vi el caos que había en mi scriptorium; por allá rollos de papiros que relatan historias de hombres verdaderos, acullá, pieles de perro curtidas donde los nómades del desierto escribieron sus aventuras. Colgando de las paredes de piedra caían grandes telas donde artistas amigos construyeron pasadizos abiertos a la fantasía. Otras de grandes dimensiones donde mis toscos pinceles de crin habían esbozado historias de otros hombres.
Pero no os equivoquéis, Nobles Cofrades, no se trata del tamaño de las obras mi cuestionamiento. Puede alguien (como alguna vez lo hizo Aldux, “el aprendiz”) reducir deliberadamente el espacio donde crear una obra. Ese no es el problema. El asunto está en que grande sea la audacia que se posea para encararla, porque no es cuestión de pequeñez de forma, sino que es industria de pequeñez de espíritu. Por eso me dio pena el hombre que vino a mi morada.
Este viejo ha conocido muchos hombres pequeños arruinados por el miedo, así como a otros que –con inusitada audacia- certeros y capaces son de derribar murallas con las manos, pero desos os contaré otro día. Ahora el sebo de mi lámpara escasea menguando la luz en el recinto, además es alta noche, mis huesos helados plugan por descanso, y mi lengua vieja y arrugada por un poco de vino impenitente.
 

 

 Moraleja:

                No habréis de temer si solo un par de cazos caben en tu mesa, pero en cambio temblad de pavor si descubrís, que no cabe un alfiler en tu cabeza.   

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