De como los
hombres de espíritu pequeño trasladan esa pequeñez a sus actos cotidianos
Amados Cofrades:
verdad es –y nadie lo ignora- que este humilde observador de atardeceres y
contador de historias comarcanas suele en ocasiones dejar de lado su pluma y
empuñar los pinceles. Estaba en eso esta semana cuando un hombre llamó a la puerta de mi scriptorium, portando entre sus manos
un pequeño talego donde guardaba algunas decenas de dibujos. Pretendía el
Caballero que opinara sobre su trabajo, y que además le enseñara a pintar.
-Solo veré
vuestros dibujos para complacerle-
respondíle- y os aclaro que no soy poseedor de conocimientos para enseñarle, pues
deste oficio aún nada he aprendido.
El hombre
desplegó sobre una mesa un montón de dibujos tan pequeños que uno dellos cabía
en la palma de la mano. En esa superficie convivían apretadamente algunas
figuras humanas en plena tarea de actividades cotidianas, como bebiendo en un
cazo, leyendo antiguos pergaminos, o sentados en torno a una mesa. Lo curioso
que todos los dibujos estaban cruzados por rayas en todas direcciones, como
“tachados” luego de su ejecución. Ante mi pregunta por su significado, el
hombre adujo que era “sombra”.
Nada mas que
para no decepcionarlo, le sugerí que podría tomar uno dellos, trasladarlo a un
papiro mas grande y utilizar un carboncillo, método que le proporcionaría mas
recursos para trabajar.
El hombre no
dijo nada, juntó cuidadosamente sus papeles y los introdujo nuevamente en el
sobre; anduvo un rato mirando mis cosas, tocó tímidamente un soporte preparado
para pintar, asombrándose por la tensión de la tela. Bebió un poco de vino sentado
a la mesa donde antes desplegara sus dibujos, y me contó que vivía solo con su
madre anciana en un pequeño altillo, y que nunca había tenido ninguna actividad
laboral. Su rutina consistía en ocuparse de las cosas “de la casa”, acompañar a
su madre al paseo diario por la aldea, y sentarse junto a una ventana a
dibujar.
Pequeño
ambiente, pequeñas expectativas, pequeños dibujos, pequeños “tachones”…
No pude evitar
pensar en qué medida las vidas de las gentes condicionan sus actos cotidianos,
y sentí profunda pena por ese hombre que ya había doblado el Cabo de las
Tormentas, a juzgar por su cabello encanecido. Miré en derredor y vi el caos
que había en mi scriptorium; por allá rollos de papiros que relatan historias
de hombres verdaderos, acullá, pieles de perro curtidas donde los nómades del
desierto escribieron sus aventuras. Colgando de las paredes de piedra caían
grandes telas donde artistas amigos construyeron pasadizos abiertos a la
fantasía. Otras de grandes dimensiones donde mis toscos pinceles de crin habían
esbozado historias de otros hombres.
Pero no os
equivoquéis, Nobles Cofrades, no se trata del tamaño de las obras mi
cuestionamiento. Puede alguien (como alguna vez lo hizo Aldux, “el aprendiz”)
reducir deliberadamente el espacio donde crear una obra. Ese no es el problema.
El asunto está en que grande sea la audacia que se posea para encararla, porque
no es cuestión de pequeñez de forma, sino que es industria de pequeñez de
espíritu. Por eso me dio pena el hombre que vino a mi morada.
Este viejo ha
conocido muchos hombres pequeños arruinados por el miedo, así como a otros que
–con inusitada audacia- certeros y capaces son de derribar murallas con las
manos, pero desos os contaré otro día. Ahora el sebo de mi lámpara escasea
menguando la luz en el recinto, además es alta noche, mis huesos helados plugan
por descanso, y mi lengua vieja y arrugada por un poco de vino impenitente.
No habréis de
temer si solo un par de cazos caben en tu mesa, pero en cambio temblad de pavor
si descubrís, que no cabe un alfiler en tu cabeza.
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