viernes, 9 de noviembre de 2012


Pulgas, nieve y balas



La historia de cómo Napoleón Bonaparte sufrió en Rusia la peor derrota militar.



Nada en el continente europeo podía suceder sin que él lo autorizara o, por lo menos, se enterara. Nubes de cortesanos aduladores evolucionaban a su alrededor en una babel de lenguas que representaban el moderno mapa del mundo, dibujado y coloreado según su criterio. Hacía gala de una muy discutible apostura de estómago hinchado y calva incipiente, pero las mujeres suspiraban subyugadas por el mito de una hombría que él procuraba confirmar cada vez que se lo permitía la embriaguez del poder. Un poder afianzado por las bayonetas de soldados tan impecablemente uniformados como los de una juguetería, solo que estos eran reales, con notorias hojas de servicios, cicatrices de sable en los rostros, aretes en las orejas y mutilaciones que daban cuenta del precio pagado en aras de la gloria imperial.
Sufría de halitosis y ardor estomacal, males que se le exacerbaban con cada acceso de mal humor, y ahora tenía una rabieta que lo hacía dar pataditas de rabia sobre el suelo. Allí, sobre el inmenso mapa desplegado en la mesa, una pequeña porción señalada con una banderita identificaba el origen de su disgusto: Inglaterra, sobreviviente gracias a la pericia de su flota naval y a pesar del bloqueo al que estaba siendo sometida por decreto suyo.
Sin discusión posible, nadie podía comerciar con “la pérfida Albión”. Todos los monarcas y regentes de las naciones que eran sus aliados acataban lo ordenado en el mandato, salvo Alejandro, zar de Rusia y antiguo aliado, que guardaba un ambiguo silencio y no confirmaba que fuera a sumarse al bloqueo. Era una desobediencia intolerable para el emperador, no solo porque ponía en tela de juicio su autoridad, sino porque en términos prácticos, una vez él decidiera atacar e invadir la isla, su retaguardia quedaría expuesta a las tentaciones independentistas de Rusia y todos los reinos que eventualmente se sumaran al desacato.
Aparte del tamaño de su ego, equiparable al de su rival, el zar tenía una poderosa razón de estado para desobedecer: a raíz del decreto napoleónico, su economía, de hecho bastante golpeada tras varios años de guerra contra la Francia imperial, estaba postrada hasta el punto del colapso definitivo. El intercambio comercial con Inglaterra era tan vital para Rusia, que para el zar resultaba suicida prescindir del mismo.
Durante el primer semestre de 1812 el estado mayor de Napoleón preparó la que sería la expedición de castigo más avasallante que presenciara Europa desde los tiempos de Roma. Las águilas francesas impartirían a los rusos una lección igual de contundente a la que las legiones romanas habían dado a las tribus del límite oriental del imperio. En una carta que pretendía persuadir al zar para que se sumara al bloqueo aliado, Bonaparte argumentaba diciéndole que sus preparativos militares “...harán que su majestad refuerce los suyos propios. Y cuando las noticias de esas acciones lleguen a mí, me veré obligado a desplegar más tropas. ¡Y todo eso por nada!”.
Sin embargo, en lugar de doblegarse ante la diplomática amenaza, Alejandro y su estratega estrella, el mariscal Kutuzov, concentraron gran cantidad de tropas en la frontera. Indignado, Napoleón llamó al embajador ruso en París para mandar un último mensaje: “¿Qué significa ese despliegue de tropas? ¿Qué espera Rusia de mí? ¿Acaso ignora que es muy fácil empezar una guerra pero es muy difícil terminarla?”.
Durante los meses de infructuosos diálogos diplomáticos, el mando francés reclutó hombres procedentes de veinte naciones, muchas de las cuales se sumaron al gran ejército marchando bajo sus propias banderas, pero en su condición de aliados. El emperador tenía la esperanza de que el simple número —600.000 soldados y 50.000 caballos— sería suficientemente disuasivo y obligaría a reconsiderar a Alejandro, pero al ver que tal cosa no ocurría decidió avanzar y, desoyendo los consejos de algunos de sus oficiales más cercanos, cruzó el río Neimen, en la actual Lituania, entre finales de julio y principio de septiembre de 1812. Viendo pasar frente a sí la marea de hombres armados, se atrevió a profetizar que la guerra duraría a lo sumo veinte días. Ninguna fuerza sobre el planeta estaba en capacidad de oponérsele a semejante máquina bélica. “Conozco a Alejandro porque alguna vez tuve influencia sobre él”, dijo Napoleón. “Cambiará de parecer y, si no lo hace, dejemos que se cumpla el destino y Rusia colapse bajo mi odio por Inglaterra”.
El emperador partía del supuesto de que los rusos plantarían cara, pero tal cosa no ocurrió. En lugar de salirle al paso, el ejército de Kutuzov, con una inferioridad de dos a uno, se replegó cada vez más hacia el interior del vasto territorio, mientras los jinetes cosacos hostigaban los flancos y la retaguardia aliada. Las tácticas de avance rápido y concentración de fuerzas, que tantos réditos le había reportado a Bonaparte en el pasado, no funcionaba en Rusia porque no existía una red de caminos como la del resto de Europa. Mientras sus hombres avanzaban a marchas forzadas, los carros de suministros lo hacían a una velocidad mucho más lenta, razón por la cual la línea de abastecimiento se fue alargando y adelgazando cada vez más.
Adicionalmente, a medida que se retiraban los rusos arreaban consigo los rebaños de ganado y quemaban los campos y las cosechas, de modo que un ejército acostumbrado a vivir de lo que encontraba a su paso dependía ahora solo de lo que le llegara desde la retaguardia. El hambre y la sed empezaron a hacer estragos en la Grande Armée, con lo que la disciplina se fue al traste y la desmoralización cundió. Las deserciones —5.000 cada día— y los motines en busca de comida eran habituales, y a ese factor se sumó una epidemia de tifoidea originada en plagas de pulgas y piojos. Debilitados por la falta de comida y en el límite de su resistencia, los soldados acampaban en lugares donde previamente otros habían dormido y contaminado las fuentes de agua con sus heces. La diarrea y la disentería se sumaron a los anteriores males con tal fuerza que cerca de 100.000 soldados murieron o quedaron inhabilitados para combatir antes de que el mariscal Kutuzov se decidiera a esperarlos a pie firme cerca de una aldea llamada Borodino.
Siguiendo una tradición rusa según la cual se debe morir con ropa interior limpia, los soldados del zar se encomendaron a Dios mientras se vestían con calzoncillos y camisetas blancas recién lavados. El estruendoso y sangriento choque cobró cerca de 100.000 bajas entre ambos bandos y los aliados quedaron dueños del campo, mientras los rusos continuaban su retirada en buen orden, pero para Napoleón constituyó una victoria pírrica porque al entrar en Moscú sus bajas ascendían a 200.000 hombres entre muertos, heridos y enfermos.
El emperador tomó posesión de la desierta ciudad, bajo el supuesto de que Alejandro se haría presente para firmar el armisticio, pero esa noche Moscú, conformada en su mayoría por construcciones de madera, empezó a arder en incendios iniciados por las guerrillas rusas. El propio Napoleón describiría después el hecho: “Eran montañas de rojas y constantes llamas, como inmensas olas de un mar. Fue el más grande, el más sublime, el más aterrador espectáculo que el mundo nunca presenció”.


En medio de las ascuas, sin posibilidad de conseguir dónde guarecer a su gente, esperó una, dos, tres semanas y casi un mes, sin el resultado esperado. Nadie se presentó a reconocer su victoria. El frío apretaba y no tuvo más remedio que ordenar la retirada hacia el occidente para salir de aquella trampa en medio de las primeras nieves del invierno, que también cobraron un altísimo precio en términos de vidas.
En algún momento de la retirada el sol volvió a brillar y el hielo se derritió, pero los que antes eran caminos de nieve se convirtieron en lodazales aún más difíciles de sortear, y cuando parecía que ya no podía ocurrirles nada peor, el frío volvió a apretar y la nieve regresó congelándoles los cuerpos y, peor aún, la voluntad de supervivencia. Recientes exámenes de ADN a unos esqueletos hallados cerca de Vilna, Lituania, confirman que en esa fase de la retirada los microbios transmitidos por las pulgas tomaron casi tantas vidas como el frío y los ataques de los cosacos.
Aún se discute la cifra, pero buena parte de los historiadores calcula que solo sobrevivieron unos 30.000 soldados al que aún se considera el más grande desastre militar vivido por el mundo.


Extraído de: www.Elespectador.com





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