viernes, 10 de mayo de 2013


Hablando de bueyes perdidos

Breve historia de dos hombres que son miles

                 

                                                                                                           Ángel Juárez Masares




El hombre levantó la vista de su pocillo de café y miró sin ver a través de la ventana. Desde la calle llegaba el ruido de los motores de los ómnibus que se imponían sobre todo lo demás, y la gente pasaba en todas direcciones ensimismada en sus asuntos y preocupaciones. Era la ciudad. Ese organismo vivo inventado por la necesidad de los hombres de vivir juntos pero que había salido mal, pues en lugar de unirlos los había separado.
Nos habíamos conocido muchos años antes, cuando ambos éramos jóvenes y estábamos seguros que podríamos cambiar el mundo. Desde entonces había pasado –no solo mucha agua bajo los puentes- sino demasiada sangre sobre las calles.
Al hombre lo habían puesto al pié de la escalerilla de un avión con apenas un bolso azul con una campera comprada en un tienda de ropa usada y un par de “jeans” de la misma procedencia. Recordaba la sensación  que le produjo sentir sus tripas vacías pegárseles a la espalda cuando la máquina se elevó del suelo, y el miedo de que al final de aquel viaje no hubiera nadie esperándolo.
Hoy estaba nuevamente en ese bar donde tantas noches había amanecido jugando al truco de seis “por la chica”, o charlando de política con los amigos. Poco había cambiado desde entonces. El antiguo “mostrador” de madera estaba en el mismo lugar, los estantes con botellas encima de aquella vieja “Ferrosmalt” de seis puertas que aún funcionaba resistiendo tenaz y tozudamente el paso de los años, y las mesas y sillas exactamente en la misma ubicación.
“El viejo Matías duerme en cualquier parte”…cantaba Víctor Heredia desde la radio, y el hombre recordó que era jueves y que tenía pago el cuarto de pensión hasta el sábado, lo que quizá lo transformara en otro viejo Matías pues su dinero no alcanzaba para pagar otra quincena.
Faltaban quince minutos para la hora pactada cuando llegó el Amigo. A pesar de los casi quince años transcurridos desde la última vez que se vieron -precisamente al pié de la escalerilla del avión- se reconocieron al instante. Algunas canas mas, otras arrugas mapeando el rostro, algu
na opacidad en la mirada. Nada que no se pudiera comprender.
Hubo solo un apretón de manos antes sentarse frente a frente, ninguna otra manifestación exterior por el encuentro.
Hablaron de todo y entreverado, pasaron sin transición de un tema a otro hasta que la mañana avanzó y el sol se posicionó sobre los mundos dibujados por los vasos en la tabla sucia de la mesa. Como quien habla de bueyes perdidos intentaron ponerse al día, aún sabiendo la imposibilidad de tal circunstancia.
-A veces no se qué hubiera sido mejor –dijo el hombre en un momento de la charla- si quedarme a compartir la cárcel con los compañeros o irme a sobrevivir en la cárcel del exilio. Tampoco estoy seguro si ahora mismo estoy en libertad, son demasiadas las condicionantes que la sociedad impone para saberlo-
-Deberás encontrar fuerzas para volver a empezar –dijo el amigo, lamentando no haber encontrado una frase menos gastada- tal vez regresando al pueblo donde naciste, como para armarte una historia nueva. Muchos de nosotros lo hicimos, unas veces funcionó, y otras por lo menos nos sirvió de pretexto-
-Puede ser- dijo el hombre, tal vez solo para no contradecir a su camarada.
EL hombre repasó por quinta vez el mismo vaso mientras desde atrás del mostrador veía charlar a los amigos. Los conocía desde que aún no estaba a cargo del negocio de su padre, fallecido una noche allí mismo a causa de un infarto fulminante, y algunas noches había sido uno de los seis de las truqueadas de los sábados.

De cualquier manera nadie espere un final para esta historia porque no lo tiene. Podríamos continuar escribiendo sobre esos hombres que conversan sentados a la mesa pegada al ventanal. No sería difícil inventarles un final feliz o armarles un epílogo dramático. Mas aún, en realidad debo confesar (como diría el Escriba Medieval), que esos hombres en realidad no existen como tales, son dos y son miles, son la historia resumida, corregida, y aumentada de tantos que fueron condenados por creer que una sociedad mas justa era posible, y que hoy arrastran la condena de sus convicciones enredadas en la decepción, guardadas en el archivo del anonimato, pisoteadas por la mezquindad humana, pero sobre todo ignoradas por quienes deberían contarle a los mas jóvenes esa otra “Historia Nacional” que América Latina comenzó a escribir a partir de los 60´ (solo por tomar un punto de partida).
Por eso cada tanto se nos ocurre hablar de bueyes perdidos, aún cuando siempre son historias reales. Incluso ésta, cuyos protagonistas confesamos que no tienen nombre, que jamás estuvieron en ese bar, ni en esa ciudad mañana alguna, pero que sí existen. Que nadie lo dude.

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