Dos
textos inéditos de Cortázar
Pienso que ustedes saben que los juegos combinados del
azar y de la genética me hicieron nacer en Bélgica, aquí mismo en Bruselas y
más precisamente en Ixelles, un día de agosto de triste memoria en que los
ejércitos del Kaiser aplastaban la resistencia del ejército belga y se
apoderaban del país sin que yo naturalmente tuviera idea de lo que sucedía en
torno de mí. Me emociona recordarlo esta noche porque si bien la noción de
patria en su sentido más usual me es bastante ajena, en cambio me creo
profundamente sensible a la noción de país como depositario, creador y
continuador de una idiosincrasia y una cultura propias, y mi oficio de escritor
le debe mucho a una Bélgica en la que ciertos aspectos de su literatura y de
sus artes responden a mi vocación natural, que es la de lo fantástico como
exploración de la realidad, no para escapar de ésta sino para avanzar en el
conocimiento de sus posibles parámetros, para enriquecerla como la cultura
belga la ha enriquecido, transgrediéndola y forzándola desde tanta pintura,
tanta poesía y tanta narrativa. Yo era muy joven cuando conocí la obra de un
Magritte, cuando entré en el mundo demoníaco de Ghelderode, leí a los surrealistas
de este país y me asomé al mundo obsesionado de Paul Delvaux, para no citar más
que a unas pocas figuras de proa. Y eso, allá en mi Buenos Aires tan remoto
respecto de Bélgica, no hizo más que confirmarme en la seguridad de que las
cosas suelen no ser lo que parecen, y ayudarme a buscar mi camino propio bajo
la luz de esos fanales que me acompañaron siempre.
Texto inédito e inconcluso de la charla que Cortázar
debía dar en Bruselas a finales de 1983 y no pudo celebrarse
Antepasados
Ayer vi desde lejos a dos antepasados. Iban a poca
distancia uno de otro, con las palpas rozando el suelo, y cuando entre las
fibras se les enredaba alguna colilla, se sacudían bruscamente y parecían
consultarse furtivamente antes de reanudar la marcha.
En estos tiempos he visto muchos antepasados en la
ciudad. La gente no los mira, quizá porque no se dé cuenta de que son
antepasados. En el café de Bob hay siempre uno al caer la noche; bebe un vasito
de mirabelle y antes de pagar lame el fondo del vaso y lo pone boca abajo sobre
el mostrador. Pero los peores son los que compran carne; ésos me dan asco y
quisiera intervenir o decirles algo, porque entran en parejas en la carnicería
del pasaje Stürtz y toquetean largamente la nalga, el peceto, la falda, el
vacío, la chiquizuela, las achuras y hasta el montoncito de huesos con carne
que hay siempre en un canasto de mimbre y que sólo los perros esperan. Cuando
al final compran algo se tiene la impresión de que no les importa, que es para
disimular; en realidad han ido a manosear la carne, a darla vuelta, a
consultarse con guiños y codazos.
No me gusta verlos en ninguna parte, quisiera que los
echaran, pero nadie parece darse cuenta. Yo sí, cada vez, quizá porque soy
también un antepasado y tengo las palpas llenas de escupidas y papeles sucios
que se me pegan en la calle. (Texto inédito)
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