El cataclismo
nuclear de Hiroshima narrado por un sobreviviente
Shinji
Mikamo sobrevivió a la bomba atómica del 6 de de agosto de 1945; tras una larga
odisea, logró recuperar el reloj de su padre, detenido justo al momento de la
explosión.
Cuando
la familia se bañaba junta, a la manera japonesa, a Akiko Mikamo, la hija de
Shinji, nunca se le ocurrió preguntar por la oreja que le faltaba a su padre o
por las cicatrices en los cuerpos de sus padres. "No pensaba en eso",
dice. "Era algo muy natural".
Su
madre nunca habló acerca de la bomba. Como cualquier mujer tradicional
japonesa, ella "aprendió a tragarse su dolor para no ser una carga para
los demás". Pero Akiko creció escuchando las historias de su padre sobre
aquel día, historias que ella ha recogido en un libro.
Por
encima de todo, él siempre le enseñó que odiar era algo malo.
"Los
estadounidenses no tienen la culpa, la guerra tiene la culpa. La falta de
voluntad de la gente para comprender a aquellos que tienen valores diferentes,
eso es lo que tiene la culpa".
El
piloto del Enola Gay, el bombardero estadounidense que arrojó la bomba sobre
Hiroshima, sólo estaba siguiendo órdenes -señalaba-. Y en el proceso estaba
arriesgando su propia vida.
UNA GIGANTESCA BOLA
DE FUEGO
Los
veranos en Hiroshima era sofocantes y la mañana del 6 de agosto de 1945 no fue
diferente de cualquier otra: calurosa y húmeda. Shinji Mikamo se había tomado
el día libre de su trabajo como aprendiz de electricista en el ejército para
ayudar a su padre a recoger las cosas de su casa, que estaba cerca de ser
demolida.
Meses
de ataques aéreos habían causado incendios devastadores en varias ciudades de
Japón, por lo que el gobierno había decidido crear cortafuegos. La casa de los
Mikamo fue una de las afectadas por la decisión. "Esto no tiene
sentido", gruñó el padre de Shinji, Fukuichi.
Pero
las órdenes eran las órdenes.
La
madre de Shinji, Nami, quien se hallaba gravemente enferma, había sido enviada
al campo y su hermano mayor, Takaji, estaba combatiendo en Filipinas. De modo
que Shinji, de 19 años, y su padre estaban viviendo solos en la ciudad. En poco
tiempo, Shinji culminaría su entrenamiento y se uniría al ejército, así que lo
más probable es que él también se iría lejos.
Padre
e hijo se pusieron a trabajar tras el desayuno típico en tiempos de guerra:
mijo y semillas de avena.
Fukuichi
miró el reloj de bolsillo que siempre cargaba consigo, un reloj redondo que
encajaba perfectamente en la palma de su mano, la cubierta de plata desgastada
por el uso. Eran las 7:45 de la mañana. Shinji se subió a la azotea para quitar
las tejas de barro. Unos vecinos les habían ofrecido una habitación, pero no
había baño. Necesitaban las tejas para hacer el techo de un cobertizo.
No
había una sola nube en el cielo. Desde su punto de vista, Shinji le echó una
mirada a la ciudad resplandeciente. Abajo, en el patio, Fukuichi le dijo a su
hijo que no se durmiera. Shinji recuerda que cerca de las 8:15, él levantó su
brazo izquierdo para secar el sudor en su frente, cuando repentinamente un
destello cegador cubrió todo el cielo.
"De
repente tenía frente a mí una gigantesca bola de fuego. Era al menos cinco
veces más grande y 10 veces más brillante que el Sol. Venía directamente hacia
mí, una poderosa llama de un notable color amarillo pálido, casi de color
blanco".
"El
ruido ensordecedor vino después. Estaba envuelto por el trueno más fuerte que
jamás había escuchado. Era el sonido del universo en explosión. En ese instante
sentí un dolor punzante que se extendió por todo mi cuerpo. Fue como si un
balde de agua hirviendo hubiese sido arrojado sobre mi cuerpo y fregado mi piel".
Shinji
fue arrojado a las tinieblas, enterrado bajo la casa como estaba. Reconoció la
voz de su padre, que lo llamaba, cada vez más cerca. A pesar de tener 63 años,
Fukuichi era un hombre fuerte y sacó a su hijo de entre los escombros y apagó
las llamas en su cuerpo. El torso y el lado derecho del cuerpo de Shinji
estaban totalmente quemados.
"Mi
piel colgaba de mi cuerpo en pedazos como harapos", dice. La carne cruda
por debajo era un extraño color amarillo, como la superficie del pastel dulce
que su madre solía preparar.
TRAS EL APOCALIPSIS
"Mi
padre y yo nos vimos el uno al otro", dice Shinji. La ciudad a su
alrededor había desaparecido, reducida a cenizas y escombros. Shinji no podía
entender lo que había sucedido. ¿Había estallado el Sol?
Su
padre ensayó una explicación. "Demolieron todas las casas por nosotros.
Supongo que nos ahorramos un poco de trabajo". Lo dijo y soltó una
risotada gutural.
Sin
embargo, no había tiempo para ponerse a conversar. La ciudad, ya en ruinas, se
estaba incendiando y tuvieron que buscar refugio. Shinji y Fukuichi se
encaminaron por el extraño paisaje post-nuclear hasta el río.
Allí
vieron pasar los cuerpos flotando boca abajo. Y pronto se produjo otro fenómeno
extraño y aterrador. Los numerosos incendios en la ciudad habían generado
vientos tan fuertes como los de una tormenta, los cuales, ahora se combinaban
en un tornado -"un monstruo oscuro", recuerda Shinji- que succionaba
todo a su paso. El tornado levantaba y lanzaba partes de casas derrumbadas,
muebles, incluso el agua del río. Mie
ntras se aproximaba, las personas se
aferraban a lo que podían.
Este
nuevo mundo era difícil de entender, pero una vez que el fuego y el tornado se
apaciguraron, Shinji y su padre cruzaron un puente en busca de refugio. La
caminata era una agonía, no sólo por su carne quemada, sino por la enorme
cantidad de cadáveres y moribundos que hallaban a su paso.
"Mis
pies estaban carbonizados y torpes. Con cada paso o algo así, yo tropezaba sin
querer un brazo o una pierna y oía a la persona quejarse de dolor. Me sentí
como un buitre... cruzar ese puente, dejando atrás a todos esos heridos que
iban a morir", recuerda Shinji.
"Lentamente,
con mi corazón rompiéndose en innumerables pedazos, seguí delante. Hice todo lo
posible por seguir exactamente los pasos de mi padre, deseando -y creyendo- que
él conociera la ruta hacia nuestra salvación".
La
bomba había arrasado con Hiroshima. De sus 45 hospitales sólo tres seguían
operativos. No había ayuda. Ninguna medicina. Ningún alivio del dolor. Shinji
se hallaba a poco más de un kilómetro del epicentro de la explosión.
Él
atribuye su supervivencia a la fortaleza de su padre. Cada vez que él quería
renunciar, Fukuichi lo regañaba. "No sucumbas a la debilidad tan
fácilmente", le dijo. "Ya hemos pasado lo peor."
Apenas
tenía piel para proteger su cuerpo, con cada paso un poco de la carne de Shinji
se desgarraba. En los momentos en que estaban demasiado débiles para caminar,
él y su padre se arrastraban. Les tomó horas recorrer distancias cortas. Shinji
le suplicó a su padre que lo dejara morir.
Pero
Fukuichi le dijo con resolución: ¿Te quieres morir? No digas eso con tanta ligereza.
En tanto que permanezcas vivo, te recuperarás algún día. Ese día llegará. Sólo
aguanta un poco".
ESTAMOS EN EL
INFIERNO
Hasta
que tuvieron un golpe de suerte. De regreso a la zona donde habían vivido, los
reconoció Teruo, un amigo de Shinji y su compañero como aprendiz en el
ejército. Siendo un civil empleado por el ejército, Shinji tenía algunos
privilegios. Teruo pudo mover algunos para lograr que lo evacuaran para el
tratamiento.
El
9 de agosto, tres días después de la bomba, Shinji y su padre estaban en el
suelo de una escuela en un pueblo a las afueras de la ciudad, junto con decenas
de heridos graves. En ese momento los pensamientos de Shinji se ubicaron en un
incidente perturbador ocurrido el día anterior. Mientras él y su padre caminaban
desde el Santuario de Toshogu, dos soldados le salieron al paso y les dijeron
que regresaran por donde venían. Cuando Fukuichi protestó, uno de los soldados
le escupió en la cara y le dijo que se fuera al infierno.
En
una sociedad en la que los ancianos son venerados, este hecho fue profundamente
chocante. Sin embargo Fukuichi contuvo la ira y se alejó: seguir con vida era
lo más importante.
Les
tomó horas hacer el camino de vuelta por una pendiente recubierta de arbustos
espinosos y los restos astillados de madera. Shinji maldijo a los soldados con
cada doloroso paso que daba.
Shinji
no podía entender por qué los soldados pudieron tratarlos de esa manera.
Consumido por la ira y el odio, se volvió hacia su padre em busca de una
explicación. "Son demonios, ¿no?", preguntó. "Son malos. Tal vez
incluso peor que los bombarderos estadounidenses".
Fukuichi
respondió con calma: "Ahora mismo estamos en el infierno. No es de
extrañar que veamos demonios".
El
padre le habló a su hijo de los ángeles que habían hallado: el vecino que les
había hecho la sopa, Teruo y su intervención decisiva, los habitantes del
pueblo que estaban atendiendo a los heridos. Shinji se vio obligado a aceptar
que la bondad todavía existía. Se durmió esa noche con lágrimas de alivio en los
ojos, imaginando la cara de Buda.
Dos
días después, los soldados llegaron para llevarse a Shinji a un hospital de
campaña. Padre e hijo habían sobrevivido durante cinco días, vagando juntos por
la Hiroshima postapocalítica, pero ahora tenían que separarse. La mirada
inquebrantable de Fukuichi siguió a su hijo mientras lo conducían a un camión
del ejército.
Cuando
Shinji llegó al hospital, las heridas en su pierna estaban seriamente
infectadas y requerían drenar el pus y los gusanos.
Una
mañana, una voluntaria del hospital lo vio haciendo una mueca de dolor y le
prometió que le traería algunas almohadas de casa.
La
esperanza que le dio la promesa pronto se convirtió en rabia y desesperación,
pues él pasó todo el día esperando por ella. "Odié a esa mujer que me
había traicionado tan cruelmente", recuerda. Pero ella volvió, tarde en la
noche, con las almohadas prometidas. Se había retrasado inevitablemente.
"En el momento en que la vi, mi enojo se transformó en vergüenza. ¿Cómo
pude haber tenido tanto odio en mis pensamientos?".
Aquello
fue un punto de inflexión.
Él
tomó la determinación de no cometer el mismo error otra vez. "Ella era un
ángel que había vuelto a rescatarme de mi peor dolor", dice. "También
fue un ángel que me rescató de las profundidades de mi propia ira".
Una
mañana, al despertar, Shinji se halló con un espectáculo inusual: los soldados
en el hospital ya no llevaban sus espadas. Era el 16 de agosto, una semana
después de que una segunda bomba atómica fue lanzada sobre Nagasaki. Japón se
había rendido el 14 de agosto. La guerra había terminado.
FRAGMENTOS DEL
PASADO
Shinji
fue dado de alta del hospital en octubre de 1945. Un mes antes se las había
arreglado para enviarle una postal a su madre en la que le decía que estaba
vivo. Y fue en busca de su padre. Se halló con las ruinas de su antigua casa, a
la que identificó gracias a los patrones distintivos en los destrozadas cuencos
de arroz de la familia.
Moviéndose
entre los restos carbonizados, hizo un descubrimiento: un disco redondo
familiar, cubierto de polvo y hollín.
Ahí
estaba el reloj de su padre, entre los escombros. El vidrio se había volado, lo
mismo que las manecillas. El metal estaba oxidado y quemado. "El
inimaginable e intenso calor de varios miles de grados producido por la
explosión había fundido el reflejo de las manecillas en la cara del reloj,
dejando marcas distintivas de dónde se encontraban en el momento de la
explosión. Esto fue suficiente para ver claramente el momento exacto que el
reloj se detuvo".
Ocurrió
a las 8:15 de la mañana.
Sujetando
el reloj en sus manos, Shinji tuvo la repentina sensación de que no volvería a
ver a su padre. Ese pensamiento lo golpeó "como otra explosión
atómica", dice. Parado sobre las ruinas de su casa, vistiendo ropa de otra
persona, pensó en las hermosas fotografías tomadas por su padre, un fotógrafo
profesional. Ahora eran cenizas bajo sus pies.
El
reloj era su único vínculo con una familia que había sido aniquilada. Aunque él
no lo sabía aun, su madre Nami había muerto pocos días después de recibir su
tarjeta postal. Y su hermano Takaji había muerto en acción en Filipinas.
¿Qué
pasó con su padre? Él nunca pudo saberlo.
Como
un huérfano de guerra, Shinji luchó por sobrevivir y hacerse de un lugar en la
sociedad. En el Japón de entonces, "la armonía y las conexiones familiares
eran todo", dice su hija, Akiko. Un hombre sin familia no era mejor que un
criminal. Así que cuando él pidió permiso para casarse con Miyoko, la hermana
de un amigo de la infancia, el padre de ella dijo que no. La pareja se vio
obligada a fugarse.
Su
primera hija, Sanae, nació tres años después de la bomba. Saludable al
principio, contrajo polio y encefalitis. Luego tuvieron su segunda hija, Akiko,
en 1961. Y tres años después una tercera, Keiko.
El
reloj se mantuvo como la única reliquia de la familia de Shinji. El sentía que
el objeto contenía una parte del alma de su padre. Y, sin embargo, en 1949,
cuando Hiroshima fue designada oficialmente como Ciudad de la Paz
internacional, decidió donarlo al Monumento de la Paz.
"Quería
que el reloj y el nombre de mi padre fueran ampliamente vistos y conocidos como
un recordatorio de la destrucción y del heroísmo que fueron mostrados aquel
fatídico día de agosto".
RELIQUIA ROBADA
En
1985, el reloj fue enviado a Nueva York, para formar parte de una exhibición
permanente en la sede de las Naciones Unidas.
Y
durante años, para Shinji fue un enorme placer y orgullo el saber que el reljo
servía para contar la historia de Hiroshima a los visitantes del museo.
En
1898, cuando Akiko viajó a Estados Unidos para estudiar Psicología, lo primero
que quiso hacer fue ver el reloj de su abuelo. Para su sorpresa, el estuche que
contenía el objeto estaba vacío.
El
reloj había sido robado.
Llena
de rabia, Akiko llamó a su padre en Japón para contarle la terrible noticia. Lo
primero que Shinji hizo fue repetir su mantra, lo que había aprendido durante
su supervivencia.
"Akiko,
no los odies", le dijo. "Es fácil culpar a alguien cuando se sufre
una pérdida significativa".
Vibeke
Venema
BBC.
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