DOS GENIOS DE LA PINTURA ARGENTINA EN UN PROYECTO
EXTRAORDINARIO
A
los 85 años, Carlos Alonso y Guillermo Roux, dos de las máximas figuras de la
pintura argentina, emprendieron la aventura de trabajar juntos. Salvaron
diferencias estéticas, ideológicas y geográficas para crear más de veinte
cuadros en común.
Carlos Alonso llena los vasos de grapa y ofrece un zarandeo de
almendras que él mismo tostó, con aceite de oliva, en el santiamén que permite
evitar que se pasen. El sabor aguardentoso y salado se mezcla con el sonido de
benteveos y zorzales, reyes del aire serrano. Guillermo Roux, el invitado, mira con admiración un retrato de
Lino Spilimbergo tomado en 1937 por la fotógrafa alemana Grete Stern. Hay
tardes que merecen ser eternas, como ésta gris en Unquillo, donde dos potencias
de la pintura argentina se saludan.
Es el momento cumbre de una
aventura que lleva dos años, en la que Alonso y Roux decidieron trabajar
juntos, combinar miradas y volcar en cada tela 140 años de experiencia entre
los dos, un récord mundial. Es que
ambos empezaron a pintar a los 15 años y acaban de cumplir 85, la edad en que
los desafíos tienen gusto a travesura.
-Imaginamos un mural, que nunca hicimos, y luego surgió
esta posibilidad -evoca Alonso.
-Se me ocurrió que podíamos compartir el papel, el mismo
espacio -acompaña Roux, mientras ambos se acomodan en dos sillas de paja que
parecen recortadas de un cuadro de Van Gogh.
Con el plan acordado, había que resolver dificultades: la
distancia física, la yuxtaposición de estilos, la confluencia de egos, el
alboroto de las dos biografías.
En línea recta, el estudio cordobés de Alonso queda a 755 kilómetros del refugio porteño
de Roux. Los Da Vinci de la era moderna no han inventado aún un
caballete tan largo, así que Alonso y Roux resolvieron mandarse los cuadros por
tierra. La mitad de la pintura salía despachada, con la otra mitad en blanco, y
el destinatario le ponía las frutillas, la crema, los trazos finales.
Para eso necesitaban un mensajero discreto y lo
encontraron en el educador Horacio Sanguinetti, quien fue rector del Colegio
Nacional Buenos Aires, dirigió el Teatro Colón y es miembro de la Real Academia
Española. Curioso el destino: a un amante de las palabras, la buena música y el
mejor decir le asignaban ahora la responsabilidad de custodiar colores. Y así, a sus 79 años, Sanguinetti fue y vino
por la ruta 9 con un tesoro en el baúl.
Las primeras telas se poblaron de objetos de cocina,
retratos, autorretratos, pero sin que se estableciera la conexión entre los dos
pintores.
-Me mandaste unos dibujos donde habías tomado el 70 o el
80 por ciento de la página y me pareció que no era parte del pacto. Tenías que
usar el 50 por ciento o menos. Yo me quedé en el molde hasta que lo blanqueé.
La propuesta necesitó un acercamiento -recuerda Alonso.
-Cierto, el comienzo no fue sencillo. Incluso si sólo
ocupaba mi mitad, aquellos dibujos estaban cerrados, no le abrían la puerta a
un complemento ni invitaban a tu intervención -aceptó Roux.
Alonso decidió tomar la iniciativa y en una tela dibujó
apenas una mano. Ahí sobraba el lugar para la creación de Roux, mujeres
desnudas, alas de mariposa, pájaros tallados en madera. Empezó entonces un
nuevo diálogo, una sonata para piano a cuatro manos. Se fundían, ahora sí, dos
paletas hechas de distinta madera.
Los dos pintores nacieron en 1929, año en que apareció La
rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset, y Adiós a las armas, de Ernest
Hemingway, y cuando el conde alemán Hermann Keyserling, fundador de la Escuela
de la Sabiduría, definió a los argentinos como "personas
tristes". Alonso se afilió al Partido Comunista a los 16 años.
Prefería pintar vísceras a retratos perfumados. Ilustró el Quijote, la Divina
Comedia y el Martín Fierro. Por atropellos policiales contra tucumanos, participó
de la resistencia a través de un mural, que se denominó Villa Quinteros también
es América. La última dictadura lo empujó al destierro y, en 1977, le dejó una
herida perpetua: la desaparición de su hija Paloma. Alumbró series bajo el
terror. El hambre y la carnicería humana poblaron sus cuadros. Lo pusieron en
una lista negra, lo consideraban peligroso.
Volvió al país en 1981, cuando las patotas seguían
activas. Conoció a Aníbal Troilo y a Astor Piazzolla, retrató a Vittorio
Gassman, compartió exilio con Mercedes Sosa y fue amigo de Osvaldo Pugliese,
quien le dedicó un tango con un título sin metáfora: Al artista plástico Carlos
Alonso. En 1984, apenas volvió la democracia, presentó Manos Anónimas, su obra
más comprometida. Militares invaden una habitación, donde cuelga una media res,
a punta de fusil. Y su pincel es
denuncia.
Roux se ganó la vida con historietas, libros de bolsillo
y publicidades de electrodomésticos. En Estados Unidos, dibujó cowboys, ollas y
sartenes. Y en Argentina, pasó a tinta china dibujos del cacique Patoruzú,
hechos primero en lápiz por su creador, Dante Quinterno. En la edad
madura, su arte figurativo llegó a galerías de Londres, París, Munich y Nueva
York. Sus retratos fueron admirados y, en 1990, fue incorporado como miembro de
la Academia Nacional de Bellas Artes.En el 2000, hizo la escenografía de la
ópera Il Turco in Italia, de Rossini, para el Teatro Colón. Y siempre llamó a sus producciones
"trabajos", más que "obras maestras".
Pero esa profesionalización no le impidió acercarse de
grande a un andarivel frecuentado por Alonso, el de la pintura como expresión
ciudadana. Roux ya tenía 80 años cuando realizó el mural La Constitución guía
al pueblo, una marcha de obreros junto a una República joven, que decora la
Legislatura de Santa Fe.
-De jóvenes no nos dábamos bola -recuerda Alonso- pero fuimos conociéndonos. En los
‘60, leí un reportaje donde vos, Guillermo, decías que para pintar te alcanzaba
una manzana y yo no estaba de acuerdo. Nosotros estábamos en una batalla para integrarnos
a la sociedad. Yo quería militar, hacer ese paso completo de ser pintor y estar
comprometido con lo social, lo político y lo ideológico. Ahora estamos más
cerca con vos porque yo perdí todo eso. Vos seguiste haciendo lo tuyo y yo me
acerqué mucho más. Me despojé de
todas esas mochilas ideológicas, porque fracasaron en la sociedad,
porque se rompieron, porque las asesinaron y entonces eso ya no está más en mí.
Me llevó mucho tiempo curarme. Venirme a Unquillo hace 22 años fue para sanarme
de mi tragedia personal y de la tragedia del país. Afortunadamente, me quedó la
pintura. Ahora estamos iguales, Guillermo, para pintar, ahora me basta una
manzana.
Yo no tuve esa vocación
política, éramos de distinto palo. Pero
a nuestra edad hemos llegado a una concreción en lo individual, entonces
pudimos armonizar, limar diferencias, apaciguar personalismos y completar estos
20 dibujos. ¿Podemos ver los últimos? -pregunta Roux ansioso, expectante,
intrigado.
Y lo que viene es el instante más sensible de esta cumbre
pictórica, porque Alonso abrirá esa caja de madera de 60 centímetros por 80 que
aguarda en un rincón de su atelier, mostrará a Roux las mitades que desconoce y
esperará su reacción, sin saber si su acción en la tela será aceptado por su
compañero o abrirá una grieta.
Alonso apoya tres autorretratos de Roux, que de Buenos
Aires le habían llegado con fondo blanco. Ahora tienen un tornado amarillo
detrás, pinceles aferrados a una mano, un paisaje cordobés. Cada cuadro -como
sus autores a lo largo de siete décadas- ha sufrido una transformación. Lo
mismo pasa con la escena de un gato negro que ha enchastrado el suelo con sus
patas en carbonilla, con una cafetera y con un florero de Roux. De pronto, a
dos milongueros que bailaban en soledad les aparecen otras dos parejas en la
pista y un hombre aferrado a un bandoneón.
Los dibujos se han enriquecido. Ahora están al cobijo de
fondos sorprendentes, inesperados cuando la pintura comenzó.
-¡Son lindísimos! ¡Cómo ganó todo! Es un salto adelante
enorme, una novedad absoluta, me parece de una originalidad y de un estilo
notables. No hay una continuidad de estilos, pero el milagro es que se
combinan. ¡Estos sí que funcionan! -se fascina Roux, mientras Alonso saborea
otro vasito de grapa, de malbec orgánico.
-No te imaginabas esto, ¿no? ¿Viste cómo sorprende lo imprevisto? No se sabe bien adónde
empezó uno y adónde el otro. No hay una ruptura, sino que se produce algo
nuevo. Es una cosa mágica. Yo estoy muy feliz -acompaña Alonso.
-Es una demostración de que hay todo un mundo que se nos
abre. ¿Quedan chances de hacer ese mural que nos quedó pendiente? Es fantástico
esto, Carlos: ¡Entre los dos
inventamos otro pintor! -se emociona Roux.
Su entusiasmo conmueve hasta al ángel de yeso que adorna
la pared. Dos hombres de 85 años hablan de un sueño cumplido, pero también de
futuro. Y uno de ellos insinúa que deberían treparse otra vez a un andamio,
para dejar sus improntas a buena altura.
Hay una escalera de aluminio en el estudio de Alonso que
el anfitrión prefiere no subir. Le duele la rodilla, la espalda, el tiempo.
Recupera fuerzas cuando muestra a su socio las pinturas compartidas. No es el
bastón el que le envara, es la satisfacción de una conquista:
-Pasamos de una etapa de los palotes a consagrar una
forma que logró su esplendor. En la primera serie, Guillermo, los rostros
parecían los de una moneda. Pero después logramos salir de nuestros
repertorios, porque teníamos un punto de partida que no era el propio. Así, los
dibujos empezaron a tener un final inesperado. Y se produjo una revolución de
los contenidos.
Se miran los dos pintores que ahora son uno, como Jorge
Luis Borges y Adolfo Bioy Casares tramaron ser un único escritor, Honorio
Bustos Domecq, narrador inventado de relatos detectivescos. Alonso y Roux han
rechazado ser una pareja de nado sincronizado, donde los componentes calcan sus
movimientos, como si estuvieran en espejo. Son más bien una dupla de tenis, en
la que ambos intercambian roles y se cubren las espaldas. Roux se acuerda de
Carlos Gardel y José Razzano, que cantaron juntos durante 14 años, hasta que
Razzano se quedó sin voz.
La muestra de Alonso y Roux
abrirá el 27 de noviembre en la galería RO y
se llamará Mano a mano, como el tango de Celedonio Flores que en sus versos
finales dice: "Y mañana cuando seas descolado mueble viejo/y no tengas
esperanzas en tu pobre corazón,/si precisás una ayuda, si te hace falta un
consejo,/acordate de este amigo que ha de jugarse el pellejo/pa'ayudarte en lo
que pueda cuando llegue la ocasión".
Y la ocasión llegó para estos dos tipos audaces.
-Nos faltan cinco cuadros para completar la exposición,
Guillermo. Yo ya tengo mis cinco últimas "mitades" listas, ¿vos
llegás?
-Voy a ponerme a trabajar, Carlos, está bien que andamos
con bastón, pero reflejos todavía tenemos, ja, ja.
Teresa Echeverría y Franca Beer, las esposas, se suman a
las bromas. Cuenta Franca, la mujer de Roux, que la reunión casi fracasa por un
regalo que traían y que la policía aeroportuaria consideró
"sospechoso". Eran 12 fijadores para carbonilla Winsor & Newton,
un producto garantizado por la Corona británica. Fueron retenidos en el
aeroparque metropolitano y el avión no despegaba, hasta que un funcionario dejó
pasar la mitad del obsequio para Alonso: seis aerosoles.
Durante la espera, Roux desplegó sus lápices de colores
sobre una foto que mostraba un abrazo entre los dos papas, Francisco y
Benedicto XVI. En unos minutos, los pontífices tenían la cara de los dos
pintores.
-Tremendo, ni se nota tu intervención, ¡qué buenos
retratos! ¡Y yo sería Francisco! -se rió Alonso de la chanza.
-Sí, y yo soy el más chiquito, como Guillermo Tell.
Están en yunta dos espíritus afines. Sintonizan hasta la
autocrítica:
-A veces, algún retrato me sale bizco -se sincera Roux.
-Y a mí, por dibujar sentado, a menor distancia que
cuando lo hacía parado, algunos rostros se me distorsionan -comenta Alonso.
No es lo que sucede con sus últimos aportes a la causa
común. Como un mago, Alonso saca de la galera un autorretrato donde grita su
bronca, un florero, el rostro de sus seres queridos, Teresa y un nieto. Está su
esencia vital y la naturaleza muerta que le permite aproximarse a las formas
preferidas por su partenaire, que no tendrá problemas en ponerle sal y pimienta
al manjar.
A esta altura, afinan como los palestinos e israelíes que
conforman la orquesta de Barenboim. Se miran con el cariño que Pablo Picasso le
tenía al argentino Francisco Bernareggi, su entrañable compañero de estudios en
Madrid. Se reparten las últimas almendras y dan los últimos sorbos a la grapa.
Anochece en Unquillo. Bajo un techo de cañas, Alonso y
Roux conversan en un banco como el de las plazas. Miran esculturas de Lucio
Fontana. Se funden a negro las sierras que a la tarde fueron verdes. Y Alonso
tiene una anécdota más:
-Una vez vi un dibujo original que jamás salió publicado,
era un Picasso. Estaba él frente a Bernareggi, caballete contra caballete. Los
dos se estaban dibujando.
Fuente:
www.clarín.com.ar
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