EDITORIAL
Un problema llamado Artigas
Aldo Roque Difilippo
Porque seguir su ideario supone comprometernos, implicarnos en las decisiones y no rehuirlas. Y como si nos hubiera formado un maestro godo seguimos esperando que el Virrey nos diga qué debemos hacer, cuándo marchar, cuándo hablar y cuándo guardar silencio.
Homenajear el Bicentenario de la Revolución Oriental , más que exaltar sucesos supone reivindicar la figura de aquellos personajes que los forjaron. Supone ponerle rostro y vivencia a esa obra, contradictoria a veces, como toda construcción humana, y que merece ser expuesta lo más fielmente posible. Significa además asumir ciertas cosas y repensar otras, redimensionarlas para comprender su real magnitud y sus implicancias futuras.
En medio de todos los rostros, seguramente, surgirá uno que por su vitalidad y carisma, por su claridad de pensamiento y sobre todo por su coherencia, ha permanecido en el recuerdo popular durante estos 200 años: José Gervasio Artigas. Y quizá en esa imagen también radiquen nuestros problemas actuales –y si se quiere- los traumas culturales que nos acucian, porque Artigas supuso y supone un problema más que una solución. Lo fue para los españoles y porteños, pues su carisma arrollador hacía que los pueblos se levantaran a su paso y la revolución fuera casi un asunto inevitable.
Los españoles no supieron contrarrestarlo ni en el plano de las ideas ni la acción. ¿Cómo contra atacar a un general prácticamente sin Ejército regular, pero que a una sola orden suya mujeres, hombres, niños y ancianos abandonaban todo, literalmente, para seguirlo?
Para los porteños también fue un problema, porque estaban acostumbrados a decidir por los demás; a autoproclamarse los padres de la Patria , los preclaros regidores de los destinos de una nación, y era impensable admitir a un General sentado en una cabeza de vaca diciendo: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”.
Para los propios orientales Artigas también supuso un problema porque su discurso y su acción implican una contracción a la causa revolucionaria difícil de mantener. Porque después del éxodo y los diferentes combates; de esa descarnada lección de coherencia que fue el campamento de Purificación, después de todo -o en medio de todo- vino el reparto de tierras, y al que empuñó la lanza muchas veces no le pareció justo que la victoria en vez de sosiego y fortuna, obligara a tomar el arado y asumir nuevos sufrimientos y desvelos, al sol o sobre la escarcha.
Artigas también supone un problema para nosotros, que preferimos llamarnos uruguayos a orientales como él hubiera querido, y que convertimos este país en una República y no en una Liga Federal; que terminamos trazando caminos, carreteras, un sistema político y hasta social, de concepción porteña, macrocefálica, donde todo confluye en Montevideo. Donde las decisiones las toman unos pocos que algunas veces obran en su condición de representantes de muchos; pero que por lo general nunca consultan a quienes representan.
A diferencia de otros procesos revolucionarios, el nacido en la Banda Oriental surgió en el medio rural. De poblados y villas y no de la capital. De personajes sin linaje y con antecedentes cuasi delictivos, o directamente al margen de la legalidad: contrabandistas, matreros, libertos, indios, analfabetos de toda calaña que se preocuparon por hacer, más que por decir.
Artigas aglutinó esas conciencias por la convivencia que había tenido con el matreraje o la toldería, pero al desaparecer del escenario, se fue con él al ostracismo precisamente ése elemento. El aglutinante que les dio la unidad necesaria para combatir al enemigo.
En ese teatro de operaciones Artigas aparece como un adelantado a su tiempo, aunque quizá no lo sea, sino que así nos lo presentó la concepción europea de los historiadores que vinieron después. Que lo reivindicaron sin entender que en la toldería o en el fogón gaucho, “naides es más que naides” y que en esa fuente forjó su pensamiento y su concepción del mundo.
A 200 años de todo aquello, Artigas sigue siendo un problema para todos nosotros que nos extasiamos con sus ojos azules y su cabello apenas ondulado, y nos olvidamos de su coherencia entre verbo y acción. Nos olvidamos que sus mentores fueron negros y cobrizos más que los padres franciscanos.
Artigas sigue resultando un problema y no una solución, porque seguir su ideario supone comprometernos, implicarnos en las decisiones y no rehuirlas. Y como si nos hubiera formado un maestro godo seguimos esperando que el Virrey nos diga qué debemos hacer, cuándo marchar, cuándo hablar y cuándo guardar silencio.
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