Cuando el trabajo se transforma en una obsesión
Ángel Juárez Masares
La celebración del “Día de los trabajadores” promueve una vez más la revisión del estado de los asalariados que -desde los estrados levantados en todo lugar donde se reúnen- hacen oír su voz en reclamo de mejores remuneraciones, condiciones laborales, y reparto equitativo de las ganancias.
La fecha sería una buena oportunidad para recordar una vez más su génesis, remontándonos -por ejemplo- al Congreso Obrero Socialista celebrado en París en 1889, en una jornada de lucha reivindicativa y de homenaje a los Mártires de Chicago, los sindicalistas anarquistas ejecutados en Estados Unidos por su participación en los días de lucha por la consecución de la jornada laboral de ocho horas, que tuvieron su origen en la huelga iniciada el 1 de mayo de 1886 y su punto álgido tres días más tarde, el 4 de mayo, en la Revuelta de Haymarket.
Sin embargo hoy queremos centrar nuestra reflexión en el individuo y no en las masas, dando por sentado que todos conocemos los beneficios del trabajo, no sólo como elemento imprescindible para la participación en la economía de la sociedad, sino de los demás componentes que trae como valor agregado. La dignidad, la elevación de la autoestima, y la interacción social entre otros.
Quizá en este sentido sea oportuno lanzar una mirada a los postulados que dieron origen a las reivindicaciones, como la división del día en tres segmentos bien definidos: jornada laboral de ocho horas; ocho para la recreación y la cultura, y ocho para el descanso.
Sería obvio abundar en las razones que llevaron a la humanidad a perder paulatinamente la segmentación a que hacíamos referencia, pues esa situación está centrada básicamente en dos puntos: la inequidad en el reparto de la economía, y el consumismo.
La jornada laboral de ocho horas se perdió ante la necesidad de contar con más dinero para hacer frente al consumo, trayendo como lógica consecuencia la reducción del tiempo dedicado a la recreación y el descanso.
Sin embargo en los últimos tiempos, el trabajo como actividad ha llevado a que muchas veces las personas lo utilicen como sustituto de carencias personales que no pasan precisamente por la necesidad de obtener más dinero. No estamos poniendo en tela de juicio la dedicación o el gusto por la tarea que se realice, y quizá sea pertinente además dejar fuera de este sector de trabajo-dependientes a profesionales médicos, u otros cuya función tiene como cometido el cuidado de sus semejantes.
Sí creemos que no es bueno pensar que nuestra vida pasa por la actividad que desarrollemos, sobre todo cuando somos dependientes y de pronto una “reestructura” nos deja fuera de la Empresa –no sólo con el lógico problema económico que ello supone- sino con una carga de traumas que puede ser aún más difícil de superar.
A nadie escapa la dificultad de encontrar el justo equilibrio de las cosas. Enamorarnos perdidamente se convierte en un desajuste emocional de proporciones cuando ese estado nos impide ver que el otro “no nos pertenece”.
Adherir fanáticamente a una Institución deportiva puede llegar a hacernos ver a los rivales como enemigos y no como adversarios.
Trabajar compulsivamente puede anular nuestra individualidad al extremo de hacernos perder la capacidad de disfrutar la vida en plenitud. Convertirnos en “máquinas de producir”, es ir en desmedro del derecho a utilizar a nuestro libre albedrío las 16 horas del día por las que murieron otros trabajadores.
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