Relato de la celebración por los doscientos años de la proclama donde se declaró libre de la dominación morisca a la comarca
Angel Juárez Masares
Avanzaba la mañana y los aldeanos iban llegando a la plaza del pueblo, convocados a participar de una recordación en honor al lejano día en que Mio Cid decretó que la comarca estaba libre de moros (aunque si veinte años no es nada, doscientos tampoco son demasiados).
Al otro lado de la calle -que tenía nombre pero se lo habían cambiado tantas veces que ni el Abad se acordaba- la abadía apenas asomaba entre los árboles, pero el monje protestaba porque en otoño tenía que barrer las hojas que caían frente al templo (lo que no sabía el religioso es que doscientos años después otro monje planearía envenenar las palomas porque le cagaban el frente).
Reunida que estuvo la gente, los músicos de palacio comenzaron a interpretar cancioncillas tradicionales para deleite de los asistentes (aunque dicen que por ahí se les “coló” New York New York).
Poco más tarde llegaron los jovenzuelos aprendices de escribas con los estandartes comarcanos, empujándose y riendo pletóricos de alegría porque les iban a dar un presente para colgar en el cuello por su participación en la fiesta.
Sin embargo el escriba del Señor dijo que no, porque no habían anotado sus nombres en el bando oficial. Sumaba así el despistado escriba otra perlita a su largo collar de desaciertos. Recordemos que el último había sido el episodio del “juego de la silla” cuando la visita del Rey Joseph “El Feo”.
De todas maneras al escriba del Señor estos asuntillos lo tenían sin cuidado, ya que la Junta de Notables, con los Caballeros Rojos y Los Tenues incluidos, le habían asegurado el sustento (y algo más) por algunos años.
Y como no podía ser de otra manera los caballos del reino irrumpieron en una esquina de la plaza con algunos jinetes encima (porque de Caballeros pocos, como siempre ocurría en estos casos). Llegaron encabezados por Tito Tivio, el semi-noble que se ocupaba de ordenar el tránsito de carretas, y al cual el Señor Feudal debió descontarle unas monedas de su paga (que poca no sería) porque dirigió la columna por una calleja donde no se podía circular en ese sentido (a los aldeanos que lo hicieren los silbaren y multaren). Pero como estaban de fiesta, y además era costumbre en la comarca, ¡no pasó nada!
Calmados los ánimos y acallada la música, un aldeano –que representaba a Mio Cid- leyó con voz aguardentosa una copia del decreto (que sonó más a discurso del General Perón que a otra cosa), pero como estaba más cerca de la abadía que del lugar dónde el Héroe lo había hecho en realidad, es decir, del otro lado de la plaza, lo hizo ahí nomás en cualquier lado, total…era para el pueblo.
Finalmente todos celebraron batiendo palmas y los músicos de Palacio cerraron su actuación con una canción del Cataleño Pal Vecino (como si la comarca no tuviera trovadores propios) que no era ni Cataleño ni vecino porque era de otra región lejana que no tenía nada que ver.
Moraleja:
Si pretendéis que los jóvenes aldeanos sean mañana Caballeros de respeto, contadles las historias comarcanas como fueron, y no hagáis de ellas vil panfleto.
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