Apuntes sobre el cuento
Aldo Roque Difilippo
Teorizar sobre cómo, o bajo qué influjos se debe escribir un cuento, implica necesariamente poner en juego una serie de mecanismos, tanto para el narrador como para el destinatario de su relato.
En líneas generales, el cuento insume para el lector un poder concentración y de sintonía con el narrador, que no se da con la misma intensidad en la novela, la poesía, o el relato costumbrista.
En la novela, el lector podrá levantar la vista, mirar su entorno, y volver o no a la misma línea donde dejó la historia. Podrá, y de hecho lo hará, retomarla al día siguiente, ya que nadie puede ni tiene poder de concentración tal como para leer de un tirón doscientas o quinientas páginas, y pese a ello no perderá el hilo de la trama. Es más, podrá acortar su lectura –si lo desea- salteándose algunas páginas o capítulos, y no perderá la idea general de lo narrado.
En la poesía, el lector podrá no captar el concepto, o la idea central en su cabalidad, pero en el juego de palabras impuesto, seguramente quedará, aunque más no sea, una sensación, un color, o aroma reflejado por el poeta. En el relato costumbrista lo importante es la peripecia, el “qué” de la historia mas que el “por qué” se desencadenó. El narrador está más preocupado por relatar el hecho y despertar una sensación (ternura, melancolía, pánico, etc.) que por desentrañar su misterio
En el cuento, en los buenos cuentos, este aspecto pasa a segundo plano. El “por qué” cobra una importancia determinante sobre los demás aspectos, pero esa empatía entre lector y narrador, ese mecanismo sincronizado entre quien narra y el receptor del mensaje, tiene, necesariamente, que correr por los mismos andariveles. Un cuento bien logrado es aquel en el cual, narrador y lector comienzan el texto con la misma intensidad, en una curva ascendente que no se detiene hasta el punto final. Si el lector levanta la vista; si prefiere, consciente, o inconscientemente, dejar para mañana lo que necesariamente tiene que terminar hoy, algo falla; y más allá de la temática, estilo, u otros aderezos literarios, el que falló sin dudas fue el narrador.
Muchas veces, por carencia de técnica, algo que si el lector puede llegar a no advertir, pero en la mayoría de los casos se da por ausencia de esa necesaria tensión previa, de concentración pre-escritura, que terminará recubriendo el cuento de una corteza innecesaria y superflua.
EL TITIRITERO: Siguiendo los consejos de Quiroga, el cuentista no debería siquiera tocar el papel antes de saber QUÉ quiere decir, CÓMO lo va a decir, y CON QUÉ recursos dará su golpe de gracia al lector en el punto final; y del cual no podrá concebirse otra posibilidad.
En esa idea inicial radica la intensidad del cuento, que en definitiva será la que mantendrá atrapado al lector. Pero no hay tensión posible si el arco no ha sido templado previamente. Si el arquero no está parado correctamente, y si la flecha no está en su posición. Porque el cuento es la flecha en el blanco, con un recorrido exacto, sin derivaciones ni desvíos posibles.
El cuento antes de ser escrito ya tiene, necesariamente su final. Bien en la mente del narrador, bien en la de sus personajes, ya que un final en contraposición con los actores haría caer la posible ingeniería de argumentos que se pudieran esgrimir durante el discurso narrativo.
Al contrario de lo que comúnmente se presume, el cuentista no sale con sus personajes a buscar un final, aunque lo parezca, por las diferentes máscaras y artilugios utilizados.
La idea central de la narración parte precisamente del final, del remate de la historia, que es la que redondea el concepto, la intención, la premisa fundamental de lo que se busca reflejar. Y es ese final, ese golpe que puede o no estar en la última línea de la narración, lo que da sustento a toda la historia, que enmarca a los personajes dentro de un contexto social, cultural e histórico. Es que el cuento siempre es un es un relato concluido en la mente del cuentista antes que comience a escribirlo. De otra manera, si el cuentista saliera a buscar un posible final a la historia, todo quedaría sujeto a los posibles caminos que los personajes le marcaran, y ellos, aunque ficticios, por estar inmersos en ese contexto histórico, cultural, y geográfico, no tienen la perspectiva de conjunto que debe tener quien narra la historia. El actuará, como un titiritero, moviendo los hilos, haciendo creer que a la marioneta que puede bailar y moverse con total libertad; pero esa libertad siempre será acotada por el narrador, que es quien tiene la idea cabal del papel que juega cada uno de sus personajes.
La esfericidad del cuento es primordial. No puede concebirse otra posibilidad para una forma narrativa como el cuento, donde el principio y el fin se tocan hasta cerrar ese círculo perfecto que hace del lector un ser dominado por la única idea de llegar , padeciendo o gozando, hasta el punto final.
El novelista es un pescador que tira su línea a la espera de ese pez-lector, que puede ser pescado en cualquier momento, que puede resistirse, dejarse arrastrar, desengancharse y volverse a enganchar mientras dure la historia. Al cuentista no le está permitido ese lujo. Actúa como un carcelero perverso, y si en las primeras líneas el lector no se siente atrapado es porque está del otro lado de la reja. La actitud del cuentista es siempre perversa, inflexible. Un buen cuentista no dará opciones ni otorgará indulgencias a su ocasional víctima, y lo llevará por donde él quiera hasta que cumpla con la sentencia de leerlo todo de un tirón; y si es realmente bueno, le dejará el deseo masoquista de querer leer más. Piénsese en “La gallina degollada” de Quiroga, “La continuidad de los parques” de Cortázar, o “El viejo y el mar” de Hemingway; los brevísimos relatos de Borges, casi todos los cuentos de Mario Arregui, especialmente “El gato”, “La metamorfosis” de Kafka, o en “Rodríguez”, de Paco Espínola, por nombrar algunos de muy diferente estilo.
DECIR SIN DECIR: Usualmente cuando alguien nos pide que le contemos un cuento que ya hemos leído, nos apoyamos en la peripecia, en la trama tejida por el cuentista, y decimos: “el tipo hizo tal cosa, fue a tal lado, y le pasó tal otra”.
Comúnmente se piensa en el cuentista como un tipo que anda a la caza de historias, de peripecias para ser narradas con mayor o menor astucia, y que el objetivo de su trabajo es precisamente encontrar esas historias. En la primera etapa de un cuentista eso es verdad; cuando hace sus primeras armas literarias actúa de esa manera, apoyándose en sus personajes, pero en la medida que va ganando oficio, que aprende a decodificar los mecanismos armados por quienes lo precedieron, se da cuenta que la peripecia actúa simplemente de sustento. Un buen cuentista se apoya en la historia donde coloca sus personajes, y a partir de allí, desarrollará lo que mas le importa: el POR QUÉ pasó. Esa es la clave de su relato. El cuentista siempre tiene que estar mas preocupado por el POR QUÉ de la historia que por el QUE PASÓ, sin quiere dar a su relato un sentido más profundo que el narrar la peripecia del personaje.
Los buenos cuentistas se apoyan es eso porque es allí, precisamente, donde apunta su flecha que da en el blanco y provoca el efecto en el lector. Esto dará sustento a la peripecia vivida por los personajes, que su vez responderán a ese contexto histórico cultural en el que se encuentran inmersos. La idea central del cuentista deberá estar siempre enfocada en los POR QUÉ, mas que en la trama misma de la historia, donde aparecerán otras aristas que el cuentista dejará semi ocultas, disimuladas, a la espera de ser descubiertas, ya que en definitiva, la peripecia en el relato siempre actúa como el marco que la sustenta. El POR QUÉ apunta a la causa y no al efecto, es el motivo que generó el hecho, y no el hecho en sí.
Podría decirse que el cuentista utiliza la peripecia como una gran metáfora; es el elemento central que ubicará ala lector; y una vez atrapado, le contará de un tirón su historia.
1 comentario:
Excelente desde todo punto de vista. Y muy útil. Gracias!!
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