Ahora…seguís vos
Ángel Juárez Masares
Hace muchos años un hombre
muy joven quiso tener una casa pero no sabía cómo hacerla.
Entonces le pidió ayuda a
su padre, porque él se ganaba el sustento haciendo casas para los demás, y sí
sabía como hacerlas.
Fue así que los fines de
semana el hombre mayor desbrozó el terreno de maleza, cavó los cimientos y los
rellenó con piedra y cemento para que la casa tuviera una base sólida.
A veces el hombre llegaba
de su trabajo y pese al cansancio de la jornada, tomaba unos mates sentado bajo
un árbol, y luego trenzaba hierros, “tiraba” niveles, y “encofraba” vigas para
la casa de su hijo. Así hasta que la oscuridad llegaba, y palas y azadas iban a
parar a un tanque con agua hasta el día siguiente.
Varios fines de semana
pasaron hasta que el caos primigenio comenzó a tomar forma. En cada esquina de
la construcción el hombre colocó listones de madera perfectamente aplomados,
desde donde partían los hilos que harían de guía para comenzar a poner los
ladrillos que –a partir de allí- dejarían de ser piezas sueltas para
convertirse en paredes.
Y fue entonces que un
domingo, temprano en la mañana, el hombre hizo una montaña de arena y comenzó a
mezclarla con agua y cemento hasta convertirla en una pasta pesada y gris.
Tomó luego un balde vacío
y poniéndole dentro la cuchara de albañil, dijo:
-Acá tenés la mezcla. Ya
viste como se hace, ahí están los ladrillos. Ahora seguí vos-
Y se fue lentamente
buscando su tabaco en un bolsillo del
pantalón de tela azul.
El hombre joven nada dijo.
Se quedó allí, de pié y con el balde en la mano mirando aquella espalda hasta
que se perdió calle abajo. Luego llenó el balde y puso su primer ladrillo
cuidando que estuviera perfectamente alineado con el hilo que servía de guía.
Hoy el hombre que
construía casas para los demás no está, y el joven que puso aquel primer
ladrillo dejó de serlo hace años. La casa aún está firme sobre la tierra, y en
sus paredes quedaron los llantos y las risas de los niños, los domingos de
tallarines y los cumpleaños con globos, torta, y coca cola. También están en los ladrillos las lágrimas que forman
parte de la vida, mezcladas con las decepciones y los pequeños triunfos
cotidianos.
Sin embargo el hombre que
hoy no es joven aún recuerda las palabras del que ya no está.
-…ahora seguís vos-
Cuando eso ocurre, le
alcanza solo con cerrar los ojos un momento para sentir en la mano el peso de
aquel primer ladrillo, y se asombra, una y otra vez ante aquel gesto lleno de
profunda sabiduría.
¿Cómo supo el hombre que
sabía construir casas, que no debía que construir la de su hijo?
A más de cuarenta años de
aquel terreno lleno de pasto y cardos espinosos; aplastado por montones de arena que dejó caer
el reloj del tiempo, y con el cuerpo lleno de los moretones que deja la vida en
cada uno, el hombre que ya no es joven agradece. No lo hace ante la tumba del
otro, porque no recuerda dónde está, y no le importa. Lo hace haciendo. No
importa si a veces lo hace mal. Lo hará de nuevo hasta que le salga bien.
Todos los días el hombre
que ya no es joven se levanta y toma el balde vacío que su padre le puso en las
manos, porque al final del día debe estar lleno.
Al hombre que ya no es
joven no le gustan los discursos. Tampoco pretende ni desea que cuando se pone
a hablar de bueyes perdidos, alguien confunda sus divagues con ejemplos. Cada
uno hará de su vida lo que estime correcto, lo que sepa, o lo que pueda.
Bastante hipocresía ha visto ese hombre para pretender cambiar el mundo. En
todo caso: …ahora, seguís vos…-
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