Las más sutiles
relaciones
de las cosas
Julio Cortázar no pudo conocer a Felisberto Hernández,
algo que sin duda le hubiera gustado. Sentía
por Felisberto una gran afinidad
literaria, y parte del prestigio
internacional adquirido por el escritor compatriota, se debe
precisamente a las consideraciones de Cortázar. En 1980, 17 años después de la
muerte de Felisberto Hernández, Julio Cortázar le escribe una "carta"
que sería incluída en el prólogo de Novelas y Cuentos de la Biblioteca Ayacucho
(1985). En esta inusual misiva Cortázar
se lamenta de los desencuentros, al tiempo que aparecen algunos trozos
autobiográficos de su época de profesor de secundaria, cuando se recluía en las
piezas de pensiones de la provincia argentina, para escribir, escuchar sus
discos de jazz, o leer "a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de
tristeza provinciana".
Carta a Felisberto
"Felisberto, tú sabés" (no escribiré “tú
sabías”; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales, justa
manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y
relojes), tú sabés que los prólogos a las ediciones de obras completas o
antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las
disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer
cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino.
Descuento que esta edición de tus obras contará con los aportes críticos
necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo
que Antón Webern le decía a un discípulo: “Cuando tenga que dar una
conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música”. Aquí para
empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen
consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te
gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a
nuestra manera rioplatense.
Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil.
En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un
perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en
los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que
tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás
mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a
lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Gilardi
(Giraldi), en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc
mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si
nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la
ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como
hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar la menor
preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin
inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un
departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la
medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy,
era un joven profesor en la escuela normal, vegeté allí desde el 39 hasta el 44
y podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese
diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández,
como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la
simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi
nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a
los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la Pensión Varzilio.
Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a
Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores
desdichados y el último número de Sur: Vos tocaste con tu Terceto en eso que
llamás a secas “el club” y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy
detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político,
sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el póker y el
billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te
aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me
enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de
cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las
“actividades culturales”, los dirigentes accedían a un concierto o a una velada
presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban
apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos
tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que
les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los
dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos,
justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más
profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre
otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público con aire
cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y
concentración estética pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa
de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un
vulgar pot-pourri en el que se mezclaban el Ave María, la Serenata , y creo que un
tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una
película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente La sinfonía
inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que reproducir la música que
había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie
a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el
piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente
cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo
hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos escuchado, a vos y al
“mandolión” y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como escritor
porque eso habría de suceder mucho después, en el cuarenta y siete cuando Nadie
encendía las lámparas. Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese
club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría
invitado a mi piecita para darte caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber,
alguno de esos cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo
caso hubiéramos hablado de música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola
más que rasposa pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de
Mozart, partitas de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing
Crosby. Sé que nos hubiéramos hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría
salido de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de
conocernos en Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a
Buenos Aires y a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto.
Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino
que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que
en junio del 40 estabas en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar de donde yo
había emigrado el año anterior después de enseñar geografía en el colegio
nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona,
Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a
Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos.
Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y
también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína , donde yo había
vivido dos años antes de mi pase a Chivolcoy, y no puedo dejar de pensar que a
lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo
había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de tristeza
provinciana. Y el nuevo propietario que se llamaba Musella, te acompañó sin
duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil
que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego
maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer
después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto, qué
cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para un zaguán de hotel, una
esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos la mano y
emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginás, una
amistad para la vida.
Porque fijate en esto que mucha gente no comprende o no
quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única fuente
válida de la crítica literaria y de la literatura misma. Es cierto que a mí no
me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras
en Buenos Aires con El acomodador y Menos Julia y tantos otros cuentos; es
cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus
relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos
de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron
la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que
escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente
pedal de la primera persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgubres andanzas
por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con
públicos ausentes, de billares y clubes sociales y deudas permanentes. Ya sé
que para admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido
paralelamente, si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del
fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la tristeza de
las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de
otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan natural que hayas estado en
mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído las papas fritas, que los
socios del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de
billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese
tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese
momento y esos lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los
cuales el momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada,
una manera de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu
muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta
helada medianoche de París.
Porque además también viviste aquí, en el barrio latino, y
como a mí te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la
calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas me devuelven a mis primeros años
de París, tan poco tiempo después que vos; también yo escribí cartas afligidas
por la falta de dinero, también yo esperé la llegada de esos cajoncitos en los
que la familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de leche condensada,
también yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba
demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos
cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no
encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene
importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De
cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en
tantos otros momentos de tus relatos que al fin al cabo son cartas a un pasado
o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que
tanto te faltaron en la vida.
Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos
hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José
Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos
une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de
un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste
desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y
Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía
que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y
lo sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que
en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos
latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que
nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de
lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Julia y de
La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo
es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido
preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confesá
que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo reír, y que seguro te gustó
saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te
la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A mí
me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: “Yo he deseado no mover más los recuerdos
y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”. Ahora llega el otro
sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no
son mías pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina
también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las
más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos
elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el
mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo
estaba en ti.
Te querrá siempre.
Julio Cortázar
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