De como la aldea
a orillas del gran lago negro se quedó sin siervos para moler el trigo
Escriba Medieval
Corría el mes
segundo del año del Señor de 1512 cuando este humilde e ignorado escriba volvió
de un viaje a tierras lejanas.
La noche del arribo una grande tormenta
abatíase sobre la pequeña y lejana comarca, de modo que apenas logré entrar mi
carruaje al cobertizo y desenganchar los caballos. Presto subí a mis
aposentos; encendí fuego para cambiarme las ropas empapadas, y caí sobre el camastro quedando dormido de
inmediato.
Al día siguiente no llovía, y el sol
alumbraba con pudor los tejados de las casas. Encaminé entonces mis pasos a la
tahona para procurarme un poco de pan, pero… ¡oh sorpresa!, nadie había en el
lugar. Las puertas estaban abiertas, y sobre las piedras del molino algunas
palomas picoteaban algo de trigo.
Continué mi camino decidido a comprar un
botijo de vino en la taberna, pero tampoco en ella estaba el tabernero. Allí
fue cuando comencé a caer en la cuenta que las calles estaban desiertas, que no
había venteros, que no estaba el boticario, ni la dama que hilaba a la puerta
de su casa, ni el ciego que en la plaza mendigaba.
-Debo saber si la peste llegó a la Aldea- dije para mi coleto
arrastrando las sandalias camino de la Abadía. Mientras
andaba, el temor apropióse de mi corazón, ya no por mi que estaba viejo y con
misión cumplida, sino por las gentes que aún tenían por vivir.
A las puertas del templo anudóseme la
garganta al comprobar que nadie quedaba
en él. Desde el altar, el Cristo de madera parecióme preguntar tal cual lo
hiciera 1.500 años atrás; “Padre, ¿por qué me has abandonado?”.
Avergonzado por no saber la respuesta,
fuíme de allí con rapidez.
-Iré a Palacio por noticias- dije, ya
fablando como si alguien estuviera junto.
Al bajar por la calle principal, un
rumor de cien mares encerrados en cien caracoles marinos invadió mis oídos, y a
medida que avanzaba aumentado que hubo el número de mares y también el de
caracoles. Al tornar la última calle mis ojos se negaron creer lo que veían.
Detúveme entonces y restreguélos con energía, maldiciendo la pésima luz de las
velas que iluminaban mi scriptorium. Deberé hacer como el Gran Leonardo –pensé-
y colocar varias candelas en mi sombrero.
Abierto y desarrugado que hube mis
párpados, vi que no soñaba, y que el rumor de mares encaracolados provocábalo
la multitud que henchía las paredes de palacio. Imaginéme por un instante las
enormes puertas reventando y pariendo un río de gentes a la calle.
Todos los habitantes de la aldea estaban
allí… entonces mi curiosidad fue mas fuerte que la prudencia y empujé
haciéndome lugar en medio del gentío, que vociferaba mientras lanzábanse
pergaminos y antiguos documentos, riendo cuando alguno acertaba cortarlos con
la espada.
Procurando que esa locura no me
contagiara, averiguar pude entonces que todos los habitantes de la Aldea habían sido
contratados como miembros de palacio, y que el Señor feudal asignado que había
nuevos gobernantes antes de retirarse a su campestre residencia de los pequeños
caballitos. Los antiguos Nobles habían escapado con sus pertenencias (las del
pueblo) y el único que no pudo hacerlo fue Alex Unvago, quien en un error de
cálculo (otro) supuso que podía dominar la multitud y reinar sobre ellos
(siglos después se diría “de facto”), asunto que no fue así porque la
turbamulta colgólo del techo de palacio cumpliéndole sin pretenderlo su sueño
de volar.
Descubrí además que el tahonero estaba a
cargo de controlar las vides de palacio; que el bodeguero ocuparíase de las
mieses y de hacer moler el trigo. Que los venteros organizarían los actos
culturales, que la Dama
de la rueca estaría a cargo de las finanzas, que el Abad controlaría el
tránsito de los carruajes, y que el mendigo ciego estaría al timón de la nave
oficial, el “Zor-ikulo 1” .
Enterado de esos asuntos fuíme mas
tranquilo. Las cosas en la pequeña comarca serían diferentes.
Moraleja:
Lo cantaría siglos después un juglar de
voz muy entonada: “el que no cambia todo, no cambia nada”.
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