De como la nobleza despidió el carnaval con una fiesta de disfraces
Escriba Medieval
El mes de las lluvias
había concluido su ciclo. Cumplido que había Februare con su cometido de
limpiar y aportar pureza al corazón de los hombres, Martius se presentaba soleado sobre la pequeña y
lejana comarca. Húmedo y aún caluroso, el mes dedicado al dios de la guerra
sería trocado en esta época por la continuación de las paganas celebraciones
carnavaleras.
Fuese entonces que el
Señor feudal organizó un baile de máscaras en los salones de palacio, donde
reuniéronse los Nobles y las gentes poderosas. Continuando viejas tradiciones,
a la medianoche, Damas y Caballeros deberían quitarse sus antifaces, tras lo
cual el Amo otorgaría un premio al mejor atuendo.
Puntualmente a las nueve
comenzaron a llegar los carruajes a las puertas de palacio, donde los invitados
eran recibidos por lacayos vestidos de librea.
En un estrado levantado a
un costado del salón principal, los músicos afinaban sus instrumentos bajo la
batuta del gestor cultural del reino, Monic Del Aquila, quien después de varios
meses de ocio había aceptado trabajar unas horas (algunos señores que conocían
las técnicas musicales, dirían mas tarde que de tanto no hacer nada el hombre
no recordaba como tocar un instrumento).
Pese a todo la fiesta
comenzó, y las luces pendientes de los techos reflejábanse en la pedrería de
los vestidos de las Damas, y en las joyas y brazaletes que adornaban sus
cuellos de generosos escotes y sus blanquísimos brazos.
Hombres luciendo camisas
ricamente bordadas con arabescos que marcarían para siempre la presencia
morisca de 500 años, pavoneábanse de un lado a otro del salón, exhibiendo
jubones esponjados. Algunos habían conservado el tahalí cruzado al pecho, pero
ausente de la espada.
Naturalmente algunos
invitados eran fácilmente identificables, primero por sus anatomías, segundo
porque no tenían interés en la sorpresa que significaba quitarse el antifaz,
pero sobre todo porque al anonimato les impedía sacar su ego a relucir.
Fue así que la llegada
del Abad Charles no fue una novedad para nadie, pues arribó en un carruaje
profusamente adornado, del cual descendió acompañado de diez pajes y vestido
con una toga púrpura (claro indicio de su ambición por llegar a Cardenal).
Tampoco fue sorpresa el
ingreso de Alex Unvago, quien arribó, o dicho de mejor modo, bajó al salón
desde una balaustrada pendiendo de una cuerda y luciendo un ajustado traje
amarillo (patito) con grandes alas. Pero, ¡oh fatalidad!... una vez más el
desgraciado Ícaro fue tocado por la mala suerte pues –si bien esta vez las alas
no se derritieron- pasó demasiado cerca de las candelas, y el frágil y
combustible material de que estaba confeccionado el objeto de sus desvelos
prendióse fuego de manera inmediata.
Saldado que se hubo el
incidente, y barrido el protagonista hacia los sótanos de palacio, la fiesta
continuó. La llegada del Señor feudal tampoco fue un episodio sorprendente,
pues lo hizo ataviado con una pesada armadura, y antes de ingresar, un siervo
anunció su presencia leyendo un bando que rezaba: “¡he aquí el guerrero mas
valiente que haya pisado jamás estas tierras! ¡El Paladín que jamás desnuda sus
armas, porque su lança es la palabra! ¡El que las espadas no le hieren ni le
causan muerte. El Señor inmune al oro y la ambición; el hombre al que su cota
de malla detiene las mazas (y las masas) y rechaza el vituperio. Quien monta un
pequeño caballito, pero que puede desplegar ocultas alas y ser Pegaso si al Amo
se le antoja!” (Nótese que sin duda el Bando fue escrito por Alex).
Y así fue arribando a
Palacio una multitud de personajes variopintos (con anuencia del Escriba Sari
de las Almenas) y la fiesta animóse al extremo que ni molestia fue que algunas
Damas mancharan sus vestidos con los restos cenicientos de las alas del Ícaro
doblemente desplomado.
El lacayo que a las
puertas de palacio esperaba las campanadas
de medianoche, ingresó a la sala con aire de importancia cuando eso hubo
acontecido, y golpeando tres veces con su bastón el piso, anunció con voz
solemne: ¡Damas y Caballeros que os encontráis en este honorable recinto,
llegado que ha la hora de quitaros vuestras máscaras para que acabe la fantasía
y comience la realidad!
Grande fue entonces la
sorpresa de todos, pues ninguno de los invitados resultó ser quien parecía.
Tras el pomposo atuendo
de Cardenal que supuestamente ocultaba al Abad Charles, estaba Sir Ferdinand
D´Vors, el encargado de las finanzas de palacio (mas tarde se sabría que el
deseo de ser redimido de sus pecados le llevó a adoptar ese disfraz).
Bajo la armadura de
guerrero se ocultó por unas horas el Abad, que nada dijo de su elección, pero
la aldea toda lo asoció con su delirio de poder.
Dentro de un traje de
bufón descubrióse al mozo de Navarra que tarde a tarde leía bandos en la plaza
pública contra el Señor feudal. En este caso todos convinieron que era el
disfraz más adecuado, y por lo tanto firme aspirante al premio.
También sorprendióse la
concurrencia al hallar a Pietro “El Ralo” tras las ropas del Cid Campeador,
decisión que –según se supo- era adecuada por su afán de encabezar marchas de
Caballería.
Largo –y aburrido- sería
enumerar de qué manera la nobleza de la pequeña y lejana comarca sacó a relucir
íntimos traumas en la fiesta de marras, pero como no habré de cobrar un solo
maravedí por estos relatos, aquí los dejo. Tornaré a mis aposentos superiores
para colgar de un gancho ¡mi disfraz de Escriba Medieval!
Moraleja:
Cuando la
gente confía en gente que se viste de otra cosa, puede que descubra con
sorpresa… que bajo el traje vive el ser que su deseo esboza.
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