sábado, 31 de marzo de 2012

La vereda del Flaco Sosa



Luis Morales

Fin de año. Regreso obligado al pago chico. Una tarde de enero, decido visitar mi viejo y querido barrio El Ombú. Envuelto en los cuarenta grados de calor que fríen Mercedes, me adentro en su territorio. En lo alto del cielo, un sol inclemente lanza con saña sus rayos contra el asfalto y el hormigón. Nada más encarar la esquina de Oribe y Blanes Viale, compruebo que, desde los tiempos idos de mi infancia, en los que solía jugar en esas calles, por entonces de tierra colorada con cunetas a ambos lados, las cosas han cambiado mucho por allí. Ya no está más el campito en el que se erguía, orgulloso, el corpulento arbusto que le dio nombre al lugar donde me crié. En su sitio han construido un liceo y, en las manzanas aledañas, se ve un número sensiblemente mayor de casas que antaño, mejor cuidadas, algunas de ellas con pretensiones de mansión.
Camino por mi antigua cuadra. No hay ni un alma en la calle. Bajo la luz vertical del verano, un poco deslumbrado, avanzo por la acera prolijamente embaldosada. De pronto, mi mente se confunde. ¿Es real lo que estoy viendo? ¿Se trata de un espejismo? ¿O tal vez sea que me ha bajado la presión o algo por el estilo? El hecho es que me encuentro frente a la casa del Flaco Sosa, que luce igual que hace cuarenta años: la misma pintura desvaída por la intemperie, el mismo galpón con puerta de lata, la misma vereda de tierra colorada.
Trato de recomponerme. Respiro hondo y cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, veo al Flaco que trabaja en su taller de chapista. Lo rodea la habitual corte de vagos, que, mientras comentan las bondades de alguna chica de la zona o discuten acerca de fútbol, lo miran lijar con paciencia y prolijidad de artista las abolladuras de un Chevrolet del 57. Un poco más allá, revolotea una bandada de gurises chicos. Juegan a la bolita en la vereda. Porque, en el barrio El Ombú, la de Sosa es “la cancha oficial” de este “deporte”. Sucede que tiene las dimensiones ideales: unos diez metros por tres; además, no crecen en el lugar pastos entre los que se puedan extraviar las bolitas; y, por si eso resultara poco, la tierra es firme, sin llegar a ser tan dura que no se pueda hacer en ella un hoyo perfecto.
No sé cuánto tiempo estuve viendo al Nene Retamosa, a Mariano Alvarez, al Mudo García, a su hermano el Mono, a Pimbochita, al ChillónDíaz, a José Saldaña, a Raúl Ayala (con su puntería “seca” intacta) enzarzados en una partida apasionante, entre gritos de: “¡Ultimo en la pata!” (“canto” utilizado para elegir el turno final a la hora de iniciar el juego, lo que otorga una mejor perspectiva sobre en qué posición han quedado los rivales); “Si parto, no pago; si pierdo, tampoco” (frase que libera de responsabilidades a quien la profiera, si con su tiro rompe la bolita del contrincante o la manda a un paradero desconocido); “¡Perseguida hasta la muerte sin puesta!” (que obliga a los jugadores a seguir la partida hasta que uno de ellos “queme” al otro). Por fin, la situación se precipita cuando, alertada con seguridad por la taladrante voz del Chillón, que protesta indignado ante cierto fallo que no lo conforma, de entre las penumbras de su vivienda, se asoma la madre del Flaco -una viejita reseca, arrugadísima y de pelo blanco como la nieve- quien, revoleando una escoba y profiriendo amenazas ininteligibles, pone en fuga a la chiquillería.
Entonces, tan de repente como se presentaron, los personajes que estaban allí hace un instante, se han desvanecido en el aire ardiente. Pestañeo un par de veces. Miro alrededor, pero todo sigue tan calmo y sin seres humanos a la vista como al principio. Esperando que ningún conocido me vea y me reconozca, apresuro mis pasos por Oribe hacia el río Negro. Quizá bajo los añejos sauces de la playa Los Michis, cerca de la orilla, encuentre un poco de fresco.


(*) Publicado originalmente en Semanario Voces.

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