La vereda del Flaco Sosa
Luis Morales
Fin de año. Regreso obligado al pago chico. Una tarde de enero, decido
visitar mi viejo y querido barrio El Ombú. Envuelto en los cuarenta grados de
calor que fríen Mercedes, me adentro en su territorio. En lo alto del cielo, un
sol inclemente lanza con saña sus rayos contra el asfalto y el hormigón. Nada
más encarar la esquina de Oribe y Blanes Viale, compruebo que, desde los
tiempos idos de mi infancia, en los que solía jugar en esas calles, por
entonces de tierra colorada con cunetas a ambos lados, las cosas han cambiado
mucho por allí. Ya no está más el campito en el que se erguía, orgulloso, el
corpulento arbusto que le dio nombre al lugar donde me crié. En su sitio han
construido un liceo y, en las manzanas aledañas, se ve un número sensiblemente
mayor de casas que antaño, mejor cuidadas, algunas de ellas con pretensiones de
mansión.
Camino por mi antigua cuadra. No hay ni un alma en la calle. Bajo la
luz vertical del verano, un poco deslumbrado, avanzo por la acera prolijamente
embaldosada. De pronto, mi mente se confunde. ¿Es real lo que estoy viendo? ¿Se
trata de un espejismo? ¿O tal vez sea que me ha bajado la presión o algo por el
estilo? El hecho es que me encuentro frente a la casa del Flaco Sosa,
que luce igual que hace cuarenta años: la misma pintura desvaída por la
intemperie, el mismo galpón con puerta de lata, la misma vereda de tierra
colorada.
Trato de recomponerme. Respiro hondo y cierro los ojos. Cuando vuelvo
a abrirlos, veo al Flaco que trabaja en su taller de chapista. Lo rodea
la habitual corte de vagos, que, mientras comentan las bondades de alguna chica
de la zona o discuten acerca de fútbol, lo miran lijar con paciencia y
prolijidad de artista las abolladuras de un Chevrolet del 57. Un poco más allá,
revolotea una bandada de gurises chicos. Juegan a la bolita en la vereda.
Porque, en el barrio El Ombú, la de Sosa es “la cancha oficial” de este
“deporte”. Sucede que tiene las dimensiones ideales: unos diez metros por tres;
además, no crecen en el lugar pastos entre los que se puedan extraviar las
bolitas; y, por si eso resultara poco, la tierra es firme, sin llegar a ser tan
dura que no se pueda hacer en ella un hoyo perfecto.
No sé cuánto tiempo estuve viendo al Nene Retamosa, a Mariano
Alvarez, al Mudo García, a su hermano el Mono, a Pimbochita,
al ChillónDíaz, a José Saldaña, a Raúl Ayala (con su puntería “seca”
intacta) enzarzados en una partida apasionante, entre gritos de: “¡Ultimo en la
pata!” (“canto” utilizado para elegir el turno final a la hora de iniciar el
juego, lo que otorga una mejor perspectiva sobre en qué posición han quedado
los rivales); “Si parto, no pago; si pierdo, tampoco” (frase que libera de
responsabilidades a quien la profiera, si con su tiro rompe la bolita del
contrincante o la manda a un paradero desconocido); “¡Perseguida hasta la
muerte sin puesta!” (que obliga a los jugadores a seguir la partida hasta que
uno de ellos “queme” al otro). Por fin, la situación se precipita cuando,
alertada con seguridad por la taladrante voz del Chillón, que protesta
indignado ante cierto fallo que no lo conforma, de entre las penumbras de su
vivienda, se asoma la madre del Flaco -una viejita reseca, arrugadísima
y de pelo blanco como la nieve- quien, revoleando una escoba y profiriendo
amenazas ininteligibles, pone en fuga a la chiquillería.
Entonces,
tan de repente como se presentaron, los personajes que estaban allí hace un
instante, se han desvanecido en el aire ardiente. Pestañeo un par de veces.
Miro alrededor, pero todo sigue tan calmo y sin seres humanos a la vista como
al principio. Esperando que ningún conocido me vea y me reconozca, apresuro mis
pasos por Oribe hacia el río Negro. Quizá bajo los añejos sauces de la playa
Los Michis, cerca de la orilla, encuentre un poco de fresco.
(*) Publicado
originalmente en Semanario Voces.
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