La escritura en primera persona
Rolando Gabrielli
Una de las preguntas que más a menudo me
hacen es qué método se debe seguir para escribir. A veces no sé si reír o
llorar, o montarme en un discursito cínico y pasearme en una retórica que
supere el registro de la propia pregunta. ¿Cómo, a qué hora, de qué manera, se
escribe poesía? ¿Cómo se forma un escritor? ¿Qué o quién es un escritor?, me
preguntaría.
Y ahí surge la sombra nocturna de Kafka,
el cosmopolitismo cortazariano, los muertos vivos de Rulfo, la pasión de la
materia nerudiana, la ingeniería de Pound, siempre el deslumbrante clarividente
Rimbaud, el temblor del cielo huidobriano, la retórica babélica de Joyce, los
espejos del laberinto borgiano, el teatro del dolor moral de Artaud, la barroca
estación habanera de Lezama Lima, el canto amoroso del viejo Walt, el eterno
viaje a la imaginación de Bradbury, la carne real de Vallejo y los pasos
invisibles de Pessoa.
No existe una aspirina mágica que nos
convierta en narradores o poetas y nos quite este dolor de cabeza de unir
palabras y encontrar un nuevo sentido, construir, contar historias. Se han
escrito mil fórmulas y ninguna responde a quien arroja sus dados a la mesa del
escritor por primera vez. Reconozco que las preguntas son angustiosas y
verdaderas para quienes las formulan porque se encuentran en el laberinto
inicial. ¿Por qué sendero he de transitar?, se transforma en un cuestionamiento
legítimo.
Para resolver estas dudas,
interrogantes, inicios, se crean talleres de literatura y poesía, algunos
ingresan a las universidades para aprender a escribir y hay quienes leen las
biografías de escritores famosos que han contado cómo llegaron a serlo sin
morir en el intento.
El esfuerzo de los jóvenes nunca es
menor, ni deja de ser sincero. Es transparente como la iluminación de una
lámpara en un cuarto absolutamente oscuro.
A la escritura hay que tomarla como una
de las aventuras más formidables del espíritu y sueño humanos. ¿Es tan solo una
frase? No la había pensado con anterioridad, es cierto, pero si la desmontamos,
¿quiere decir que toda aventura es deseable? Depende de qué queramos hacer de
nosotros mismos. Todo acto literario, querámoslo o no, es un testimonio.
¿Estamos dispuestos a enfrentar el establecimiento de la palabra, a las caducas
estructuras e intentar remecerlas, cambiarlas?
Un escritor debe tener un buen oído y un
par de ojos muy ambiciosos, hambrientos diría, devoradores de libros. Hemingway
nos hablaba de dos cosas, del detector de mierda que debe tener todo escritor y
de la punta del iceberg, es decir, que la mayor parte de un escrito es lo que
no se ve. Esencialmente debe vivir, sin vida no hay literatura. Las anécdotas
de los embriones de escritores cuando ya superaron esa fase de lecturas,
obsesivas, las más divertidas que acompañan la pobreza y soledad, coinciden en
que fueron necesarias, vitales, aleccionadoras.
No hay escritura, mis amigas, amigos,
sin un lector detrás de ella. Escritura, digo, trascendente, interesante,
nueva, que amerite más de una lectura. Los desafíos actuales para un escritor
son mucho mayor que los del pasado. El mundo digital y del espectáculo no da
respiro a la sociedad de la banalización.
Hay quienes sostienen que basta un lápiz
y una libreta para escribir, una PC, antes una máquina de escribir. Sí, son
instrumentos reales, necesarios, útiles, indispensables. Los surrealistas, un
movimiento indispensable para entender la literatura, el arte del siglo XX,
empeñaron su futuro al subconsciente y se tomaron los salones y las plazas, el
pelo y la fantasía, desplazaron lo nuevo por lo más nuevo. Yo, simplemente,
digo Dadá.
Sin vocación, pasión, obsesión, no hay
nada. Me agrada lo que ha dicho Roland Barthes, sobre el placer del texto, que
no es pura entretención la escritura, se trata de un tejido. El deseo por la
palabra.
El que se encuentra frente a una hoja en
blanco debe saber que son muchos quienes la han superado y más quienes se encuentran
realizando ese ejercicio. Es una experiencia única, personal, intransferible.
El ocio es creativo cuando cae en manos de un artista verdadero, necesario,
indispensable, permite superar la “espontaneidad”, el facilismo, el oxígeno es
una necesidad y también una escritura libre de compromisos subalternos.
Cada escritor tiene su propia manera de
aproximarse a lo que quiere decir. Hay muchas reglas y ninguna. Mi
recomendación es intentar descubrir cuanto antes qué quiere uno hacer frente al
ordenador. ¿Trucos?, existen muchos, atajos, puentes momentáneos, y siempre
será mejor escalar con uñas y manos, pasión, sudar, respirar la temida página
en blanco, timonear el ordenador, a punto de naufragar, como un oso blanco
perdido en los hielos que se resquebrajan bajo sus patas blancas.
Las lecturas irán hablándole al oído al
novato escritor y su propio ejercicio, sin complacencia. Rigor, disciplina,
para desarrollar oficio.
Ezra Pound dice que literatura es el
lenguaje cargado de intención. Me gusta. Es potente y verdadero. Hay que leer
sus enseñanzas y experiencias con el lenguaje. A veces la historia, la vida de
un autor, nos motiva a una reflexión esencial y nos deriva no sólo a conocerlo,
sino imitarlo, a seguir sus pasos, pero no debemos usar su misma ropa ni
zapatos. Un escritor debe evitar las distracciones, que en la actualidad
superan a cualquier siglo. Debe soñar cuando está despierto. Dar cuerda a su
propio reloj y estar atento en todo tiempo: pasado, presente y futuro. La
escritura como placer, manía, obsesión, hígado, pulmón, corazón, poner todas
las vísceras al servicio de la palabra.
Hay que recurrir a los escritores
indispensables, enseñan desde el error y nos obligan a buscar nuestro propio
camino para derrotarlos.
La literatura está llena de parricidas,
crímenes contra los propios maestros, y todo queda en la justicia que hace la
nueva palabra. No se trata de impunidad consentida por los dioses y las musas,
sino de un acto legítimo en defensa propia. Todo legado puede ser disputado, es
casi una consigna con la que suelen asomarse a la mesa de la escritura algunos
escritores y los más tenaces pueden llegar a ser aquellos que trabajan en
silencio. Juan Rulfo no necesitó hablar, por él lo hicieron los muertos y
fantasmas de Comala. ¿Quién podría contestarle sin que no le recorriera al
cuerpo un escalofrío?
Todo es válido, menos el plagio.
Rimbaud cambió la historia de la poesía,
pintó las vocales y después abandonó todo por sus sueños africanos. El genial
poeta francés abandonó en plena adolescencia física el vicio por la palabra.
¿Había escrito todo, poquito, mucho? Más bien había deshojado la margarita de
la poesía. Lo que le había tocado en suerte y vida. El enigmático, citado e
influyente Conde de Lautréamont, escribió sus nada cándidos Cantos de
Maldoror y puso pies en polvorosa en París de todo escenario visible.
Vivía en Montevideo y después en ninguna parte. Vino, escribió y partió. Todo
suma en la enseñanza, la lista es siempre más larga y estas golondrinas
solitarias de vuelo desconocido, si hacen verano en la poesía o escritura. J.
D. Salinger se transformó en un guardián de una escritura ausente, luego de
cautivar el auditorium norteamericano con su novela El guardián en el
centeno. Todo hace pensar que se refugió en un extraño y demoledor
silencio. Dejó una novela ejemplar y una conducta de renunciamiento, no bien
estudiada, documentada ni transparente. El mito también escribe.
La vieja frase de arrepentimiento,
borrón y cuenta nueva, esa que dice comencemos de nuevo, volvamos a empezar, es
aplicable a cualquier escritor que no ignore las reglas básicas del oficio:
encontrar el cuezco de la breva, aunque sepamos que es imposible. Mallarmé,
Joyce, Pound, Kafka, Artaud, Parra, Gonzalo Millán, Waldo Rojas, Lihn,
Teillier, Vallejo, Neruda, Borges, Whitman, Lezama Lima, Cortázar, Rulfo, los
he visto algunos e imaginado, otros, trabajar más allá del silencio de las
palabras, donde el eco del caracol solo lo escucha el mar y un lector atento.
Algunos autores terminan siendo no solo
meras referencias de otros autores, sino fuente de inspiración y superación,
faros en la oscuridad de todo inicio y camino. Algunos trayectos son
interminables, verdaderos laberintos kafkianos y borgianos, insuperables
metáforas de este y otros tiempos.
Nadie sabe más que el poema o la novela
o el cuento, que una pintura, un mismo arte se expresa de múltiples y secretas
maneras, con voces sorprendentes para cada uno de los lectores o de quienes
observan un cuadro.
La mochila del escritor carga más que
palabras, definitivamente, sueños, su historia, el ineludible pasado, la
atmósfera de lo que vive y le rodea se va contaminando de meter y sacar lo que
sirve o se va a eliminar. Las ideas parásitas, a veces, duermen en la memoria.
Está repleta de contradicciones, es casi una mochila viajera que contiene el
inconsciente de un autor y la película que por ese momento filma el cuerpo
transparente, oscuro de sus propias inacabadas vivencias. No existe la pócima
para beber imaginación. Los poetas malditos no jugaban a la bolsa del mercado
de la poesía, tenían respaldo más allá de sus palabras. La mochila suda con la
biografía y el espanto se espanta con la escritura. Toda tinta es sangre
también de una escritura naciente y ardiente.
Esta
nota fue originalmente publicada en www.letralia.com
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