Milonga para los últimos fusilados
Pena
de muerte en Uruguay. Aurelio González y Manuel Páez asesinaron a cinco
personas. Hace 110 años fueron condenados a morir en el mismo lugar de sus
crímenes: unos ranchos de campaña
Miguel Arregui
Aurelio
González y Manuel Páez, dos gauchos, escucharon de rodillas la sentencia que
les releyó el juez Tardáguila y un actuario: serían fusilados en el mismo sitio
de sus crímenes. Cuatro balas para cada uno.
Ese
domingo 28 de setiembre de 1902 los dos gauchos estaban en el sitio señalado
para su muerte, las rústicas serranías del norte de Maldonado, entre torvos
soldados y grilletes. Esta vez no serían victimarios sino víctimas de la Ley del Talión; sometidos a
rituales que no entenderían jamás y que, en esencia, no les importaban. Si
hasta se les hizo "un simulacro de fusilamiento para mayor seguridad, con
excelentes resultados", según escribió un periodista. Los rituales de la
muerte pueden ser excelentes.
La
historia venía del otoño del año anterior, si es que la historia tiene
principio.
CINCO
ASESINATOS. En la noche del martes
7 de mayo de 1901 cuatro hombres tomaron por asalto un casco de estancia, que
no era más que un conjunto de ranchos, en el valle de Aiguá, al norte del
departamento de Maldonado, un territorio desolado. Los asaltantes no querían
testigos. Asesinaron a puñaladas al dueño de casa, el anciano Adolfo Silveira;
degollaron a su esposa, Luisa de los Santos; y al niño Irineo Alonso, un
peoncito de 10 años, le cortaron la garganta cuando trataba de huir. Antes
habían apuñalado a otros dos peones, Pedro Silveira y Olegario Fernández.
Después revisaron la casa y excavaron los pisos de tierra con hachas y
cuchillos. Solo hallaron unas pocas monedas y, según ciertas lenguas, una
caldera repleta de monedas de oro enterrada en un rincón de la vivienda
principal.
Adolfo
Silveira era dueño de un pedazo de tierra en la zona del arroyo de la Coronilla , que corre
entre densos montes de serranías y afloraciones de granito. Era un paisano
frugal, analfabeto y poco sociable que hizo fortuna a brazo partido, como
tantos otros colonos orientales en las postrimerías del siglo XIX. No confiaba
en el papel moneda, que había provocado tantos desastres desde tiempos de
Lorenzo Batlle. Cobraba su ganado vacuno en piezas de oro o libras esterlinas,
que reconocía por sus formas y dibujos, y que luego enterraba en torno a su
rancho, a escondidas de su esposa y sus hijos.
Su
avaricia y suspicacia, que eran leyenda, al fin le costaron la vida junto a sus
íntimos. Y también lo mató haber confiado, contra todo consejo, en Manuel Páez,
un hombre de ascendencia brasileña, alto, fuerte y musculoso, de ojos azules
pequeños, un matón reconocido que frecuentaba los ranchos de don Adolfo, y que
sabía de la reciente venta de 500 novillos.
El
16 de mayo de 1901, nueve días después que la sangre corriera en el valle de
Aiguá, la Policía
detuvo en la zona de Castillos, Rocha, a los presuntos culpables. Al cabo de
pocos días uno de ellos, Aurelio González, atormentado por el llanto en prisión
de uno de sus hermanos, quien no había participado en el asalto, confesó su
responsabilidad y narró el crimen. Él, junto a Manuel Páez, "el
brasilero", a quien el dueño de casa franqueó la entrada, fueron invitados
a cenar con los Silveira y sus peones. Un rato después, cuando llegaron sus
cómplices: Isaías González, hermano de Aurelio, y Juan Carlos Cabrera, amigo de
Páez, iniciaron el ataque.
Aurelio
González dijo que asesinó a puñaladas al viejo Silveira, pero sostuvo que las
otras cuatro muertes fueron provocadas esa noche por Páez y su amigo Cabrera.
CUATRO
SENTENCIAS. Aurelio González era
un hombre fuerte y templado hasta la petulancia. Trabajó como peón rural,
marinero, se dedicó a la matanza de lobos marinos, fue contrabandista ocasional
y, durante la Revolución
de 1897, se unió a los rebeldes de Aparicio Saravia junto a su hermano Isaías y
a su padre, Marcelo. Sirvieron en la columna de Bernardo Berro y ganaron fama
de valientes.
El
asunto pasó de las autoridades de Maldonado, un pueblo aletargado que por
entonces no tenía más de 4.000 habitantes, a la Justicia Penal de
Montevideo. Al fin Páez y González fueron condenados a enfrentar un pelotón de
fusilamiento en el mismo lugar de sus crímenes: el rancherío del avaro
Silveira. Isaías González, hermano de Aurelio, y Juan Carlos Cabrera, fueron
sentenciados a 15 años de prisión.
Manuel
Páez, "el brasilero", jamás aceptó su participación en el asunto, y
además protegió a Juan Carlos Cabrera, con lo que le salvó la vida. Páez tenía
una personalidad sinuosa y se mostraba reconcentrado y silencioso, aunque en
ocasiones se quebraba y lloraba. Aurelio González, su antiguo cómplice, siempre
seguro de sí y entero, le hacía pullas por su protesta de inocencia. "Páez
es un bobo, porque de todas maneras va a morir", le comentó González al
sacerdote Lorenzo Pons, capellán de la Cárcel Correccional
de Montevideo, en donde los condenados a muerte fueron internados después de la
sentencia. El director de esa cárcel era Luis Batlle y Ordóñez, hermano menor
de José Pablo Torcuato, entonces un líder ascendente del Partido Colorado que
poco después, como Presidente de la República entre 1903 y 1907 y 1911 y 1915,
sellaría la historia uruguaya del siglo XX.
Manuel
Páez admitió delitos antiguos, de cuando era contrabandista y un matón que se
hacía valer con su estatura, su cuchillo y su fusil; pero negó el crimen de
Aiguá hasta su muerte. "He sido muy sanguinario, pero no vine a casa de
Silveira", aseguró al cura Pons, quien le ofrecía el perdón divino a
cambio de decir la verdad.
LA
ÚLTIMA MILONGA. En la madrugada
del 25 de setiembre de 1902,
a más de 16 meses del asalto a la estancia de Adolfo
Silveira, Aurelio González y Manuel Páez fueron trasladados desde la cárcel de
la calle Miguelete al puerto de Montevideo. Los embarcaron en la cañonera
General Rivera, un barquichuelo resistente que fue construido en la Escuela de Artes y Oficios
en tiempos de Máximo Santos y paseado por 18 de Julio y la calle Sarandí para
su botadura. Veinticinco soldados del 2º Regimiento de Cazadores, un cuerpo de
elite, hicieron de escolta.
Diez
horas después arribaron a pueblo Ituzaingó, una península desolada que los
lugareños preferían llamar Punta del Este. Los acompañaba el cura Lorenzo Pons,
capellán de la cárcel y veterano en asuntos de vida y muerte: ya había
escoltado a otros 16 hombres hasta el pelotón de fusilamiento. González estaba
entero, como siempre, y Páez, al igual que varios soldados e integrantes de la
comitiva, desembarcó deshecho por vómitos y náuseas.
En
el puertito del Este, que incluía un pretencioso edificio de Aduanas, los reos
y sus escoltas fueron recibidos por Juan José Muñoz, jefe político de
Maldonado, quien en 1897 había liderado una de las columnas del ejército
rebelde de Aparicio Saravia. Dadas las deficiencias del sistema electoral, que
dificultaba la representación de las minorías, algunas cuotas de poder se
obtenían con las armas en la mano. Todos sabían que aunque el Presidente de la República , Juan Lindolfo
Cuestas, fuese del Partido Colorado, Maldonado y otros cinco departamentos eran
feudos del Partido Nacional y de Saravia.
Aurelio
González y Manuel Páez iniciaron su último viaje, hacia el norte por más de 70 kilómetros , desde
la punta del Este hasta el valle del arroyo de la Coronilla , al sur del
pueblito Aiguá. Marcharon engrillados sobre un carruaje conducido por Pilar
Nocetti, uno de esos "gringos" que arribaron a Uruguay en grandes
oleadas en la segunda mitad del siglo XIX. Los rodeaban soldados del 2º de
Cazadores, policías, baqueanos, sacerdotes y los infaltables periodistas,
quienes montaban caballos, carros y carruajes.
El
tránsito fue lastimoso y tenso. Casi toda la población de Maldonado y San
Carlos se asomó al paso de la sombría caravana. Los curiosos también se reunían
en recodos del camino rural. Muertos en vida no se ven todos los días.
"¡Qué
suerte que los van a matar!" era el comentario más común. Para el
populacho los crímenes de Páez y González eran imperdonables.
Aurelio
González, engrillado junto a Páez a una baranda del carro del italiano pero
nunca abatido, se lo tomó para la chacota. Era su última milonga, la fiesta más
importante de su corta vida.
-¿Vamos
al baile? -invitó varias veces a lo largo del viaje cuando pasaba frente a
grupos de curiosos, en especial si había mujeres.
El
sábado 27, después de recorrer un largo tramo entre quebradas abruptas,
llegaron a los ranchos del valle del arroyo de la Coronilla. Los
esperaban centenares de curiosos. González y Páez fueron puestos en
"capilla" por 48 horas: aislados en una pobre habitación de paredes
de terrón y techo de paja, el comedor en que habían iniciado la matanza casi un
año y medio antes.
"NO
VAYAN A ERRAR". El día de su
ejecución los reos se levantaron a las siete de la mañana, comulgaron con
devoción y luego desayunaron asado, bebieron caña y fumaron, impávidos, sus
cigarros de tabaco Río Novo.
Atravesando
las sierras arribó un gran número de paisanos vestidos de domingo aunque era
lunes, como para un día de carreras, pues las multitudes gustan de los asuntos
de vida y muerte. Aquellos gauchos lucían golillas coloradas, pues Aiguá era
territorio del Partido Colorado, pero también había algunas celestes o negras.
El
cielo estaba cubierto y hacía frío. Más de dos mil testigos se acomodaban en
las laderas, sobre los árboles, en los patios y sobre los techos de los
ranchos. Era una milonga silenciosa.
-Me
gustaría que lloviera, así hacen un hoyo más grande: porque soy muy largo
-había comentado Páez unos días antes, sin asomo de soberbia. Manuel Páez
aceptaba su muerte con resignación aunque a desgano, como para confirmar la
milonga de Jorge Luis Borges:
Los
reos, con sus destinos ya unidos para siempre, fueron sentados en el patio del
rancherío en banquillos triangulares hechos de postes de sauce y tablas de
pino. Un preso alcahuete, Zenón Martínez, les ató las manos y vendó sus ojos, a
pesar del pedido de González de permanecer a cara descubierta.
A
las 11 de la mañana del lunes 29 de setiembre de 1902 el pelotón de
fusilamiento integrado por ocho soldados se arrimó a cuatro pasos de González y
Páez. Silencio absoluto.
González,
con el sombrero sobre la nuca y sosteniendo en sus manos una cruz hecha con
ramas de sauce, pues el gauchaje es creyente a su manera, sacó pecho ante los
tiradores:
-No
me vayan a errar, muchachos.
El
capitán Julio Canto bajó su sable y el pelotón disparó al unísono sus
Remington, fusiles simples y seguros, que entre truenos y resplandores mataron
con eficacia absoluta. Cuatro balas para cada uno.
Dos
cabos salidos del pelotón remataron a Páez y González con tiros de rifle en la
sien.
La
multitud de mirones, satisfecha y regocijada, profirió vivas. Lo detuvo el cura
Lorenzo Pons, ahora veterano de 18 ejecuciones, quien se los reprochó con
dureza. No había nada que festejar. La paisanada guardó silencio y comenzó a
retirarse, de a puñados, lentamente. La última milonga de Aurelio González y
Manuel Páez, la de la muerte, había terminado. No hubo dramas: lo que quedaba
del gaucho solo sobreviviría hasta la próxima guerra civil, la de 1904, y luego
sería literatura. No más aire libre y carne gorda.
El
cuerpo de Páez fue conducido en carro al cementerio de San Antonio. Entonces
llovía, como había deseado el finado para que le hiciesen un pozo más grande y
profundo.
Un
tío de Aurelio González pidió su cadáver, lo envolvió en un poncho, lo cargó
atravesado en un caballo y se lo llevó de regreso a sus pagos.
"No
llore, viejo: los orientales no le temen a la muerte"
"Nuestros
paisanos no le temen al fusilamiento", repetía el cura Lorenzo Pons.
"Entre los 18 reos que he asistido solo he visto un cobarde: Vitalino
Vázquez, y ese no era oriental".
El
sacerdote Pons, capellán de la Cárcel Correccional -o cárcel de la calle
Miguelete, inaugurada en 1888-, sabía de lo que hablaba. Acompañó hasta el fin
a 18 reos condenados a muerte por la Justicia uruguaya, entre ellos los últimos
fusilados: Aurelio González y Pablo Páez, pasados por las armas al sur de Aiguá
el lunes 29 de setiembre de 1902.
Días
después de las ejecuciones de González y Páez, el cura habló con un periodista
del diario colorado El Día. Se negó a tomar partido por la abolición o no de la
pena de muerte, pero afirmó que, "tal como se ejecuta aquí, es
completamente inútil: porque no es temida, porque no es ejemplar y porque en su
modo de realizarla es bárbara y denigrante". En todo caso, como
"ejemplar", prefería la horca, que impresionaba más.
"Los
hijos de la campaña, entre los que aparecen algunos grandes criminales, a
fuerza de guerrear y oír hablar de guerras, han perdido el temor a las
balas", sostuvo. "Y cuando les llega el caso, van al banquillo con la
misma despreocupación con que irían a una guerrilla", y muchas veces
"altivos, como si fueran a un sacrificio honorable".
Narró
el caso de un reo que, cuando era conducido al sitio de su fusilamiento, fue
abrazado por un tío anciano que lloraba su suerte. El condenado, con voz firme,
le recriminó:
-No
llore viejo, que los orientales no le temen a la muerte.
Entonces
el tío viejo cambió radicalmente su postura:
-Tienes
razón hijo mío; hay que demostrar que uno es hombre.
Días
después, erguido y digno, el viejo asistió al fusilamiento de su sobrino.
El
cura Pons contó otros casos. "Figueroa, en Santa Lucía, tomó tan en serio
su papel de héroe, que al sentarse en el banquillo pidió -y lo que es más raro:
obtuvo- que se le dejara dirigir una arenga al público, en la que dijo con
lenguaje pintoresco y enérgico que se iba a ver cómo moría un valiente".
Lorenzo
Pons se extendió luego sobre el caso de un soldado de Caballería que pasó sus
últimas 24 horas de jarana corrida y luego, "al verse en medio del cuadro
en que había de acabar sus días, se despedía de sus amigos con tanto entusiasmo
como si fuera a sacrificarse por la gloriosa bandera que flameaba a su
lado".
Cierta
vez un fusilamiento en Nueva Palmira coincidió con unas carreras de caballos.
"Hubo música, baile, juego de taba, casi a la vista del reo. Casi en su
honor se organizó un asado con cuero y, como era natural, se le mandó el mejor
trozo al héroe de la fiesta".
El
cura se extendió luego sobre las creencias religiosas del gauchaje y las gentes
sencillas. Y contó un caso un tanto extremo de un reo absolutamente convencido
de que alcanzaría la salvación eterna: "El célebre bandido Luna, cuando ya
estaba sentado en el banquillo, se dirigió a un miembro del Consejo
Penitenciario que le había prestado cariñosas atenciones en sus últimas horas
de capilla, y le dijo: `Señor, cuando dentro de media hora esté al lado de
Dios, tendré muy presentes los servicios que me ha hecho y no dejaré de
recomendarlo`".
Parsimoniosa decadencia de la pena capital
La
pena de muerte se aplicó en territorio oriental desde la colonización española.
La forma generalmente empleada era la horca, y en el caso de delitos militares
o políticos, el fusilamiento.
Agustín
de la Rosa ,
gobernador de Montevideo, hizo levantar en torno a 1764 una horca en la actual
plaza Constitución, para "afianzar la quietud de la población y atemorizar
a la gente inquieta". En ciertos casos, particularmente con los reos de
raza blanca, se empleó el "garrote vil": una máquina que apretaba el
cuello del reo hasta matarlo. La pena capital fue reconocida en la Constitución de 1830.
El Presidente de la
República podía conmutarla.
Las
ejecuciones, que se hacían por fusilamiento, eran espectáculos públicos. Así,
por ejemplo, cuatro personas acusadas de asesinar a un médico fueron fusiladas
el 22 de septiembre de 1871 ante miles de espectadores en la actual plaza de
los Treinta y Tres Orientales, entonces llamada Artola. El Código de
Instrucción Criminal de 1879 determinó que "no podrá ser condenada ninguna
mujer", y que la muerte solo podía imponerse por cuatro votos de los cinco
miembros del tribunal actuante. La pena fue mantenida en el Código Penal de
1889 aunque estableció limitaciones: no se aplicaría a menores de 21 años ni a
mayores de 60, ni a mujeres.
Las
ejecuciones fueron reglamentadas en 1895. Se prohibió que fueran presenciadas
por más de 100 personas, incluidos los invitados de rigor, como periodistas y
miembros del Poder Judicial.
Muchos
líderes de opinión, desde el cura Dámaso A. Larrañaga en 1831 hasta masones o
liberales como Pedro Figari entre 1903 y 1905, y José Batlle y Ordóñez en 1903,
durante su primera Presidencia, abogaron por eliminarla.
Al
fin fue abolida, no sin debate, por la ley N° 3.238 del 23 de setiembre de
1907, durante la
Presidencia de Claudio Williman, y prohibida por la Constitución de 1918
y las cartas siguientes.
Montevideo hacia 1880. Ejecución pública en la Plaza del Paseo Artola (hoy
Plaza de los 33)
Atan al reo a una estaca ( el reo va de sombrero y
corbata).
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Vendan los ojos del reo mientras los oficiales
toman colocación.
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Disparo de la oficialidad a corta distancia. El texto que está en las paredes resulta verdaderamente siniestro. |
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