Del pacto que acordamos facer con el Abad, con quien nos encontramos
en la taberna para fablar de la razón del hombre sobre la tierra, y los temores
de la industria celestial
Escriba
Medieval
Amados Cofrades: debo confesaros –en honor a vuestra
gentileza demostrada con este anciano escribidor de historias- que algunas
noches el humilde abandona su morada para beber una copa de hidromiel en alguna
taberna, desas que existen en los confines de la aldea. Facer tales incursiones
trae por añadidura la posibilidad d´encontrar personajes variopintos que luego
acaso sean pretexto y protagonistas de una historia para contaros, y eso aconteció noches pasadas, cuando en
penumbroso rincón vide al Abad bebiendo en solitario.
Tratábase
de un lugar donde la plebe se reúne para sentirse como entre iguales, es decir:
siervos, campesinos, y palafreneros están allí en un mismo estadío, lejos de
los alcahuetes de la Nobleza
y los propietarios del Poder, y sólo diferenciados entre sí por las monedas que
porten en sus talegos, qu´en definitiva es lo único que a los hombres
diferencia cuando se juntan, pues en lecho de enfermos y en letrina no hay oro
que los haga diferentes.
Verdad
es –y vuesas mercedes bien lo saben- que la antipatía entre el Abad y este
Escriba es mutua, mas no perdáis de vista que tal industria no impide que en
ocasiones fablemos y argumentemos sobre nuestras diferencias. No facerlo sería
incurrir en necedad, asunto que entrambos no tiene lugar ni cabida.
Fuese
entonces que ni bien lo vide arrimé un banco a su mesa y pedí al mesonero una
copa de hidromiel, como para igualar con la qu´el religioso esgrimía entre su manos
–según él- pródigas en bendiciones, según mi opinión, inútiles instrumentos del
ocio mas indigno.
Retirados
del bullicio de los mozos que bebían en torno a una gran mesa, donde procuraban
comprobar la consistencia de las nalgas de algunas mujeres que reían esquivando
de mentira las palmadas, vímonos las caras con el Abad, quien inquirióme de
inmediato:
-¿Qué
facéis vos aquí y ahora, poniendo tus manos arrugadas y sucias de tinta sobre
ésta, mi mesa, mas allá de ser éste un argumento ocasional?-
-Pondrélas
donde quiera, puesto que son herramientas de facer la vida –respondíle- mas las
de vosotros solo sirven para escribir las bulas que no sacarán al pecador de
los infiernos, ni para salvallo de la justicia divina que con tanto ahínco
predicáis-
-Adviértote,
incrédulo Escriba, que soy sólo un siervo de Jesu Cristo y que fablo a través de
los profetas y los sanctos que ficieron de la iglesia el único instrumento para
la salvación de los hombres-
-No
olvidéis, Abad, que según las scripturas, Jesu Cristo expulsó a mercaderes de
su templo, ese que después de Pedro transformaron en centro de Poder para
dominar a las gentes por el miedo, y qu´estas cuestiones nada tienen que ver
con las leyes que los hombres se imponen cuando de vivir en muchedumbre se
trata, pues ellas son necesarias para que vivan sin confusión ni ofensa unos de
otros, y si así no aconteciese no podríamos llamar casa al lugar donde mora la
familia; aldea al lugar donde existan muchas casas, ni reino al sitio donde
exista multitud de aldeas. Mas vuestras leyes pretenden instalar el miedo para
que los hombres no se rebelen ante las injusticias, so pretexto divinas, pero en
realidad, mas terrenales qu´esta mesa sobre las que apoyamos nuestros codos-
-Debo
suponer, Escriba con pretensiones de bachiller, que conoces la elegancia del
verbo de Sócrates cuando le dijo a Platón que el ánima humana está puesta en el
cuerpo como en fortaleza; que no es lícito partir de ella sin licencia del
Capitán, y que tampoco podemos morar en ella mas tiempo que el mandado por
quien en ella nos la puso-
Y
fablando sobre destos asuntos las candelas del mesón fuéronse apagando. Algunos
mozos durmiéronse embriagados sobre la gran mesa, y otros perdiéronse en los
aposentos interiores donde las mujeres cambiarían una noche de amor por seis
maravedíes.
El
Abad y yo escanciamos un poco mas de licor en nuestras copas y, sabiendo que
jamás nos pondríamos de acuerdo ficimos un pacto terrenal sobre nuestras
diferencias celestiales. El no trataría de convencerme de las bondades de perseguir
el paraíso a costas de sufrir penitencias en la tierra, y yo no permitiría que
arrojara sobre mi alma pecados que no hubiere cometido.
Las
sombras cubrían por completo las calles de la Aldea cuando abandonamos el mesón. Nos fuimos
abrazados sosteniéndonos el otro al uno, de manera que ante cualquier mirada
trasnochada éramos dos siluetas caminando a tropezones por el medio del arroyo.
Íbamos ambos cantando juglarías y espantando los perros que hurgaban la basura
en las esquinas. Marchábamos igualados por la sabia oscuridad, que borraba y
desaparecía nuestras diferencias filosóficas, y hermanados por las copas de
hidromiel con canela y romero donde ahora nuestras convicciones nadaban
torpemente tratando de salvarse.
El
Abad y yo, agitando por las calles estercoladas el ánima que habita nuestros
cuerpos; él riéndose de mi incredulidad, yo deseando orinar la puerta de la
casa de Sant Pedro.
El
Abad y yo cómplices de un pacto.
El
Abad y yo, sin saber nada.
El
Abad y yo, desorientados.
El
Abad y yo…hombres al fin.
Moraleja:
Tan inmenso es el misterio de
la vida y más lejano aún el de la muerte, que no habrá existencia que dure
suficiente para encontrar respuestas desta suerte.
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