Rosas prohíbe el Carnaval
Desde los tiempos de la colonia, las celebraciones de
carnaval eran esperadas con verdadero fervor popular. Era un tiempo de juego y
desenfreno en el que se “arrojaban a la calzada los estiramientos
convencionales”. Claro que estas fiestas cosecharon también enconados
detractores, como el párroco de la iglesia de San Francisco que en 1773
consideró que el baile de máscaras era pecaminoso y dictaminó que debía
negárseles la absolución sacramental a todos aquellos que asistían a la fiesta
de carnaval.
Las máscaras y los bailes no eran la única diversión.
Pronto se popularizaron los juegos de agua. Ésta se arrojaba desde las azoteas,
en forma de baldazos o dentro de huevos de avestruz o de gallina. Los huevos,
en ocasiones, eran arrojados cocidos, lo que dejaba varios jugadores contusos.
En 1820 los juegos de carnaval dejaron a varios lesionados, lo que motivó
serias advertencias policiales.
Para evitar los desbordes, Rosas dispuso en 1836 que el
carnaval se realizara con las puertas de las casas cerradas. Pero la medida no
logró evitar los atropellos y, en 1844, Rosas prohibió el carnaval en todas sus
manifestaciones. Reproducimos a continuación el decreto prohibiendo esta
celebración y un fragmento de un artículo publicado en El Mercurio de
un nostálgico Sarmiento rememorando los carnavales de su terruño.
Fuente: Enrique Horacio Puccia, Breve historia del
carnaval porteño, Buenos Aires, Municipalidad de Buenos Aires, 1974, págs.
34-38.
Prohibición de los festejos de carnaval
“¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes
unitarios! Departamento de Gobierno, Palermo de San Benito, febrero 22 de 1844,
año 35 de la Libertad, 29 de la Independencia y 15 de la Confederación
Argentina. Las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado
suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad pública
corresponde designarles prudentemente su término”.
“Con perseverancia ha preparado el Gobierno, por medidas
convenientes, estos resultados respecto de las dañosas costumbres del juego del
carnaval en los tres días previos al miércoles de ceniza; y considerando:
“que esta preparación indispensable ha sido eficaz por
los progresos del país en ilustración y moralidad;
“que semejante costumbre es inconveniente a las habitudes
de un pueblo laborioso e ilustrado;
“que el tesoro del Estado se grava y son perjudicados los
trabajos públicos;
“que las elaboraciones en todos los respectos sufren por
esta pérdida de tiempo en diversiones perjudiciales;
“que redundan notables perjuicios a la agricultura y muy
señaladamente a la siega de los trigos;
“que se perjudican las fortunas particulares y se
deterioran y ensucian los edificios en las ciudades por el juego en las
azoteas, puertas y ventanas;
“que la higiene pública se opone a un pasatiempo del que
suelen resultar enfermedades;
“que las familias sienten otros males por el extravío
indirecto de sus hijos, dependientes o domésticos:
“Por todas estas consideraciones, el gobierno ha acordado
y decreta:
Art. 1°: Queda abolido y prohibido para siempre el
Carnaval.
Art. 2°: Los contraventores sufrirán la pena de tres años
destinados a los trabajos públicos del Estado, y si fuesen empleados públicos,
serán, además, privados de sus empleos.
Art. 3°: Comuníquese, publíquese, e insértese en el
Registro Civil. Rosas. Agustín Garrigós”.
Con esta resolución quedó sellada por largo lapso la
suerte del carnaval. A los porteños que amaban sanamente las diversiones, les
quedaba el consuelo de leer subrepticiamente la nota aparecida en El
Mercuriode Santiago de Chile el 10 de febrero de 1842, en la cual Sarmiento –su
autor- exiliado a la sazón, tras atacar con su espíritu combativo al “carnaval
de Rosas”, recordaba entre nostálgico y jovial aquellas jornadas anteriores al
advenimiento del régimen federal.
“¿Quién ha olvidado aquella alegría infantil –escribía
Sarmiento- en que haciendo a un lado la máscara que las conveniencias sociales
nos fuerzan a llevar en el largo transcurso de un año mortal, se abandonan a
las inocentes libertades del Carnaval?”.
“¿Quién es que no ha saboreado en aquellos tiempos
felices, el exquisito placer de vengarse de una vieja taimada que nos estorbaba
en los días ordinarios, el acceso al oído de sus hijas, bautizándola de pies a
cabeza con un enorme cántaro de agua, y viéndola hacer horribles gestos, y
abrir la desmantelada y oscura boca, mientras los torrentes del no siempre
cristalino líquido descendían por su cara y se insinuaban por entre sus
vestidos? ¿Quién no se ha complacido contemplando extasiado las queridas formas
que hasta entonces se substraían tenaces al examen, viéndolas dibujarse a
despecho del empapado ropaje, en relieves y sinuosidades encantadoras?¿Quién
que tenga necesidad de decir dos palabras a su amada, no echa de menos aquella
obstinada persecución con que separándola del grupo de las que hacían acuática
defensa del carnaval, la seguía por corredores, pasadizos y dormitorios, hasta
cerrarle toda salida, y verla al fin escurriendo agua, y con las súplicas más
fervientes, pedir merced al mismo con quien antes no la había usado ella, y
dejarse arrancar acaso un pequeño favor como precio de la capitulación
acordada?”.
“¡Oh, felices tiempos de nuestros padres! Tiempos de
inocencia y de festiva folganza, en que si no era permitido dar el brazo a las
señoritas, ni dirigirles desembozadamente tiernos cumplidos, había tres días al
año en que todo el mustio aparato de la terca etiqueta y gravedad española,
cedían a impulsos de torrentes de agua que en todas direcciones se cruzaban, y
que servían a ablandar los corazones de las esquivas y desdeñosas beldades…
¡Días de verdadera igualdad y fraternidad, en que no había puerta cerrada, ni
necesidad de más títulos ni pasaportes para presentarse en una casa, que la
provisión de agua ligeramente saturada de colonia o lavanda, y en los que le
daban la bienvenida con un duraznazo o un jarro de agua!”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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