Hablando de Bueyes Perdidos
Ángel Juárez
Masares
El hombre levantó la vista de su taza de café y miró hacia la calle
con los ojos entrecerrados tras la cortina de humo de su cigarro. Habíamos
estado hablando de bueyes perdidos, y esas charlas nos llevaron a épocas
pasadas, cuando Latinoamérica se retorcía entre botas militares y zapatos de
traidores. Cuando salir a la calle significaba no tener certidumbre del
regreso, y cuando un libro podía convertirse en “prueba de delito”.
Me contó que allá por el 71 supo sobrevivir en un tugurio enclavado en
pleno micro centro de Buenos Aires, donde no estaba solo pues el miedo lo
acompañaba a todos lados, como el perro mas fiel que alguien pudiera poseer.
Había elegido ese lugar porque –aseguró- nadie pasa mas desapercibido que entre
mucha gente, y porque desde allí ayudaba a otros perseguidos como él, unas
veces llevándoles comida, y otras noticias de ami
gos o familia.
Allí fue que conoció a “la
Lola ”. Mujer de edad tan indefinida como su procedencia, y
que vivía en el cuarto contiguo. Como él, ella se había alejado de su familia
para evitarles los males que podría causar su presencia peligrosa.
-“La Lola ”
debió ser una bella mujer en su juventud- me dijo un día mientras asesinaba un
cigarro en un cenicero de aluminio que decía “Cinzano”.
-Solíamos charlar hasta la madrugada mientras comíamos fiambre y queso
y nos “bajábamos” una botella de vino “Rojo Trapal”. Ella me contaba que estuvo
casada, pero que poco había durado el juramento de amor eterno y una vida mejor
que le prometiera su marido. El alcohol y la el juego pronto se convirtieron en
una constante a la que pronto se sumaron los golpes y el maltrato, por lo que
un día cualquiera metió en su bolso cuatro trapos y se fue-
El hombre me contó que algunas noches el sueño vencía a la palabra y
se dormían abrazados en aquella cama “para uno”. Juntos, como dos hermanos
abandonados… otras se metían uno dentro del otro sin prometerse nada, solo para
saber cómo era; quizá para mentirse un poco, o para inventarse un pretexto para
amanecer mañana.
También me dijo que “la
Lola ” amaba las manos, las propias, las de él, las del mozo
de la pizzería donde iban a veces los viernes por la noche, y las de la mujer
que le vendía cigarros en el quiosco de la esquina. Ella aseguraba que las manos eran algo más que
un instrumento ejecutor de la voluntad del hombre, y elaboraba una larga tesis
acerca de la forma como cada uno las usaba (aún sin haber leído a Desmond
Morris).
“La Lola ”
amaba los gatos. Dijo que solía detenerse para acariciar los gatos callejeros, y que
llegó a trepar un muro para poder hacerlo.
Mucho me contó el hombre aquel día acerca de “La Lola ”. Tanto que no pude
evitar preguntarle si se había enamorado. La pregunta lo desconcertó, y ahí fue
cuando levantó la vista de su taza de café y miró hacia la calle con los ojos
entrecerrados tras la cortina de humo de su cigarro.
-¿Qué es estar enamorado? ¿Quién tiene la certeza de estarlo? ¿Cuáles
son las señales que indican haber adquirido tal condición?- se preguntó en voz
alta viendo detenerse los automóviles ante el semáforo.
-Quizá… no lo se –continuó- y no creo que sea importante definir todas
aquellas sensaciones. Fueron tantas y tan intensas que darles un nombre hasta
puede resultar irreverente. Mejor dejarlas así, fuera del presente, sin futuro,
pero tampoco en el pasado. Están ahí, tal vez en el único rincón del alma que
no se llueve, acurrucadas bajo los buenos recuerdos que uno conserva para estas
ocasiones-
-¿Y que fue de “la Lola ”?-
me atreví a preguntarle.
-Un día no regresó- dijo el hombre con los ojos humedecidos “por el
humo”- supongo que “la encontraron” y la “desaparecieron”.
Poco después el hombre se levantó y se fue. Como él a “la Lola ”, nunca mas lo vi, pero
si bien no éramos amigos tampoco lo olvidé.
Pasaron muchos años desde entonces…muchos… hasta que un día pinté a “la Lola ” asomada a una ventana.
Como no la conocí, mas que pintarla “inventé” su retrato, la “armé” con los
trozos del relato del hombre, le pinté el pelo de amarillo, le lavé el maquillaje
de la cara, y le regalé un gato de cartón.
-Es una prostituta- susurró una señora en el oído de otra que la
acompañaba, señalando con un dedo a “La
Lola ” que colgaba en una Sala de Exposiciones. Yo la escuché
pese al rumor de la gente y no pude evitar una sonrisa. Las señoras intentaron
avanzar para alejarse del pecado pero allí estaba yo con la maldad
desenfundada.
-¿Les gustó esa obra?-pregunté señalando “la Lola ” con un dedo siempre
sucio de pintura.
-¡Oh! ¡hermosa, si!- respondió con entusiasmo la señora del susurro.
-Se llama María Magdalena- le dije sacando una sonrisa gentil de entre
la barba, y me fui pretextando que alguien me llamaba.
En algún lugar, quizá en un enterramiento clandestino, los restos de
una mujer dejaron por un instante de ser un NN.
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