La angustia de
Antoine Compagnon*
La lectura es un placer que se paga. Está profundamente
ligada al spleen y a la angustia. Como Montaigne, Proust y la propia Madame
Bovary, ¿no son los melancólicos los únicos buenos y verdaderos lectores? Hoy
se prefiere insistir en el placer de la lectura: es parte de las ideas de estos
tiempos. Por ejemplo, para intentar defender al libro de la seducción y el
prestigio de la imagen y del monopolio espiritual de lo electrónico, los
pedagogos mencionan, a cual mejor, el placer como el alfa y el omega de la
lectura. Los textos oficiales de francés en la enseñanza media apuestan al
placer para salvar la lectura del desbande frente a la televisión, la tabla de
surf y los estupefacientes. Buenas intenciones, pero también peligrosas
ilusiones. Por supuesto que hay un placer en la lectura y no hay por qué
negarlo: el placer de abismarse en el mundo de una novela, el placer de jugar
con la lengua de un poema, el placer de ver la duración reducirse a la
instantaneidad de la ficción, el placer de comprenderse a sí mismo y al resto.
Pero no es un placer inofensivo; es un placer que se paga. ¿Cómo y por qué
ocultar que la lectura está profundamente ligada al spleen y a la angustia, al
punto que me pregunto a veces si no son los melancólicos los únicos buenos y
verdaderos lectores?
Piensen en Montaigne, modelo de lector. Se retira a su
biblioteca para leer y encontrarse, “detenerse y ensimismarse”, como dice, y en
lugar de conseguir el reposo, la paz, la tranquilidad del alma, es la
inquietud, son las “quimeras y monstruos fantásticos”, en suma, las pesadillas,
lo primero que encontró en la compañía de los libros. Si se puso a escribir es
porque la lectura le hacía mal y lo enfermaba, porque en lugar de apaciguarlo
lo trastornaba. Lejos de darle certezas, fundamentos, soluciones, la lectura
destruía las pocas seguridades que tenía acerca de la vida y sobre todo acerca
de la muerte. Y sólo después de un largo camino pudo decir: “En los libros sólo
busco placer y honesto entretenimiento”. Sí, es cierto que Montaigne habla de
placer, pero de un placer que de ningún modo va de suyo sino que se alcanza,
conquistado sobre la atrabilis, después de una dura ascesis.
UN PLACER QUE MATA. Piensen también en Madame Bovary, cuyas
lecturas la sacan del hastío de la vida de pensionado y de provincia antes de
llevarla al suicidio. Sus odios y sus amores vienen de los libros. Y la lectura
es peligrosa. “Su vida, en el sentido más ardiente, más devastador, está
formada por los libros”, decía Roland Barthes. Madame Bovary muere de sus
lecturas como Paolo y Francesca, condenados al infierno eterno de Dante por su
amor inspirado en Lancelot y Ginebra al leer las novelas de la “mesa redonda”.
“Muchos, sino todos nosotros, somos Bovary”, seguía diciendo Roland Barthes. La
lectura es un placer, sí, pero un placer que mata.
Piensen en Proust, que asocia definitivamente la lectura, en
“Días de lectura”, a los largos e inciertos días de las vacaciones de su
infancia. Describe la lectura como un “placer divino” ante el cual todas las
otras actividades de ocio se perciben como obstáculos: “esas lecturas hechas en
tiempos de vacaciones, que íbamos a esconder una a una en todas aquellas horas
del día lo suficientemente apacibles e inviolables para poder darles asilo”.
Pero lo que evoca a continuación es una experiencia particularmente
perturbadora, porque lo que se recuerda no son tanto los libros leídos sino el
mundo circundante, los “días pasados”, el rumor que rodeó, alteró, prolongó la
lectura: “Quizá no haya días en nuestra infancia tan plenamente vividos como
aquellos que creímos no haber vivido, aquellos que pasamos con un libro
preferido”.
El tiempo de leer, nos recuerda Proust, es idealmente el
tiempo infinito de la infancia, tiempo abierto del 14 de julio, el 15 de
agosto, el comienzo de clases en octubre, el Día de Todos los Santos, la Navidad , las Pascuas, el
inmenso espacio de tiempo que hay que ocupar, domesticar, amansar, un tiempo
que cada domingo reproduce en pequeño hasta que llega la desazón de la media
tarde. ¿Quién no recuerda su infancia como una época ilimitada, latente, vana?
La lectura es un placer, placer de Montaigne, placer de Madame Bovary, placer
de Proust, pero un placer inseparable del tedio, un placer que se destaca como
un memento mori sobre un fondo de vacuidad –la “marinade” de Flaubert– y que,
una vez cerrado el libro, reconduce a la inquietud. Proust tampoco lo ignoraba
cuando analizaba ese momento de pérdida tras el fin de un libro. Dimos vuelta
la última página: “Las cárceles de Parma estaban vacías”, “Acaba de recibir la
cruz de honor”, “Que no se hable más”, y nos sentimos profundamente desolados,
más exactamente, desactivados ante el vacío.** Son las dos o tres de la mañana,
llevamos la lectura hasta la cama, a pesar de las recomendaciones de nuestros
padres, nos apoyamos en un codo y luego en otro al ritmo de los calambres,
haciendo trampa, robándole al día siguiente, y ahora Julián está muerto. Porque
se termina siempre con la muerte –“me levantaba, me ponía a caminar a lo largo
de mi cama”, dice Proust, para calmar la emoción–, y todo eso nos costará una
noche más de insomnio.
CONTRA LA
LECTURA FÁCIL. Y qué decir del comienzo de la lectura,
igualmente desorientador durante páginas y páginas –treinta, sesenta, cien–,
antes de sentirme ubicado, instalado como en mi casa en el mundo de la novela.
Un libro en el que entramos de primera probablemente es un libro que no vale la
pena. Y hay libros cuyo extravío inicial no superamos nunca, hay libros que
quieren que renunciemos a ellos, o que, en caso de perseverar, el malestar nos
dure hasta el final. Hay libros que he comenzado veinte veces sin jamás
franquear el umbral del placer. Durante años, por ejemplo, quise terminar un
relato de Maurice Blanchot, y cada domingo de tarde, a
las cinco –la hora
negra–, volvía a empezar “La espera, el olvido”. Pero me perdía siempre en una
landa infranqueable, hasta que un día me dije que la intención de ese libro era
desorientarme para siempre, quitarme todo placer de lectura antes, después, y también
durante.
Hay lugar para la inquietud entonces, antes de la lectura,
alrededor, después de la lectura: la lectura está cercada por la angustia. Toda
una publicidad mentirosa quisiera hacernos creer –sobre todo a los escolares,
para complacerlos– que la lectura es un placer inalterado que se consume
inmediatamente, como si el placer fuera algo fácil de experimentar. El
resultado es que después de los libros infantiles los niños se apartan de los
libros que les exigen esfuerzo e implican malestar.
Piensen un momento en el primer y verdadero placer de
lectura vivido: en esa escena primitiva en la que algo nos conmovió de modo que
después ya nada fue como antes, como para Paolo y Francesca. Hay dos clases de
libros: los libros que nos han cambiado para siempre y los otros. Un libro que
nos deja igual no es un libro que vale la pena.
* Crítico
literario, historiador de la literatura francesa, catedrático en la Sorbona (París IV),
profesor de la Universidad
de Columbia y actualmente del Collège de France. Entre otros libros es autor de
La seconde main ou le travail de la citation y Proust entre deux siècles.
Acantilado publicó Gato encerrado: Montaigne y la alegoría, Los antimodernos y
¿Para qué sirve la literatura? Compagnon estuvo en Montevideo en el invierno de
2007 y participó en un coloquio de letras comparatista; su conferencia “Proust
entre local y global” fue recogida en Proust y Joyce en ámbitos rioplatenses.
Reflexiones desde Montevideo (Linardi y Risso, Serie Montevideana/4, 2007).
** Palabras finales de La Cartuja de Parma, Madame
Bovary y Viaje al fin de la noche.
Extraído de: http://brecha.com.uy/
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