Veinticuatro
toneladas de fuego y memoria
“El fuego destruye todo, libros
incluidos, pero nunca puede destruir los sentimientos, el saber y la memoria”.
Mempo Giardinelli
Hoy, 26 de
junio, hacen exactamente 33 años del día en que la dictadura ordenó quemar
millones de libros del Centro Editor de América Latina.
Ese 26 de
junio de 1980 está en la memoria más horrible de la Argentina y escribo esto
pensando una vez más en todo el dolor que todavía nos deben.
Propongo
recordar lo sucedido. Propongo que imaginemos aquel 26 de junio de aquel 1980.
Día frío y gris, pero no llueve. La acción en Sarandí, partido de Avellaneda,
provincia de Buenos Aires. A corta distancia de lo que entonces se llamaba
Capital Federal, vemos que de un gran depósito sobre las calles O’Higgins y
Agüero (hoy Crisólogo Larralde) entran y salen camiones cargados de libros. Son
veinticuatro toneladas de libros. En silencio, suboficiales, soldados y
policías vacían lentamente el depósito bajo las escrutadoras severas miradas de
oficiales del Ejército Argentino, algunos muy jóvenes.
El depósito
–un amplio galpón– y todos los libros pertenecen a la conocida editorial Centro
Editor de América Latina, una de las más prestigiosas y originales casas
editoras de libros del país y el continente, fundada y dirigida por Boris Spivacow,
un respetado matemático de 65 años, hijo de inmigrantes rusos. Entre 1958 y
1966 había sido gerente general de Eudeba (la Editorial de la Universidad de
Buenos Aires) y la había colocado en el pináculo de la consideración pública
por sus colecciones de extraordinaria calidad y cuidado a precios populares.
Hasta que la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos, el 29 de julio
del ’66, junto con centenares de profesores e investigadores, Spivacow fue
forzado a abandonar Eudeba y la universidad.
Inmediatamente
empezó a soñar con una empresa independiente y autosuficiente. Y así, con toda
la experiencia acumulada, fundó la editorial Centro Editor de América Latina,
que llegó a convertirse en una de las más fuertes editoriales del continente, y
sus colecciones fueron formadoras de ciudadanía y fuente de conocimiento en
todas las disciplinas.
Las fuerzas
armadas de la época tenían a Spivacow, como se decía entonces, “marcado”. La
supervivencia casi milagrosa de la editorial durante los primeros años de la
dictadura tenía, por lo tanto, los días contados. Y el final fue ese día, ese
26 de junio del año ’80, en que llegaron las tropas en sus camiones y empezaron
a cargar libros, paquete por paquete, y en sucesivos viajes llevaron 24
toneladas de cultura y conocimiento desde el depósito de Agüero y O’Higgins
hasta un baldío que había entonces a muy pocas cuadras, en la calle Ferré,
entre Agüero y Lucena.
Allí, una
vez descargados los libros –posiblemente un par de millones de ejemplares– un
valiente oficial habrá dado la marcial y ceremoniosa orden de prenderles fuego.
“Procedan”, habrá dicho con firmeza y yo imagino que sin inmutarse, sin culpa
alguna, sin siquiera darse cuenta de la atrocidad que cometía en ese instante
miserable.
Así se
quemaron esos libros, aquel 26 de junio de 1980, y con ellos se quemaron años
de saber, de cultura, de investigaciones, de sueños y ficciones y poesías. Y se
quemó una parte esencial de la Argentina más hermosa, incinerada por la
Argentina más horrenda y criminal.
El expediente
judicial –informan ahora amigas y amigos que han guardado intacta la memoria de
esa jornada ominosa– dice que aquel día estuvieron presentes allí algunas
personas de la editorial: el fotógrafo Ricardo Figueiras, Amanda Toubes,
Alejandro Nociletti, Hugo Corzo y el propio Boris Spivacow.
Me cuesta
imaginarlos, ahora. Pero no los veo llorando sino concentrados y serios, dignos
y elocuentes en su silencio atronador. Los veo observando con dolor a las
bestias de uniforme que cumplían esa orden infame que algún oficial de alta
graduación, algún oscuro dictador habría dispuesto en algún oscuro lugar del
poder. Pero no veo que ninguno de ellos baje o desvíe la mirada. Como si
supieran que algún día y en una democracia, aunque plena de imperfecciones,
esos libros amados iban a renacer de entre las cenizas.
Y eso es lo
que sucede hoy, 26 de junio de 2013 y en Democracia: amigos de la Biblioteca
Nacional informan que hoy por la mañana se hará el primer acto simbólico en el
mismo lugar de
la quema, ahí en Sarandí. Lamento estar tan lejos, pero
simbólicamente voy a hacer con mi hija una casita de libros en el jardín de
nuestra casa. Y le voy a explicar cómo es que el fuego destruye todo, libros
incluidos, pero nunca puede destruir los sentimientos, el saber y la memoria.
(*) Nota
publicada esta semana por el escritor Mempo Giardinelli en Página 12.
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