El siguiente
artículo lo escribió nuestro columnista Fermín Méndez para el periódico
montevideano LA DIARIA. Nos
pareció valiosa la visión y la
descripción de lo que fue el Encuentro Arte y Juventud realizado el pasado fin
de semana en Mercedes. Por eso lo compartimos (las fotos nos pertenecen).
Algo habrán hecho
El encuentro Arte y Juventud pasó por Mercedes, Soriano, con
un cúmulo de singularidades propio de la generación que lo representa. Jóvenes
de entre 14 y 29 años con sus vestimentas y peinados disímiles de los de los
mayores, diferentes e iguales entre ellos. Son genuinos, auténticos y copiados,
imitados y únicos. Jóvenes desembarcando y ocupando tribalmente una ciudad y su
rambla, miradas desconocidas buscando conocerse, conocidos disimulando saberse.
Deseos y odios
de primavera. Jóvenes buscando jóvenes; jóvenes paseando niños;
parejas paseando jóvenes; referentes y público sintiendo jóvenes. Cada uno con
una cámara de fotos como extensión de sus ojos, muchos pasando cerveza y vino
de mano en mano. Hubo amor y desamor. Cantaron, bailaron, lloraron,
amanecieron, rodaron por el pasto, fueron, son. Ómnibus que vienen y que van,
entre mochilas y morrales de sueños y utopías. Demostraron que el único viaje
que no será es el que no se intente. Dieron valor agregado a una vida con arte
y juventud para rato.
Qué hacés, muñeco
El camping de la
Isla del Puerto fue uno de los alojamientos donde se afincaron
350 jóvenes y referentes que llegaron al encuentro. Un lugar natural, a orillas
del río Negro, enfrente a la zona oeste de la ciudad, unido a ésta por una
pasarela. Zona poblada de grandes eucaliptos, con dos paradores que funcionan
en verano todo lo que producirían el resto del año, con una cancha de arena que
puede transformarse en futbolera o voleibolista según los requerimientos de los
presentes. Una zona donde se puede respirar cuando el sofocante verano
mercedario aprieta la corbata y empapa los mamelucos. Ahí van los locatarios a
acampar, a no más de 15 cuadras de sus casas, para sobrellevar el fuego que
despiden las calles de hormigón.
“Estamos muy bien, cómodos. Actuamos el viernes, sin
inconvenientes, y luego pudimos descansar sin problemas. Este camping está
espectacular, con instalaciones y baños muy limpios”, comentó a la diaria
Melania Lavecchia, coordinadora del Instituto de Promoción Económico Social del
Uruguay (Ipru). Ellos vinieron para realizar la obra de teatro negro llamada El
viejo.
Ipru es una ONG que tiene su sede central en Montevideo y su
regional norte en la ciudad de Salto. Trabaja en coordinación con el Instituto
del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) y maneja varios programas sociales
para una población de entre 12 y 18 años. “Este convenio con INAU tiene como
objetivo primordial reinsertar en la educación formal tanto a los gurises como
a sus familias, con talleres de expresión como herramienta”, nos explica
Melania. Por eso, además de lo curricular, se enseña plástica, murga, teatro,
percusión, danza. Una forma de trabajo que llevan a cabo desde 1998, bien
distinta de la mayoría de los centros de inclusión social, que trabajan con
talleres más dedicados a desarrollar aptitudes para afrontar el mercado
laboral. Néstor Chiriff, tallerista de teatro de la ONG , contó que para llegar a
que el muñeco se mueva en la oscuridad con sus luces fluorescentes el camino es
largo e interesante: “A principios de año se empezó con talleres a nivel
narrativo, basándonos en películas, cuentos, anécdotas, una poesía, en fin, lo
que se nos ocurriera. El disparador esta vez fue Un señor muy viejo con unas
alas enormes, de Gabriel García Márquez. Con eso los gurises empezaron a
trabajar, a imaginar situaciones, a suponer qué pasaría con ese viejo si cayera
en un barrio como el nuestro. Luego de esa búsqueda, con el correr de las
clases vamos pasando del lenguaje narrativo al dramático, hasta llegar a
pensarlo en imágenes y luego comenzar a diseñar los muñecos, las músicas, la
percusión”.
El viejo se mueve entre las sombras. Cayó en una playa.
Ahora está en otros barrios, desconocidos. 19 artistas en escena son el
ambiente de las calles salteñas del Horacio Quiroga, o de Los Olivos, o
Constitución, o el barrio Bello Horizonte, o el Patulé; trajeron al viejo con
alas a sus propios círculos, sus lugares, sus aires, sus necesidades, entre lo
que no es y lo que debería ser. Los niños actores son también actores de esos
barrios complejos, de situaciones de vida críticas. El juego con los muñecos es
didáctico, pero esconde lo vivencial: son actores con padres y madres con
conflictos de alcoholismo, drogas, violencia doméstica. Niños muñecos con
riesgo social. Poco sabemos en la platea de si pasaron bien la noche, si los
dejaron dormir, si son golpeados, si comieron o no, qué grado de cansancio
tienen sobre sus hombros, cuánta gana o desgana los mueve; algunos ya
estuvieron presos de la libertad que hoy encuentran acá, en este aplauso
efusivo antes de que baje el telón.
“El reconocimiento de la gente es un aliciente muy
importante para la autoestima de ellos, por lo general infravalorados en sus
casas”, diría Chiriff. El muñeco no tiene vida, se la da el titiritero. Ésa es
la esencia: lloran si les sale mal, son responsables de sus actos, disfrutan,
trabajan, se divierten, recorren realidades. Niños remando la escuela y la
vida, a veces con limitaciones gestuales o de vocabulario pero trabajando al
escritor colombiano, con música de Fernando Cabrera o de autores salteños, que
decodifican el lenguaje de todos. Por eso es que el público del teatro 28 de
Febrero disfrutó como si fuera una obra más sencilla. Fue un medio de expresión
potente, rico visualmente, con trabajo. Es, quizá, la única expresión artística
que atraviesa sus vidas. Pero en esa única oportunidad de ser son capaces de
transmitir que desean perspectivas distintas.
Break dance portuñol
El humo invadió el escenario cuando las máquinas eléctricas
desperdigaron vapor. Al instante las luces rojas y azules se esforzaban en
darle color a la niebla. El escenario de la Manzana 20 quedó nublado, tanto que era imposible
ver los instrumentos, consolas y parlantes que estaban hacía dos segundos. De
pronto, como quien atraviesa una pared de papel, un joven interrumpió en escena
con su figura. Comenzó a sonar el hip-hop. Sus brazos eran alas y sus piernas,
escobas, que disipaban el humo entre saltos y movimientos ondulantes. Usaba un
gorro azul con visera roja, tan plana como los viejos horizontes. Una camisa a
cuadros holgada y desprendida encima de una camiseta blanca, un pantalón de
jean negro por debajo de las caderas y unas botas que parecían de astronauta
pero eran de básquetbol le daban el aspecto ciudadano y callejero del ritmo
originario de Estados Unidos, aunque con raíces afro y latinas.
Me dijeron que se llama Dido, que es de Rivera, que integra
Dynamic Dúo con su hermana Vale pero que bailó solo porque ella no pudo venir.
El baile es la pasión de Dido Fontes. Se le nota en la cara al descender del
escenario, su aliento agitado no deja mentir, y su sonrisa tras los aplausos
del público transmite felicidad. Tiene 18 años y parece que baila de toda la
vida. Aprendió viendo y escuchando, gracias a la accesibilidad que la
tecnología permite. Y no cesa: en su ciudad Dido da clases abiertas y cerradas
de hip-hop dance en el Colegio Ziraldo. Además, con los suyos y con música
ambulante, demuestra destrezas en la pista de skate riverense y cuando puede
viaja a Montevideo persiguiendo certámenes y competencias en busca de más
aprendizajes. Dido me cuenta, en un idioma muy parecido al portugués y al
español juntos, que en la pista de skate organizó un evento al que concurrieron
500 personas. Tiene intenciones de seguir charlando, pero sus brothers quieren
felicitarlo por el desempeño. Nos damos la mano como quien juega una pulseada,
mueve su cuerpo hacia mí y chocamos hombro con hombro. “Gracias, man”, dice. La
niebla ahora es de los amigos que lo absorben. Distinta de aquella que limpió
girando sobre su espalda, con piernas como hélices que luego fueron resortes,
que lo pusieron de pie de un salto y lo dejaron petrificado, moviendo el dedo
índice desafiando a quien quisiera compartir su humo.
El crédito de la casa
Soriano siempre ha convivido con la inquietud de la música.
En otras épocas, un tanto añejas y diferentes, los institutos de enseñanza
musical abundaban por sus ciudades. Españoles, italianos, vascos, incluso
ingleses y franceses, fueron arribando a sus orillas y trajeron su mejor
equipaje cultural al hombro, agregando otras técnicas y conocimientos a la
música existente. En la actualidad el camino musical continúa. Desde 2006 un
grupo de personas viene trabajando en esa dirección con la intención de
humanizar la sociedad, con la música como herramienta de tallado social. Se
llama Movimiento Cultural Jazz a la
Calle y no es sólo un encuentro estival en clave de música
estadounidense (afro, si se me permite). Una de las proclamas de este
movimiento es la formación didáctica y pedagógica de niños, transmitirles
conocimientos y disfrute por el arte. “Algún día, esos niños van a descubrir el
camino de l
a música y empujarán para adelante. Los demás niños serán, seguramente, mucho más sensibles”, dice Horacio Macoco Acosta, referente de Jazz ala Calle. No
podían estar ajenos al encuentro Arte y Juventud los jóvenes músicos
sorianenses.
a música y empujarán para adelante. Los demás niños serán, seguramente, mucho más sensibles”, dice Horacio Macoco Acosta, referente de Jazz a
En primera instancia subió al teatro el ensamble Jazz a la Calle , integrado por los
niños y jóvenes que asisten a clases de la escuela. Dirigidos por el maestro
Mónico Aguilera, entre vientos de flautas traversas, trompetas y saxos y con
una cuerda de violines que fue un deleite, tocaron temas como “Blue Moon”, de
Richard Rogers, y “Wonderful Tonight”, de Eric Clapton. Luego, integrada por
jóvenes provenientes de las escuelas municipales, tocó la Orquesta de Jazz Juvenil
de la Intendencia
de Soriano.
Incluyendo así
El sábado de tarde le ganó a la lluvia del mediodía. Las
actividades comenzaban más temprano. La idea era la misma: mostrar todo lo que
tenemos. Fue la manera de ponerle dinámica a un día frío, con un sol que estaba
lejos de dar el calor faltante, sólo disimulado cuando la música sonaba en el
aire. A eso vinieron, entre otras cosas, los miles de jóvenes a Soriano.
Arriba, en el escenario de la plazoleta Paraguay los acordes
eran de música criolla y los bailes de danzas folclóricas. Los megáfonos
comunicaron que eran Rumbo Norte y que venían de Tacuarembó. La pollera de la
china volaba, el sombrero de ala ancha del hombre seducía e invitaba. Los
zapateos eran la señal del aviso, los roces las del cariño. Bailes y vestimentas
gauchas del ayer bailando el hoy. El arte y la juventud no tienen fecha de
caducidad.
Abajo, varios muchachos repartían folletos. Una incógnita.
Sólo veía desde lejos que eran rojos, y que las camisetas que usaban los
jóvenes eran negras y con logos del Ministerio de Desarrollo Social. Me
acerqué. “Hola”, me dijo un niño con una camiseta varios talles más grandes,
“¿te puedo entregar esto? Es un folleto que habla sobre los discapacitados. Es
para que nos pongamos en el lugar del otro y sentir lo que ellos sienten”. Así,
tan suelto, el botija se fue y me dejó solo, con el pensamiento atravesado:
ponerse en el lugar del otro.
Bryan Romero tiene 13 años y es de Carmelo. Me invitó a
acercarme al lugar donde se preparaban situaciones-simulacros con acciones a
las que la vida de un discapacitado debe sobreponerse: caminar con los ojos
tapados, con un bastón y acompañado de una persona; jugar bolos sin usar las
manos, apretando la bola entre el mentón y el cuello; jugar al básquetbol en
sillas de ruedas. “Quiero jugar con vos”, me desafía Bryan. Ahí voy. Bryan no
es discapacitado, pero entiende a la perfección el concepto de inclusión. Hice
lo que pude. Cuando logré acomodarme en la silla, adaptarme a moverla,
equilibrar el cuerpo para no irme hacia adelante, intentar doblar, no chocar
con Bryan; cuando pude coordinar todo eso, apenas me había movido dos
centímetros. La distancia al aro me pareció kilométrica. Ponerse en el lugar
del otro es desnudar nuestras propias discapacidades. Lo podemos tener claro o
nos lo puede enseñar un chiquilín de 13 años.
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