viernes, 4 de octubre de 2013

Máximo Maneiro Vázquez

Un injustamente  escritor olvidado




Aldo Roque Difilippo




El 3 de octubre de 1912,  nacía en Mercedes Máximo Maneiro Vázquez. El año pasado cuando se cumplieron los 100 años de su nacimiento, pasó sin pena ni gloria, ya que casi nadie lo recuerda y en las bibliotecas departamentales es difícil encontrar  alguno de sus títulos, aunque, paradójicamente fue un autor prolífico, y uno  de los que quizá merezca destacarse la historia de la literatura de Soriano.
En HUM BRAL nos hemos encargado casi desde siempre de su obra, de volver sobre sus textos que son una pintura de aquella sociedad mercedaria   con el río Negro como forma de comunicación y de sustento.



LOS RÍOS INTERIORES
El 7 de noviembre de 1945 la Compañía de Pepita Muñoz estrena «Perico el Lobisón», en el Glücksmann Palace (actual Teatro “28 de Febrero”), obra mencionada en el Concurso de Teatro Nacional de 1943, del coterráneo Máximo C. Maneiro Vázquez. Aunque radicado desde hacía varios años en Montevideo, Maneiro Vázquez (1912-1974) buscó que el estreno de su obra se realizara en su ciudad natal. «Este acontecimiento ha despertado justificada expectativa en nuestro ambiente y es explicable tal cosa, pues nos brinda la oportunidad de conocer el fruto de la labor intelectual de un coterráneo a quien se desea ver triunfar para satisfacción propia y para orgullo del solar chaná...» (Diario Acción 7/1/1945).
Ya había escrito tres obras teatrales «El Loco San Juan», «Epitalamio», «El Dr. Nimio», y le seguirían «Gleba» (1945), «El Jubilado», y «Cumbres». Escribió además 5 novelas: «Gleba la del río» (1950), «El despertar de Mamá Petrona» (1952), «El hombre del Boulevard» (1957) -aún inédita-, «S.A.» (1963) -con prólogo de Paco Espínola-, y «Servando»; aún inédita. Editando en forma artesanal, un libro mimeografiado por él, «Pinocha», poesías (1967),  dejando también inédito un libro de poesías «Pontón 71», y “Cumbres” (teatro).
Sus obras reflejan cierta añoranza por la ciudad natal, describiendo personajes humildes que viven a orillas del río (lavanderas, pescadores, chalaneros, etc.).
Sus coterráneos de «Asir» opinaban sobre «Gleba la del río» que «el ambiente ribereño no tiene consistencia, ni en su conjunto - descolorido y hueco-, ni en algunos de sus tipos: no hay caracteres. Los diálogos, que son abundantes y extensos, incurren en la facilidad de abrumar; más, no informan»  («Tres libros mercedarios», Martín Enrique Jaúregui, «Asir» 32-33, mayo-junio 1953.).



     UN HORMIGUEO DE PERSONAJES   
   Aunque nada menos que Paco Espínola denunciaba cierta vergüenza por no conocer a un escritor «cuyas excelencias rompían los ojos».   Expresando: «Solitario, modesta, laboriosa, austeramente, Máximo C. Maneiro Vázquez ha ido erigiendo entre nosotros una obra literaria que, a esta altura, ya merece por cierto, sea fijada en ella la atención colectiva». Agregando: «Siéndome Maneiro intelectual y personalmente desconocido, entré en contacto con su actividad en 1950, cuando tuve que apreciar Gleba, la del río, novela sometida al Jurado de Remuneraciones Literarias del Ministerio de Instrucción Pública, y que resultó premiada por unanimidad. Me sorprendió ignorar a un escritor de nuestro medio cuyas excelencias rompían los ojos. El afrontaba en Gleba, la del río un tema que, además de muy sugestivo, no ha sido frecuentado entre nosotros: el del ambiente y los seres que viven en poblaciones borderas de nuestros ríos interiores. (¿Pero, acaso, no son tales todos los del Uruguay? ¿Pero es que esa tan ancha extensión de agua, al Plata, le podemos llamar río?) Y aquel tema, digo, y aquellas criaturas están tratados en tal forma, que se tiene siempre la sensación de enfrentarse a una realidad viva, casi documental, sin que en ningún momento se disipe durante la lectura -he aquí la hazaña- la sensación de arte.
Un verdadero hormigueo de personajes hace dificilísimo el manejar la narración sin tornarla confusa. Sin embargo, Maneiro la cumple con conmovedora, con admirable -¿a qué vacilar en la aplicación del término? -, con admirable destreza. Y se permite el lujo, además, de vincular esos personajes a sus cosas características y al ambiente que le pertenece, sin eludir el cúmulo de problemas que ello presenta, no contentándose con dejarlos como colgados altamente en el aire, semejantes a vacíos esqueletos humanos, lo que es harto frecuente, y no sólo aquí.
Algunas escenas, por lo complejo de la forma contrapuntística en que están realizados, constituyen ejemplos de cómo se plantean y se resuelven arduos, muy arduos modos de componer -a veces exigidos sine qua non por el tema-, y cómo se llega a poder ostentar las palmas de la victoria a los ojos de aquellos lectores para quienes el arte de leer es, como quería Claudel, ‘un acto grave’. Y agregando nuevos elementos a esa entre nosotros insólita orquestación, finuras de relampagueante ironía, finuras sicológicas, finuras de observación del mundo natural: así una tierna sonrisa asoma acá y allá como bichito de luz; secretas pulsaciones del corazón humano hácense sensibles, de pronto, desde un gesto, desde una mirada, desde una palabra, apenas; todo un caudal de cosas, de costumbres, de usos bien diferentes de los de la ciudad y del campo, surgen con vivísima nitidez, sin que en momento alguno, perdidos los estribos del artista por cariño al asunto o por ostentar galas de conocedor, haga su aparición el afán enumerativo» (Francisco Espínola en prólogo de la novela «S.A», Talleres  Gráficos El Siglo Ilustrado, Montevideo, 1967).


Para quienes quieran tener una pequeña aproximación a su obra en el siguiente enlace puede leerse un capítulo de uno de sus libros.

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