sábado, 1 de febrero de 2014

Viaje hacia el fondo de la librería

Roberto Gomensoro, Susana Sureda y Erasmo Bogorta tienen en común la pasión por los libros. Los compran, los venden, los leen, los clasifican, los guardan: los aman.




Los libros usados ejercen una fascinación peculiar. Existe toda una clase de buscadores de tesoros que visitan las librerías de Tristán Narvaja y de la Ciudad Vieja tras una gema escondida, una edición rara, un autor que todavía no es de culto pero al que es cuestión de darle tiempo. En ese camino aparece un espécimen muy particular: el librero.

Se trata de gente que tiene una relación muy especial con los libros, los ven de muchas maneras: la fecha de edición, el número de edición, la dureza de la tapa, el diseño de la tapa, la calidad del papel, el olor del papel, la tipografía, la corrección, el tacto. Y la calidad de la escritura, también, por supuesto, la calidad del autor, el reconocimiento de su firma, el goce estético, cómo no.

Susana Sureda está rodeada de libros desde que nació. La foto que ilustra esta página bien podría ser el cuento de su vida. Su padre fundó la librería en 1923, después de años de vendedor en la feria Tristán Narvaja. Ella nació en 1932.

Empezó a colaborar en la librería cuando era una niña y dice que era lo que más le gustaba hacer. Desde 1955 está al frente del negocio, que lleva su apellido y está en Arenal Grande entre Rivera y Rodó.

Es un lugar muy particular. Parecería que los libros crecieran y se agarraran a las paredes como una enredadera, o que fueran un solo organismo hecho de millones de páginas y decenas de miles de tapas. Sin embargo, ese monstruo se lleva muy bien con su dueña. “Siempre estuve entre libros”, dice con una sonrisa juvenil, a sus 81 años, sentada en un banquito de madera en la base de una montaña de libros, ataviada con una túnica bordó.

¿Y qué tal el oficio? “Para mí es maravilloso, porque se genera una amistad entre el cliente y el librero. Hay gente que busca algo específico pero hay otros que piden consejo, y también están los que enseñan, porque hablan de autores y temas que uno tiene que buscar y aprender”.

Sureda trabaja sola y debe tener dos o tres decenas de miles de libros. Están por todos lados; solo hay pequeños senderos para caminar entre ellos. Ocupan todas las paredes en varias filas y se desarrollan también en pirámides de distintas alturas. Cuando le pregunto cómo hace, sola, para administrar ese emporio, me interrumpe: “No voy a vender la librería. Los libros son mi vida. Si la vendo, me voy al pozo”.

Me intriga cuál será la forma de encontrar algo específico en ese bosque escarpado de libros. Pregunto por García Márquez. Allá vamos: hay un peñasco particular que, después de un par de maniobras sencillas, deja un claro de literatura latinoamericana. Aparecen varios títulos del premio Nobel colombiano.

En un risco vecino, descubro un título muy interesante, que yo tuve y se me ocurrió prestar: Agonistas y protagonistas, de Ramón Mérica, en excelentes condiciones y con la cubierta original. Son $ 250. Los pago. Sureda le pone el sello de la librería y me lo da.

La librera habla de dos habitaciones más, llenas de libros, más un altillo. Quiero verlas y, después de ciertas dudas, accede a mostrármelas. Es un universo aún más denso que el anterior. Hay anaqueles desde el piso hasta el techo cargados de volúmenes de distintas épocas, tapas duras y blandas, colecciones, diccionarios. Luego un corredor con claraboya con las paredes tapizadas de libros, y la escalera al altillo, también atestada.

Camino alucinado, como en un sueño, o un cuento de Felisberto Hernández, y digo: “Me gustan los libros” y la anfitriona replica: “Se ve”.

“Ya no compro”, dice la librera cuando estamos otra vez adelante. “No tengo dónde meterlos”. De hecho el piso de madera está dando señales de ceder. Sureda dice que quiere llegar a 2023, cuando la librería cumpla 100 años. “Ahí sí, bajo la cortina”, dice, y sonríe otra vez.

El inmortal

Roberto Gomensoro es un joven librero. Se podría decir que se está iniciando en el tema, a sus 43 años de edad y 15 en el rubro. Sin embargo, está al frente de dos librerías con una personalidad muy definida, El Inmortal, que se especializa en libros usados, y Rayuela, que pone el énfasis en libros nuevos, ambas en Tristán Narvaja entre 18 de Julio y Colonia.

Gomensoro empezó a hacer su propia biblioteca desde muy joven, hasta que se decidió a poner un aviso en el diario: “Compro libros usados”. La gente respondía y el aspirante a librero iba en bicicleta; si eran muchos, tenía que llevarlos en taxi. Juntó 700 y se decidió a alquilar, con un socio, un local muy pequeño en Tristán Narvaja y empezar a vender libros usados. Tenía 28 años.

“Yo creía que sabía algo de libros pero no sabía nada. Creía que los libros buenos tenían mejores posibilidades de venderse, por ejemplo”, recuerda. Ahora sabe de sobra que eso no es así pero El Inmortal mantiene la porfía de la calidad, de interesar al cliente con ediciones interesantes, autores interesantes, tendencias y temas interesantes. El libro usado, después de todo, ya pasó la prueba de cierto tiempo.

Gomensoro vende nuevo y usado, y eso le da una perspectiva inusual: “Puedo seguir la historia de un libro, las circunstancias en las que fue editado y cómo se transformó, por la carrera de su autor, en un objeto de culto. Eso solo te lo puede dar el tiempo”, dice.  Es que con los libros la lógica es otra: primeras ediciones que pasaron sin pena ni gloria por las librerías adquieren precios extraordinarios cuando el autor se convierte en alguien.

A Gomensoro le encantaría que eso pasara con algún autor publicado por estas editoriales nuevas que “cuidan la tipografía, el diseño, arriesgan, como Hum, Criatura, Irrupciones, Max Pimienta”.

¿Y cuáles son los libros  más lindos de vender?, pregunto, esperando que me hable de márgenes de ganancia: “La satisfacción es vender lo que el cliente estaba buscando; ese que pregunta con pocas esperanzas y vos se lo das”, responde. “Los libros hermosos te da pena venderlos. Tengo la primera edición de Poesía vertical, de Roberto Juarroz. Vos lo ves, así, chiquito, y todo lo que generó”, reflexiona. Lo vende a US$ 150, y se despedirá para siempre de él cuando se lo compren.

Gomensoro no le recomienda el negocio al que quiera hacerse rico ni al que quiera ganarse la vida de manera fácil. Hay que sentirlo. “Sos el mediador entre el autor y el lector. Son libros, no celulares. Tampoco son adornos, van a ser leídos”. Y además “El Inmortal es una librería donde se toma café y hay lectores que saben mucho. Llegan autores, investigadores. Se aprende y se disfruta”.

Erasmo

Me dijeron que hablara con Erasmo Bogorta, porque “es un tipo que sabe de libros”. Trabaja en las librerías Minerva, que tienen dos sucursales en Tristán Narvaja. Sabe de libros, en general, y le gusta la poesía, en particular. Es un admirador de Pablo Neruda, César Vallejo, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Antonio Machado y Federico García Lorca. Tiene 63 años y hace 25 que trabaja con los libros, aunque son su pasión desde siempre.

Erasmo es un caballero, hace gala de una amabilidad que parece de otra época o de alguna cultura más civilizada. Estudió bibliotecología y cita a Kipling o a Bécquer sin afectación, al servicio de un concepto, de una idea.

La época de oro fue, tal vez, cuando enfrente a la librería estaba la Facultad de Humanidades (ahora es la de Psicología). “Acá venían los docentes, muchos de ellos autores que yo admiraba, gente que era un placer escuchar”.

Uno de los gustos del librero es comprar una biblioteca, algo que sucede con cierta frecuencia. Erasmo recuerda  especialmente cuando la librería adquirió la que había pertenecido a Nelly Goitiño, actriz y directora de teatro fallecida en 2007. “Era clienta nuestra. Yo recuerdo haberle vendido una bellísima edición de las acuarelas de Goya”. Ese libro volvió, porque estaba en la biblioteca.

Y había mucho más: “Ediciones de las décadas de 1920, 1930, 1940 y 1950. Nosotros creíamos que eran libros que íbamos a tener unos cuantos años, pero en seis meses se había vendido casi todo y seis meses después solo quedaba el recuerdo”, añora Erasmo.

“Yo no soy un gran aficionado a las primeras ediciones. El destino de los libros es ser leídos. Pero me dio un poco de pena desprenderme de alguno de los libros de esa biblioteca”, relata.

Puesto a ver el lado oscuro de su oficio, el librero aclara que como todo trabajo con público “hay  algunos incidentes, a veces las personas no tienen el respeto y la honestidad elementales”. También hay otro extremo: “A veces las librerías son como grandes consultores psiquiátricos”. Erasmo sufrió en carne propia un episodio de la primera categoría: “A mí me asaltaron en una oportunidad. Por suerte no fue más de lo que fue”.

En todo caso, Erasmo lamenta que haya aumentado la falta de educación y honestidad, por un lado, y disminuido el ocio vespertino de los pacientes psiquiátricos, por otro.

El librero insiste en que el lado luminoso del oficio es mucho más representativo que el oscuro: “Me gusta mucho también el público de los domingos, gente más distendida, más variada, más representativa y que, en general, aprecia el libro”.
Recomendar autores, recibir noticias de autores, hablar de letras. Esa es su rutina y su orgullo.






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