Svetlana
Alexievich: Voces de Chernóbil
Por
Fernando Vidal
Alexievich,
Svetlana: Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Siglo XXI,
Barcelona, 2015 (edición original rusa de 1997). 300 páginas.
Traducción de Ricardo San Vicente. Comentario realizado por Fernando
Vidal (Universidad Pontificia Comillas, @fervidal31).
La
autora de Voces de Chernóbil tardó casi 20 años en reunir los
testimonios necesarios para hacer una reflexión vital sobre
Chernóbil desde las experiencias de sus víctimas. La tesis central
del libro es que, al emitir radionúclidos a la Tierra que durarán
miles de años, Chernóbil ha introducido la casi eternidad del mal
en la vida ordinaria de la humanidad. Pero el libro es mucho más:
una lúcida mirada a la resistencia de la compasión y lo humano bajo
la lluvia nuclear del mal y la mentira. Escrito en 1997, ahora se
reedita en castellano.
1. La
historia omitida
La
nueva edición española de Voces de Chernóbil es buena ocasión
para volver sobre este desasosegante libro. Todo comienza el 26 de
abril de 1986, a la 1h. 23’ 58’’ horas, cuando una serie de
explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque
energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, situada
cerca de la frontera bielorrusa (p.13). La catástrofe de Chernóbil
se convirtió en el desastre tecnológico más grave de la historia.
Sobre la tierra se había precipitado el equivalente a 350 bombas
como las que se lanzaron sobre Hiroshima, con 450 tipos de
radionúclidos. La Unión Soviética mandó al lugar de la catástrofe
800.000 soldados de reemplazo y ‘liquidadores’, los encargados de
limpiar y neutralizar el desastre. Casi todos los datos de muertes
han sido ocultados durante todos estos años. Pese a ello algunos
indicadores han emergido: hubo 115.493 liquidadores de Belarús y
desde 1990 han ido falleciendo dos de ellos cada día.
Sobre
el reactor y cuarto bloque se echaron toneladas de arena, hormigón y
otros materiales para ahogar el incendio. Finalmente, se construyó
sobre todo ello un sarcófago. “El sarcófago es un difunto que
respira. Respira muerte. ¿Cuánto tiempo aguantará? Nadie sabe dar
una respuesta a ese interrogante… En cambio, todo el mundo
comprende lo siguiente: la destrucción del ‘Refugio’ daría
lugar a unas consecuencias aun más terribles que las que se
produjeron en 1986” (p.16). El Banco Europeo de Reconstrucción y
Desarrollo (BEDR) financia la construcción de un nuevo arca para que
la protección esté garantizada 100 años más, pero la falta de
fondos ha impedido que la empresa conjunta (Novarka) pueda
completarla al menos antes de 2017.
Los
efectos son difíciles de medir pues no se restringieron a la zona
contaminada sino que se difundieron masivamente. El director del
Instituto de Energía Nuclear de Belarús, Vasilo Nesterenko, calculó
que ya sólo el primer año un millón de toneladas contaminadas se
transformaron en pienso que se dio de comer al ganado. Las aldeas se
evacuaron pero los campos seguían sembrando. Se comprobaba sólo lo
que salía de la zona con destino a Moscú, no a otros destinos
(p.363). El propio material usado para la limpieza de toda la zona
por el casi millón de operadores, fue abandonado y rápidamente
extraído por redes clandestinas que los vendieron. Según el
testimonio de Iván Zhmíjov, ingeniero químico, todos los
volquetes, todoterrenos y grúas con que se había retirado la tierra
contaminada, fueron abandonados en la zona. Pero fueron robados y
vendidos por todo el país sin informar, por supuesto, que estaban
contaminados de radiación nuclear (p.275).
Voces
de Chernóbil: Crónica del futuro, obra de Svetlana Alexievich
–periodista y escritora bielorrusa, candidata al Nobel de
Literatura en 2014- fue publicada en 1997, traducida al español en
2006 y ha sido reeditada en 2015. Tardó casi 20 años en reunir
todas las historias necesarias para escribirla. En el libro nos pone
en comunicación con la voz directa de decenas de víctimas de la
catástrofe de Chernóbil. Habló “con las personas para las cuales
Chernóbil representa el principal contenido de su vida, cuyo
interior y cuyo contorno, y no sólo la tierra y el agua, están
envenenados con Chernóbil” (p.47). Las personas aparecen en su
vida ordinaria narrando una experiencia tan alterada que ha impedido
que nada vuelva a ser normal: “Intento captar la vida cotidiana del
alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en
cambio, todo es extraordinario” (p.44). Son personas que
representaron los más diversos papeles: soldados enviados a limpiar,
bomberos, sus madres y esposas, habitantes de Prípiat –la ciudad
de la central nuclear-, científicos y técnicos nucleares
implicados, políticos, refugiados, niños que jugaban antes y
después del desastre allí… El resultado es un gran reportaje
coral. Su base es una gran labor de entrevistas que la autora fue
haciendo con cada una de esas personas y las ofrece en forma de
monólogos de dichos entrevistados. Algunos de ellos están muertos
ya y otros aún sobreviven… El libro aborda la realidad y vidas que
han sido escondidas por el poder, la exclusión o el sufrimiento: “Me
dedico a lo que he denominado la historia omitida” (p.44).
El
libro no es una memoria descarnada sino interiorizada y compasiva. No
se queda en lo superficialidad ni en el morbo del horror aunque “Es
tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror…”
(p.41). En los tiempos que vivimos, hay quien disfruta con la
estética del horror y el dolor, que componen una iconografía como
la del videojuego STALKER, Shadow of Chernobil. La periodista Anatoli
Shimanski –entrevistada por la autora- critica que “Después de
Chernóbil ha quedado la mitología de Chernóbil. Los periódicos y
las revistas compiten entre sí para ver quién escribe algo más
terrible, y estos horrores les gustan sobre todo a aquellos que no
los han vivido” (p.195). La autora de Voces de Chernóbil evita
usar Chernóbil como un signo para hablar de otra cosa sino que trata
de alcanzar el alma de la experiencia viva de la gente. Una habitante
de la zona, Nadezhda Burakowa, se mostraba contrariada porque “Para
algunos Chernóbil es una metáfora, un símbolo. En cambio, para
nosotros es nuestra vida. Simplemente la vida” (p.324).
2.
Chernóbil, un tiempo desmedido
Los
primeros momentos fueron confusos y todo sufrió una alteración
radical. Los apicultores descubrieron que las abejas habían
abandonado la región y los pescadores constataron asombrados que no
se podía encontrar lombrices para los anzuelos: se habían ido lo
más profundo posible de la tierra. Un taxista contó que “los
pájaros caían como ciegos contra el cristal delantero” de su
automóvil (p.144). Todos recuerdan “aquella primera lluvia
radiactiva después de la que los charcos se volvieron amarillos”
(p.258) y tenían la textura de la pintura. Desde el comienzo ya la
gente comprendió que no se podían tocar las flores. “Ya el primer
día me explicaron que no hay que arrancar las flores de la tierra,
que es mejor no sentarse” entre ellas (p.48). “A las ancianas les
empezó a salir leche de los pechos, como a las parturientas… Una
anciana que vivía sola, sin marido, sin hijos, iba por la aldea
acunando un fardo en los brazos, cantando una canción de cuna”
(p.259). “De no se sabe dónde surgió en la ciudad una loca. Iba
por el mercado diciendo: ‘Yo he visto esta radiación. Es azul-azul
y palpita’. Salías de la ciudad y a lo largo de la carretera
asomaban unos espantajos: veías una vaca paciendo cubierta de un
plástico y a su lado una abuela, también envuelta en plástico. No
sabías si reír o llorar” (p.286), recuerda Zoya Bruk, inspectora
del Servicio para la Protección de la Naturaleza y una de los
testimonios más interesantes del libro. La gente perdía el sentido
de realidad. La secuencia temporal se rompió y sus trozos se
fundieron liberados en la masa intemporal de la condición humana.
Marat Kojánov, ingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de
Belarús, tuvo esa experiencia: “Veías a una mujer joven sentada
en un banco junto a su casa. Dándole el pecho a su hijo. Comprobamos
la leche del pecho: es radiactiva. ¡La Virgen de Chernóbil!”
(p.281).
Condenar
a la Humanidad y a toda la Tierra a la contaminación nuclear excedía
todas las previsiones. El hombre, como especie biológica, no estaba
preparado para esto (p.48-49). Se sentía que “La realidad resbala
sobre nosotros y no tiene cabida en el hombre” (p.54), porque “Con
Chernóbil el hombre ha levantado su mano contra todo, ha atentado
contra la creación divina” (p.50). Se había rebasado todo el mal
del que había sido capaz el hombre hasta el momento. En opinión de
la autora, “Chernóbil ha ido más allá de Auschwitz y Kolimá.
Más allá que el Holocausto. Nos propone un punto final. Se apoya en
la nada” (p.53). Toda la humanidad y la cultura de civilizaciones
queda amenazada por Chernóbil. Así lo sentía un maestro rural: “A
veces me asalta una pensamiento sacrílego: ¿Y si de pronto toda
nuestra cultura no es más que un baúl lleno de viejos manuscritos?
Todo lo que yo amo...” (p.188).
La
tesis central del libro es que Chernóbil ha introducido la casi
eternidad del mal en la vida ordinaria de la humanidad. Para la
autora, Svetlana Alexievich, “De pronto, se encendió cegadora la
eternidad” (p.46). “Chernóbil es ante todo una catástrofe del
tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán
cincuenta, cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de
vista de la vida humana, son eternos” (p.43). “La vida humana
sigue siendo minúscula e insignificante comparada con la de los
radionúclidos instalados en nuestra Tierra. ¡Imposible asomarnos a
esa lejanía! Ante este fenómeno experimentas una nueva sensación
del tiempo” (p.55). Pero la gente no tiene la eternidad para hacer
justicia. Las autoridades desplazan cualquier responsabilidad al
juicio de la Historia, dentro de muchos siglos. Se amparan en
escrúpulos cientificistas y se defienden tras el escudo de la misma
ciencia que usaron para hacer vivir a la gente bajo la amenaza
nuclear. Nikolái Kaluguin, padre de una niña que murió por la
contaminación de Chernóbil reclama que al menos quede constancia de
que su hija fue una víctima de Chernóbil: “Mi hija murió por
culpa de Chernóbil. Y aún quieren de nosotros que callemos. La
ciencia, dicen, no lo ha demostrado, no tenemos bancos de datos. Hay
que esperar cientos de años. Pero mi vida humana… Es mucho más
breve. No puedo esperar. Apunte al menos que mi hija se llamaba
Katia… y que murió a los siete años” (p.75).
El
propio tiempo de historia parecía anularse y las etapas de progreso
se hundían –como el cuarto reactor- en los tiempos más
prehistóricos. La avanzada tecnología nuclear coexistía con
soluciones propias de gente limitada a los medios más primitivos. En
palabras de Arkadi Filin, un liquidador –las personas dedicadas a
limpiar las zonas más contaminadas y por tanto expuestas a máxima
contaminación radiactiva-, “Allí te sumergías al instante en un
mundo fantástico, una realidad donde se unían el fin del mundo y la
edad de piedra” (p.147). La zona de Chernóbil se limitaba a una
vida reducida a la más simple supervivencia pero al tiempo, el
paisaje devastado por la radiación nuclear prefigura cómo será la
Tierra cuando ya no haya humanos. Pasado y futuro se confundían
hasta anular la propia percepción de paso del tiempo. Lo expresa muy
plásticamente la autora: “En Chernóbil se recuerda ante todo la
vida ‘después de todo’: los objetos sin el hombre, los paisajes
sin el hombre. Un camino hacia la nada… Hasta te asalta la duda si
se trata del pasado o del futuro” (p.56).
Se
producían sentimientos extraños: el propio modo de sentir se
alteraba ante hechos que les parecían inconcebibles. “Entre el
momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar
de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez” (p.45). “No
se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se
encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras; la
gente aún no sabía expresarse pero, paulatinamente, se sumergía en
la atmósfera de una nueva manera de pensar” (p.46), escribe
Svetlana Alexievich.
Aquello
era incomprensible. “Por mucho que te esfuerces, por más que lo
intentes comprender, es que no puedes” (p.167), dijo Katia P., un
habitante de la zona. Era la misma sensación que tenía Zoya Bruk,
la inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza que
fue movilizada para limpiar la contaminación: “La gente no
entendía. Se han pasado los años asustando a la gente,
preparándolos para una guerra atómica. Pero no para un Chernóbil”
(p.290). Esa incapacidad para entender era destructiva. No podían
sujetarse a nada de lo vivido y sabido hasta ese momento. Esa fue la
experiencia de Piotr, un psicólogo: “Me estoy destruyendo con esta
incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo… Hasta el
mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no
hay respuestas en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy ya no
las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado” (p.61). La
autora duda que se sea capaz de comprender: “¿Somos capaces de
entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer
un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo?”
(p.43). “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un
signo que no sabemos leer” (p.45). Para Natalia Roslova, presidenta
de un comité local de Niños de Chernóbil, “En el futuro nos
espera la tarea de comprender Chernóbil. Chernóbil como filosofía”
(p.373). “Chernóbil no sólo significa conocimiento sino también
preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su
anterior concepción de sí mismo y del mundo” (p.43), concluye la
escritora. Era difícil comprender pues la catástrofe había dañado
la conciencia de todo un pueblo. Una maestra rural, Liudmila
Polénskaya, lo expresó de modo dramático: “No sólo se ha
‘contaminado’ nuestra tierra, sino también nuestra conciencia. Y
también por muchos años… Había una cultura antes de Chernóbil,
pero no existe una cultura después e Chernóbil. ¿Dónde están
nuestros escritores, nuestros filósofos? ¿Por qué callan?”
(p.312-313). Efectivamente –recoge la idea la autora-, “De
Chernóbil querríamos olvidarnos porque ante él nuestra conciencia
capitula. Es una catástrofe de la conciencia. El mundo de nuestras
convicciones y valores ha saltado por los aires” (p.54).
Chernóbil
descolocó tanto a todos, que todas las personas se pusieron a
pensar. “Hables con quien hables de Chernóbil, a todo el mundo le
da por filosofar” (p.240), decía Serguéi Sóbolev, vicepresidente
de la Asociación Escudo para Chernóbil. “Ya no bastaba con los
hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a
penetrar en el significado de lo que acontecía. Estábamos ante el
efecto de la conmoción” (p.46), atestigua la autora del libro. En
un mundo sovietizado, las víctimas de aquella catástrofe programada
cobraron una dramática conciencia de la realidad y abandonaron las
creencias vacías. “Ante Chernóbil todo el mundo se ponía a
filosofar. Las personas se convertían en filósofos. Los templos se
llenaron de nuevo. Se llenaron de creyentes y de gente hasta el día
anterior atea. Gente que buscaba respuestas que no les podían dar ni
la física ni las matemáticas” (p.46), cuenta la autora. Nadezha
Vigóvskaya, evacuada de la ciudad de Prípiat, atestiguaba el mismo
abandono y reencuentro de la fe religiosa: “Cuando viajábamos
camino de la evacuación, si por el camino aparecía una iglesia,
todos se dirigían hacia el templo. No había modo de abrirse paso.
Ateos, comunistas, todos iban” (p.270). Las palabras de los
científicos se había hundido junto con el reactor y sólo
permanecía la sabiduría popular que atravesaba intacta el paso de
las ideologías. Según la autora, “Durante aquellos primeros días,
con quien resultaba más interesante hablar no era con los
científicos, los funcionarios o los militares de mucha estrellas,
sino con los viejos campesinos… Su conciencia no se destruyó”
(p.46).
Súbitamente,
la historia fue irradiada y la gente transformada en “hombre de
Chernóbil”, como una especie evolucionada en otro alterado, mutado
por el desastre nuclear, por la tiranía y política soviética y por
la ruptura insolidaria con el resto de la humanidad. Nikolái
Kaluguin, el padre de la niña víctima de Chernóbil, lo vivió
crudamente: “Vivíamos en la ciudad de Prípiat… Y un día, de
pronto, te conviertes en un hombre de Chernóbil” (p.72).
3.
Liquidadores de la radiación y la verdad
Decenas
de miles de jóvenes fueron enviados a tratar de remediar las peores
consecuencias. Tuvieron que meter sus cuerpos en el centro de la
catástrofe para tapar el enorme vacío abierto y otras operaciones
letales. Era tal la toxicidad que cada persona no intervenía más de
dos minutos al día. Se emplearon decenas de miles de personas a los
que llamaban soldados de fuego. Muchos soldados tenían la sensación
de que se les arrojaba allí uno tras otro sin saber ni futuro: “Nos
mandaban allí como quien lanza arena al reactor. Como sacos llenos
de arena… Se referían a nosotros con la bonita expresión de
‘soldados del fuego’… Nadie sabía nada. Y no había nadie a
quien preguntar” (pp.124-125). A los liquidadores que limpiaron el
tejado del reactor les llamaban las cigüeñas. “Les tocó la peor
parte de aquel infierno. Les habían dado delantales de plomo, pero
la emisión venía de abajo y en esa parte el hombre estaba al
descubierto… Permanecían de un minuto y medio a dos al día,
subidos al tejado” (p.242). Se contaban con robots, pero los robots
no obedecían porque sus circuitos electrónicos quedaban destrozados
por la radiación. “Los ‘robots’ más fiables eran los
soldados, Los bautizaron con el nombre de ‘robots verdes’ (por el
color del uniforme militar)” (p.242). Sobre el reactor del que
salía una mortal nube radiactiva se ponían los pilotos de
helicópteros ponían sus propias vidas sin saber de que estaban
matándose. Arrojaron plomo y después toneladas de arena y material
de derribo. “Los pilotos de helicóptero sobre el reactor…
primero lanzaban las planchas de plomo, pero éstas desaparecían sin
dejar huella en el agujero… El plomo a la temperatura de 700 grados
se convierte en vapor y allí la temperatura ascendía hasta los
2.000 grados. Después de esto, volaron hacia abajo sacos de dolomía
y arena” (p.210-211). “Hubo un momento en que existió el peligro
de una explosión termonuclear y entonces se impuso la necesidad de
soltar el agua de debajo del reactor… No sólo hubiera perecido la
población de Kíev y de Minsk, sino que no se hubiera podido vivir
en una zona enorme de Europa… ¿A ver quién se zambullía en aquel
agua y abría el pestillo de la compuerta de desagüe? Se pidió
voluntarios. ¡Y aparecieron! Y los muchachos se tiraron, se
zambulleron muchas veces y abrieron aquella compuerta” (p.243),
recuerda Serguéi Sóbolev, vicepresidente de la Asociación Escudo
para Chernóbil. También guarda memoria para otros que se
comportaron heroicamente: “¿Y los cuatrocientos mineros que
taladraron el túnel de debajo del reactor? Hacía falta abrir un
túnel para inyectar nitrógeno líquido en la base y congelar una
almohadilla de tierra… De otro modo, el reactor se hubiera
desplomado en las aguas subterráneas” (p.246).
La
heroicidad convivía con el sinsentido, la insensatez y el absurdo.
Por ejemplo, el liquidador Arkadi Filin recuerda que “A los pocos
días de la catástrofe, sobre el cuarto reactor ya ondeaba la
bandera roja. Como una llama. Pasados unos meses, se la zampó la
elevada radiación. E izaron una nueva bandera. Y más tarde, otra.
La vieja la rompían a trocitos para llevársela de recuerdo; se
metían los trozos debajo de la chaqueta, cerca del corazón. ¡Y
luego se lo llevaban a casa! ¡Heroica locura!” (p.152). Otros se
deshacían de toda la ropa que habían vestido en su función de
liquidadores pero guardaban algún recuerdo, al no informárseles de
que todo objeto era fuente de radiación. Un soldado no desechó su
gorra y se la regaló a su hijo, quien a los meses murió víctima de
un cáncer de cerebro. Junto con los heroicos liquidadores estaba
también la heroicidad de un pueblo conmovido por el sacrificio de
aquellos jóvenes. Un soldado recuerda que la irresponsabilidad de
los mandos no proveyó de lavadoras y fueron las ancianas del lugar
las que se expusieron a la radiación lavando la ropa: “No olvidaré
a las mujeres que nos lavaban la ropa. No había lavadoras, no se les
ocurrió, no las trajeron. Se lavaba a mano. Eran todas mujeres
mayores. Con las manos llenas de ampollas, de llagas. La ropa no sólo
estaba sucia, habría allí decenas de roentgen… Les dábamos pena
y lloraban” (p.125).
Para
el vicepresidente de la Asociación Escudo para Chernóbil, Serguéi
Sóbolev, todos ellos eran héroes: “Eran personas de una cultura
especial, La cultura de la hazaña. Unas víctimas” (p.242). Sin
embargo, muchos no compartían esa visión épica. Es la opinión de
uno de los liquidadores, Arkadi Filin: “Yo no vi héroes allí.
Locos sí que vi, gente a la que le importaba un rábano su vida.
Temeridad, toda la que usted quiera” (p.147). Para Natalia Roslova,
presidenta de un comité local de Niños de Chernóbil, aquello no
era heroísmo sino expresión de la barbarie: “¡Qué machos los
rusos! ¡Dispuestos a todo! ¡Luchando contra el reactor! ¡Y sin
ningún temor por sus vidas! Se suben al tejado fundido a cuerpo
descubierto… Aunque esto era también una variante más de la
barbarie: esa falta de miedo por tu propia vida” (p.372). Nina
Kovaliova, viuda de un liquidador, había alguna vez anhelado una
vida heroica pero tras aquella experiencia se dio cuenta de que
sufría la alienación de la Historia y sólo quería proteger su
vida corriente, en la que el amor lo es todo: “Hubo un tiempo en
que envidiaba a los héroes, a los que habían participado en los
grandes acontecimientos… Pero ahora pienso de otro modo; no quiero
convertirme en historia… ¡Mi pequeña vida estaba entonces
indefensa! Los grandes acontecimientos la borran sin siquiera
notarlo. Sin detenerse… después de nosotros quedará sólo la
historia. Quedará Chernóbil. ¿Y dónde está mi vida? ¿Y mi
amor?” (p.299). Para ella, aquella era una masacre injustificada en
tiempos de paz: “Nuestros hombres mueren como en la guerra, pero en
tiempos de paz” (p.301).
Las
autoridades hacían todo lo posible para ocultar los hechos, impedir
la evacuación masiva que revelara la catástrofe y acusar a
Occidente de propaganda. Eran los otros liquidadores: los que
trataban de limpiar todo rastro de información, crítica o valor. La
verdad les parecía más destructora que la radiación. A la
población no se les informó de la extrema exposición radiactiva a
la que estaban siendo sometidos. La propaganda soviética aparecía
en la televisión midiendo con un dosímetro militar la radiación en
la leche de las vacas o el agua del río Prípiat donde se seguía
bañando la gente, para demostrar que no había contaminación. Pero
era mentira porque esos dosímetros militares no lo medían (p.257).
“Durante los primeros días después del accidente, desaparecieron
de las bibliotecas los libros sobre radiaciones, sobre Hiroshima y
Nagasaki, hasta los que trataban de los rayos X. Corrió el rumor de
que había sido una orden de arriba, para no sembrar el pánico”
(p.142). Vasili Nesterenko, director del Instituto de Energía
Nuclear de Belarús, no quiso seguir las instrucciones e informó al
menos a un grupo de niños: “A lo largo del Prípiat vemos tiendas
de campaña, familias enteras descansando. Se bañan, toman el Sol.
Estas personas no saben que desde hace varias semanas se están
bañando y tomando el Sol bajo una nube radiactiva. Estaba
terminantemente prohibido hablar con ellos. Pero veo a unos niños…
Me acerco y les explico… El funcionario que me acompaña calla.
Pero puedo adivinar por su cara qué sentimientos luchan en su fuero
interno: ¿informar o no? ¡Porque al mismo tiempo, también le da
lástima la gente! Es una persona normal” (p.364). El gobierno
soviético le amenazó de muerte por querer actuar contra la
contaminación e informar a la población. Le abrieron una causa
criminal por propaganda antisoviética. Como consecuencia, le dio un
infarto (p.363). Zoya Bruk, del Servicio para la Protección de la
Naturaleza, recuerda un detalle que refleja la ignorancia a la que
les obligaron: “En una exposición de dibujos infantiles vi uno en
que una cigüeña camina por un campo negro en primavera. Y una nota:
‘A la cigüeña nadie le ha dicho nada´. Estos son mis
sentimientos” (p.287). A ella se le obligó a que no sólo no
informara a la población sino a que no entrara en contacto con la
gente: “Nosotros, con la mirada clavada al suelo; nuestras órdenes
eran recoger datos, pero no relacionarnos demasiado con la población”
(p.290).
Las
autoridades llegaban a adoptar medidas grotescas. Iván Zhmíjov,
ingeniero químico, recuerda que los responsables de propaganda
soviética llevaron a unos novios a una casa de una aldea vacía.
Previamente habían pedido a una brigada que la lavaran, limpiaran
los árboles, segaran toda la huerta y la hierba abandonada del
patio. Los novios se acababan de casar en otro lugar al que se habían
mudado, pero se los trajeron tras la ceremonia junto con todo u
autobús de invitados para filmarles como si aquella casa abandonada
fuera su hogar. “La propaganda funcionaba. La fábrica de sueños
defendía nuestros mitos: podemos sobrevivir en cualquier lugar,
hasta en una tierra muerta” (p.279).
Sin
embargo, aunque las autoridades, mantenían a la población
desinformada para que el mundo no descubriera la gravedad de la
catástrofe –Gorvachov anunció en televisión ante la opinión
pública mundial que había sido un mero incendio y que ya estaba
reestablecida la calma-, ponían todos los medios para salvarse a sí
mismos y sus familias. Las autoridades tomaban yodo, sacaron a sus
hijos lejos del desastre y al visitar las zonas llevaban trajes y
máscaras de protección. “Todos los medios que les faltaba a los
demás” (p.361), revela Vasilo Nesterenko, director del Instituto
de Energía Nuclear de Belarús. Las autoridades no mostraban el
mínimo aprecio por la vida humana: “Lo que les preocupaba no era
la gente sino su poder… Y el valor de la vida humana se reduce a
cero” (p.360), sentencia el profesor Vasilo Nesterenko, y sigue:
“Tenían más miedo de la ira que les podía llegar desde arriba
que del átomo… No se hacía nada por su cuenta. Se temía la
responsabilidad personal” (p.361).
Zoya
Bruk, del Servicio para la Protección de la Naturaleza, comprendió
el alcance del mal: “Comprendí, aunque no enseguida, sino al cabo
de unos años, entonces comprendí que todos nosotros habíamos
participado… en un crimen… en un complot… El hombre ha
resultado ser peor de lo que creía. Hasta yo misma. He resultado
peor. Ahora ya sé lo que soy… Y lo reconozco, por supuesto… He
comprendido que en la vida las cosas más terrible ocurren en
silencio y de manera natural” (p.290-291). De ahí la misión que
se ha impuesto este libro, la de dejar constancia de los testimonios
y los hechos: “Algún día se habrá de responder por Chernóbil…
¡Son unos criminales! Hay que conservar los hechos. ¡Que queden los
hechos! Porque los pedirán” (p.356).
4.
Liudmila Ignatenko o el amor nuclear
Liudmila
Ignatenko -esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko- es una
dolorida testigo de lo ocurrido con los bomberos. Les dijeron que
“era un aviso de un incendio normal” y Vasili –de 23 años- y
sus compañeros salieron de sus hogares en medio de la noche con la
mayor rapidez sin saber que el lugar al que les enviaban era el mayor
desastre nuclear de la historia. Él, “sólo quería ser bombero”,
era su única aspiración. La siguiente noticia que su esposa
Liudmila tuvo de él es que Vasili estaba en un hospital. Ella acudió
allí, “pero el hospital estaba acordonado por la milicia; no
dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las ambulancias. Los milicianos
gritaban: ‘Los coches están irradiados, no os acerquéis’.”
(p.21). Gracias a una médico conocida, Liudmila logró acceder y
cuando llegó… “Lo vi… Estaba hinchado, todo inflamado… Casi
no tenía ojos” (p.21). Al menos Vasili había logrado salir pues
otro compañero suyo –su nombre era Valera Jodemchuk- fue
emparedado vivo dentro del sarcófago de hormigón (La autora de la
investigación, Svetlana Alexievich cita cada uno de los nombres,
para mantener la memoria de esos individuos reales, con una vida
única, víctimas de la Historia).
Se
daba el infortunio de que Liudmila estaba embarazada. Ella y Vasili
se acababan de casar. Su marido al verla le gritó “¡Vete! ¡Salva
al crío!”. Entretanto, la ciudad se llenó de vehículos militares
y se cerraron todas las carreteras. Liudmila salió a por suministros
para su marido pero al volver no le permitieron entrar. Desde una
ventana Vasili le gritó que se los llevaban a Moscú. “Todas las
esposas nos arremolinamos en un corro. Y decidimos: nos vamos con
ellos” (p.23). Liudmila Ignatenko y las otras esposas vieron cómo
miles de soldados echaban por la calle un polvo blanco para lavar la
contaminación radiactiva. “Toda la calle, cubierta de espuma
blanca… Íbamos pisando aquella espuma... Gritando y maldiciendo…”
Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad. Se levaban a la gente
a los bosques a vivir en tiendas de campaña. Como se acercaba la
fiesta del Primero de Mayo, “la gente hasta se alegró”. Ajena a
la nube radiactiva que estaba cayendo sobre todos, “la gente
preparaba carne asada para el camino y compraban vino. Se llevaban
las guitarras, los magnetófonos… Sólo lloraban las mujeres a
cuyos maridos les había pasado algo.” (p.23).
Ya en
el hospital de Moscú, Liudmila se enfocó totalmente en la atención
a su marido: “El mundo se redujo a un solo punto. Se achicó… A
él, sólo a él” (p.27). “Él empezó a cambiar. Cada día me
encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las
quemaduras le salían hacia fuera… Y, sin embargo, todo en él era
tan mío, ¡tan querido!” (p.27). “La piel se le empezó a
resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió
de forúnculos. Cuando movía la cabeza sobre la almohada, se le
quedaban mechones de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío. Tan
querido… A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.”
(p.31). UN médico le dijo: “Lo que tiene delante ya no es su
marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder
de contaminación. No sea usted suicida. ¡Si esto ya no es un
hombre, es un reactor nuclear! Os quemaréis los dos” (pp.32-33).
Pero Liudmila sólo repetía que le quería y amaba, no pensaba
dejarle allí al arbitrio de personas a las que no les importaba y
sólo querían ocultarle como testigo del accidente. La expresión de
amor no cesaba entre Liudmila y Vasili: “Él se dormía por la
noche sólo después de cogerme la mano. Tenía esa costumbre,
mientras dormía, cogerme la mano…” (p.32). En cuanto Liudmila
dejaba la habitación, los técnicos entraban: “Cuando me iba, lo
fotografiaban. Sin ropa alguna. Desnudo. Decían que era para la
ciencia” (p.33-34). Ella trataba de pasar el mayor tiempo con él
por miedo a que lo hicieran desaparecer. Lo cuidaba hasta el extremo:
“Lo incorporaba y en las manos se me quedaban pedacitos de su piel;
se me pegaban. Me corté las uñas hasta hacerme sangre, para no
herirlo” (p.34).
El
proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días
(p.37). Finalmente, Vasili murió y se llevaron su cuerpo. Liudmila,
sus padres y suegros, pidieron el cadáver para enterrarlo pero se
negaron. Una comisión les recibió e informó: “No podemos daros a
vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un
cementerio de Moscú de una manera especial… bajo unas planchas de
hormigón” (p.36). “Si alguien, indignado, quería llevarse el
ataúd a casa, lo convencían de que se trataban de unos héroes,
decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personalidades.
Pertenecen al Estado” (p.36).
Dos
meses después, Liudmila regresó a Moscú a visitar la tumba de
Vasili. Y allí, al ver la sepultura, sintió las contracciones del
parto. Llamó a una ambulancia pero no llegó antes de que diera a
luz allí mismo, en la tumba. La internaron en el mismo hospital
donde Vasili había estado y le atendió la misma médica. “Parecía
un bebé sano… Pero tenía cirrosis. En su hígado había 28
roentgen [antigua unidad de medición de radiaciones ionizantes. Los
rayos X exponen a 1 roentgen. Fue sustituida por los Coulombs por
kilogramo]. Y una lesión congénita del corazón. A las cuatro horas
me dijeron que la niña había muerto. ¡Y otra vez que no se la
vamos a dar! ¿Cómo que no me la vais a dar? ¡Soy yo quien no os la
voy a dar a vosotros! ¡a queréis para vuestra ciencia, pues yo odio
vuestra ciencia!” (p.38). Mandó que se le enterrara a los pies de
su marido, Vasili, y allí está aunque “ella no tuvo ni nombre.
Sólo alma… Yo la maté. Fue mi culpa. Ella, en cambio… Ella me
ha salvado. Recibió todo el impacto radiactivo… ¿Cómo se puede
matar con amor?” (p.39).
A
Liudmila le dieron en compensación un piso en Kíev. “En una casa
grande, donde ahora viven todos los que tienen que ver con la central
nuclear. Todos somos conocidos. (…)Ocupamos aquí toda una calle.
Así la llaman: la ‘calle de Chernóbil’… Muchos sufren
terribles enfermedades, son inválidos, pero no dejan la central.
Tienen miedo hasta de pensar que la cerrarán. No se imaginan su vida
sin el reactor… Muchos se mueren. De repente. Sobre la marcha. Va
uno por la calle y, de pronto, cae muerto. Se acuesta y ya no
despierta… Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha
preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido.
Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la muerte. De
los horrores. Pero yo he hablado del amor… De cómo he amado.”
(p.42).
5.
Compasión bajo la lluvia nuclear
El
miedo se quedó a vivir entre la gente desde el primer instante.
Enseguida “Apareció el miedo: ‘¿Qué pasa con los rábanos este
año que tienen las hojas como las remolachas?’. Peo aquella misma
tarde ponías la tele y te decían: ‘No se dejen influir por las
provocaciones’… El colmo del librepensamiento era: ¿Se pueden
comer los rábanos o no?” (p.371), recuerda Natalia Roslova,
presidenta de un comité local de Niños de Chernóbil. Todo daba y
sigue dando miedo: la comida, los animales, las cosas, las flores,
los charcos, la lluvia… “Tengo miedo de la lluvia. Ya ve: se lo
debo a Chernóbil” (p.292), reconoce el historiador Alexandr
Revalski. Todo da miedo y se tiene miedo por todos: “Nosotros
tenemos miedo de todo. Tememos por nuestros hijos. Por los nietos que
aún no han nacido. Aún no han nacido y ya tememos por ellos”
(p.324), declara Nadezhda Burakowa, habitante de la zona. Y lo peor
es cuando son los demás los que dan miedo y da miedo hasta amar.
Vivos y muertos dan miedo: “En raras ocasiones si una persona se
caía en la calle, alguien se le acercaba y le ayudaba. La gente
pasaba de largo” (p.189-190), atestigua un maestro. La viuda de un
liquidador, Nina Kovaliova, recuerda: mi marido “un día me
preguntó: ‘¿No te doy miedo?’. Empezó a tener miedo al
contacto físico. Yo no le preguntaba nada. Lo comprendía, lo
comprendía con el corazón. Hubiera querido preguntarle… Pero en
otras ocasiones me resultaba tan insoportable que no quería saber
nada de eso” (p.299). Hay miedo a amar: “Me da miedo amar. Tengo
novio. ¿Ha oído usted hablar de los hibakusi de Hiroshima? Son los
supervivientes de Hiroshima. Sólo pueden casarse entre ellos… A mí
no me salen de la cabeza las palabras de su madre: ‘Cariño, para
algunos parir es pecado’. Amar es pecado” (p.169), dice con dolor
Katia P., habitante de la zona.
Como
en una peste moderna, Chernóbil fue amurallado por el miedo, la
indiferencia y se le dio la espalda. Un maestro de la zona lo ve
claro: “El mundo se ha partido en dos: estamos nosotros, la gente
de Chernóbil, y están ustedes, el resto de los hombres. ‘Yo soy
un hombre de Chernóbil’. Como si se tratara de un pueblo distinto.
De una nación nueva” (p.193). “Ahora la palabra ‘Chernóbil’
acompaña toda nuestra vida. Pero ustedes no saben nada de nosotros.
Nos tienen miedo. Puede ser, incluso, que si no nos dejaran salir de
aquí, si se hubieran colocado controles policiales, muchos de
ustedes se sentirían más tranquilos… Yo eso lo he vivido”
(p.323), denuncia la habitante de la zona, Nadezhda Burakowa. Desde
los primeros días, los desplazados tuvieron la experiencia de dar
miedo a la gente: “Desde los primeros días sentimos sobre nuestra
piel que nosotros, la gente de Chernóbil, éramos unos apestados.
Nos tenían miedo. El autobús en que nos evacuaron se detuvo durante
la noche en una aldea. La gente dormía en el suelo en la escuela, en
el club. No había dónde meterse. Y una mujer nos invitó a ir a su
casa. ‘Vengan, que les haré una cama Pobre niño’. Y otra mujer,
que se encontraba a su lado, la apartaba de nosotros: ‘¡Te has
vuelto loca! ¡Están contaminados!’. Cuando ya nos trasladamos a
Moguiliov y nuestro hijo fue la escuela… lo llamaban luciérnaga,
erizo de Chernóbil…” (p.269), revela Nadezha Vigóvskaya,
evacuada de la ciudad de Prípiat. La gente de Chernóbil es vista
como luciérnagas, gente encendida, gente de fuego y, así excluida,
mucha gente optó por protegerse entre ellos. “¿Quién nos va a
comprender? Para eso hay que vivir aquí… Pudimos marcharnos pero…
decidimos que no. Nos ha dado miedo irnos. Aquí todos somos
Chernóbil. No nos asustamos el uno del otro… Todos tenemos los
mismos recuerdos, Compartimos la misma suerte. En cambio, en todas
partes, en cualquier otro lugar, somos unos extraños. Unos
apestados” (p.322-323), se duele Nadezhda Burakowa, habitante de la
zona.
Hay
miedo a no ser reconocidos como humanos sino “hombres de
Chernóbil”. “Nos moriremos y nos convertiremos en ciencia”,
dijo un niño llamado Andréi con trágica lucidez (p.388). La gente
lucha por seguir siendo humanos, no objetos de la ciencia, no
estadísticas de una base de datos ni espectáculo del morboso gusto
por el horror. Pero saben que sus testimonios son información que
será fundamental cuando en el futuro más lejano la radiación de
Chernóbil siga persistente en la Tierra. “Desde mi punto de vista,
somos material para una investigación científica. (…) Un
laboratorio natural… Nos vienen a ver de todas partes del mundo.
Escriben tesis doctorales… Se están preparando para el futuro”
(p.191), dice un maestro de la zona. Efectivamente, los habitantes de
Chernóbil son las cajas negras vivas de un accidente sobre cuya
verdad contienen la mayor parte de información. Un hombre que vino a
visitarles les dijo: “Sois como las ‘cajas negras’.
‘Hombres-cajas negras’… En ellas se graba toda la información
sobre el vuelo. Cuando un avión tiene un accidente se buscan sus
‘cajas negras’… ¡Lo que están haciendo es apuntar información
para el futuro!” (p.260).
No
dejan de tener la sensación de que una fe ciega en la ciencia les ha
llevado a donde están. “¿Ha olvidado usted que antes de Chernóbil
llamaban al átomo ‘el trabajador de la paz’? Nos sentíamos
orgullosos de vivir en la era atómica. No recuerdo que se temiera al
átomo. Entonces todavía no temíamos al futuro” (p.342), critica
Vladimir Ivanov, primer secretario del Partido Comunista de Slávgorod
en el momento de la catástrofe. Chernóbil se ha convertido en un
gran experimento y ahora la zona se cierra sobre sí misma como un
laboratorio. No es un experimento sólo sobre partículas y cuerpos
sino sobre la misma alma humana y la cultura. “Chernóbil es un
gran experimento también para nuestro espíritu. Para nuestra
cultura” (p.217), sentencia Guenadi Grushevói, presidente de la
Fundación para los Niños de Chernóbil y diputado de Bielorrusia.
Pero
bajo tanta lluvia nuclear de veneno y mentiras… la compasión. Los
liquidadores encontraron que se les ordenaba limpiar la misma tierra.
No bastaba con echar encima arena sino que había que arrancar la
capa de tierra y enterrarla. “Enterrábamos la tierra en la tierra.
Ya ve qué extraña ocupación humana” (p.288), no deja de
extrañarse Zoya Bruk, la liquidadora e inspectora del Servicio para
la Protección de la Naturaleza. La propia vida del hombre y todo lo
suyo era arrancada y enterrada. “He visto un hombre ante cuyos ojos
enterraron su propia casa… Quedó sólo una tumba recién cavada…”,
señala el liquidador Arkadi Filin. Las capas de tierra debían ser
cortadas, enrolladas y echadas a fosas impermeables, lejos de
acuíferos y cubiertas por hormigón. Pero ninguna protección se
tomó sino que la radiación continuaba emitiendo desde las fosas
hacia la vegetación y hacia aguas profundas. “Enterrábamos la
tierra. La cortábamos y la enrollábamos en grandes capas…
Enterrábamos el bosque. Serrábamos los árboles a metro y medio,
los envolvíamos en plástico y los arrojábamos a una fosa… Capas
vivas de tierra. Con sus escarabajos, arañas, lombrices…
Enterrábamos la tierra en la tierra. Con los escarabajos, las
arañas, las larvas. Con todos esos diferentes pueblos. Con todo ese
mundo. Mi impresión más fuerte de allí… son esos seres.”
(p.149-153), cuenta el liquidador Arkadi Filin. Llama la atención su
piedad por los insectos, que es en realidad compasión por la propia
vida, porque “Allí todo te daba pena. Hasta las moscas te daban
lástima, hasta los gorriones. Querías que todo viviera” (p.301),
se lamenta Nina Kovaliova, viuda de un liquidador. Ella recuerda que
“Los niños dibujaban Chernóbil. Los árboles en los cuadros
crecían con las raíces hacia arriba. El agua en los ríos era roja
o amarilla. Dibujaban algo y al verlo se ponían a llorar” (p.301).
A unos
cazadores de la zona les encargaron que liquidaran a los animales
domésticos que habían quedado en la zona, para evitar epidemias.
Organizaron dos brigadas de 20 cazadores cada una. “La primera vez
que fuimos, nos encontramos a los perros junto a sus casas. De
guardia. Esperando a la gente. Se alegraban de vernos, acudían a la
voz humana… Los liquidábamos a tiros en las casas, en los
cobertizos, en las huertas. Los sacábamos a la calle y los
cargábamos en el volquete. No era agradable, claro. Los animales no
podían entender por qué les disparábamos… No temían a las armas
ni al hombre. Es mejor tirar de lejos, para no verles los ojos… Y
en eso que pasa una tortuga… A las tortugas no las matábamos”
(p.157). Nina Kovaliova, la viuda del liquidador, recuerda que iban
por una aldea abandonada y de pronto veían a “un viejo y una vieja
sentados en la entrada de una casa y a su alrededor corriendo un
montón de erizos. Son tantos que parecen una nidada de polluelos. No
hay un alma, en el pueblo reina la calma, como en el bosque, y los
erizos, que han dejado de tener miedo a la gente, se presentan en el
pueblo y piden leche. También vienen zorros... Y alces” Uno de los
chicos quiso cazarlos pero los viejos protestaron con aspavientos:
‘¡No se puede matar a los animales! ¡No se puede! Ahora son
nuestros parientes” (p.300). Ante la dificultad de comprender lo
que el hombre había hecho en Chernóbil; sin saber si el hombre era
víctima o culpable, dolidos por la responsabilidad que caía sobre
el conjunto de la civilización, pareciera que la piedad por los
animales y los bosques era la elipsis para poder amar al hombre.
La
gente necesitaba sentir que le importaban a alguien, que no habían
sido enterrados en una fosa junto con la tierra e insectos
arrancados. “Una familia joven recibieron, como todos, un bote de
comida infantil y unos zumos. Y el hombre se sentó y se puso a
llorar. Esos botes y esos zumos no podían salvar a sus niños…
Pero el hombre lloraba porque no se habían olvidado de ellos.
Alguien se acordaba de ellos. Y eso quiere decir que aún había una
esperanza” (p.217), recuerda Guenadi Grushevói, presidente de la
Fundación para los Niños de Chernóbil y diputado de Bielorrusia.
6.
Chernóbil acaba de empezar
Mucha
gente se ha marchado para refugiarse en otros lugares y ciudades. A
veces dispersos y otras veces concentrados en “calles Chernóbil”.
En las casas solitarias quedan los objetos tal como están justo un
momento antes de amanecer o abandonados de toda vida. “La gente se
ha marchado y en las casas se han quedado a vivir sus fotografías”
(p.300), dice Nina Kovaliova, viuda de un liquidador. Antes de
marcharse, la gente escribía su nombre en las puertas, paredes o en
la carretera para que se supiese que aquello era suyo. Pedían perdón
a sus muertos enterrados por dejarles allí abandonados. Todo destila
nostalgia de humanidad.
Alrededor
de Chernóbil se ha inflado un globo de silencio y tragedia; un lugar
a donde nadie quiere ir pero tampoco dejar de ver. Allí lo real e
irreal se mezclan porque el hombre sabe que allí se prefigura su
propia inexistencia. Es un sitio perdido que no se puede olvidar, un
espacio legendario. Chernóbil es un agujero negro de la Historia con
tal densidad dramática que amenaza con tragarse toda la realidad.
“Han aparecido los primeros perros lobos, nacidos de lobas y perros
huidos al bosque. Son más grandes que los lobos… no temen la luz
ni al hombre… Se está dibujando la frontera entre lo real y lo
irreal” (p.201), apunta el periodista Anatoli Shimanski. “Dentro
de decenas de años. Al cabo de siglos, éstos serán tiempos
mitológicos. Llenarán estos lugares de cuentos y mitos. Leyendas”
(p.292), pronosticó el historiador Alexandr Revalski.
Svetlana
Alexievich ha entrado en el alma de las víctimas y ha encendido la
luz no sólo en la historia sino en un futuro lejano. Y lo ha hecho
comprometiéndose ella misma bajo la lluvia nuclear. Así, aceptando
la hospitalidad de las víctimas, ha logrado traernos sus almas. No
le ha sucedido como a un corresponsal del que nos habla Nadezhda
Burakowa, habitante de la zona: “Una vez vino a verme un
corresponsal. Veo que tiene ganas de beber. Le traigo una taza con
agua y él, en cambio, se saca su agua del bolso. Agua mineral. Le da
vergüenza. Se justifica. La conversación, claro, fue un fracaso, yo
no pude ser sincera con aquel hombre… Él allí tomándose su agua
mineral, temiendo tocar mi taza y yo, en cambio, le tengo que abrir
de par en par mi alma… entregarle mi alma” (p.324).
Zinaída
Kovalenka, una anciana residente en la zona prohibida, sabía que
pronto iba a morir y le preocupaba que su mensaje llegara a la gente,
a los lectores como usted o yo. Para ella era vital que
comprendiésemos su tristeza y que supiésemos que si queremos
buscarla lapodemos hallar en la tierra, bajo las raíces… “Dime,
hija mía, ¿has comprendido mi tristeza? Se la llevarás a la gente,
pero puede que yo ya no esté. Me encontrarán en la tierra. Bajo las
raíces” (p.71). Cuanto más tiempo transcurra, más valor tendrán
todos estos testimonios para revelar el futuro porque “Chernóbil
no ha terminado, tan sólo acaba de empezar” (p.366).
Www.elblogdejaviersanchez.blogspot.com.uy
No hay comentarios:
Publicar un comentario