EL HOMBRE MONO
Ángel Juárez Masares
Contrariamente
a lo que el título de nuestro divague semanal podría insinuar, el hombre mono
del que hoy queremos hablar nada tiene que ver con la teoría darwiniana o con
el personaje de Rice Burroughs, se trata en este caso de un personaje del
carnaval de antaño que por algún capricho de la memoria acudió en estos días a
nuestro recuerdo.
Ocurre
que un día mi padre armó viaje para el tablado del otro barrio, donde “la
comisión” había levantado “La cañonera de Perón”. Se trataba de un gran barco
asentado –como todos los tablados de la época- en tanques de 200 litros puestos “boca
abajo” donde se aseguraban tablones que por esas fechas cambiaban su cometido
de andamios para convertirse en escenario. Grandes tubos de cartón forrados de
papel simulaban los cañones, y varias motonetas del mismo material denunciaban
la preferencia del aludido por estos vehículos.
Sin
embargo el interés de mi padre trascendía la murga “Asaltantes” y la presencia
del cómico “Zenona”, anunciados para esa noche, pues el punto alto era la
actuación de “el hombre mono”, para lo cual al frente del tablado se había
clavado un palo de unos seis metros de altura, que desde nuestros seis años de
edad se veía como de 60
metros .
Y pasó
la murga despidiéndose hasta el otro carnaval, y “Zenona”, que debió ser muy
gracioso porque la gente aplaudía con entusiasmo festejando a carcajadas sus
ocurrencias que incluían alguna tomada de pelo a los espectadores, y llegó el
momento cumbre; el “animador” se acercó lentamente al micrófono (único y de
pié) ubicado en la proa del tablado-barco, y como si en ello le fuera la vida
anunció la presencia de: ¡el hombre monoooo!!!...
Surgió
entonces de un costado del escenario un hombrecillo pequeño con la cara
embetunada donde se destacaba una sonrisa que haría las delicias de un aviso de
pasta dental. Lucía camisa y pantalón negro y una cola de trapo que se
balanceaba a medida que trepaba con agilidad al palo dispuesto para su
actuación. Desde el micrófono, el animador arengaba al público para que
aplaudieran las fantásticas, impresionantes, y jamás vistas piruetas del
artista, agregando que provenía de un famoso circo brasileño (mas tarde se
conocería que el hombre era oriundo de Fray Bentos donde se desempeñaba como
funcionario municipal).
El
asunto es que el hombre mono deleitó al público con una serie de piruetas que incluyeron pararse en un solo pié, y
hacer equilibrio formando una equis con su cuerpo apoyado en el estómago. La
actuación culminó con el artista bajando de cabeza hacia la tierra, donde un
asistente le alcanzó una guitarra que colgó de su espalda para regresar con
ella a las alturas. Allá arriba cantó a grito pelado “El rancho de la Cambicha ”, y culminó su
acto con una canción “en brasilero”.
Pasaron
algunos años y el hombre mono pareció perderse en el olvido. Fuimos creciendo,
los intereses se fueron diversificando, y la barra de la esquina se disgregó
por el natural devenir de la vida. Pero un día nos encontramos con mi viejo –ya
viejo- mate en mano charlando abajo del parral de la casa paterna, allí fue que
supe de la suerte corrida por aquel juglar cuasi grotesco. Cuentan que fue en
un tablado de un pueblo perdido en alguna parte del país. El hombre mono
ejecutaba su última pirueta antes de bajar de cabeza a buscar su guitarra para
entonar en la cima “El rancho de la
Cambicha ”, cuando su pié zafó del extremo del palo y se vino
abajo. Dicen que murió de viejo en un asilo de ancianos atado a una silla de
ruedas, canturreando su canción preferida y contando sus hazañas carnavaleras
que nadie creía. Triste historia de un hombre simple que cambió piruetas por
monedas, convencido quizá que ese era su destino. Nunca supe su nombre, pero
aún hoy le agradezco haber dejado grabado en mi memoria una parte de su
fantasía.
(*) Ilustración: Luis Ferrer.
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