viernes, 8 de marzo de 2013

Hablando de Bueyes Perdidos



 EL HOMBRE MONO


Ángel Juárez Masares



Contrariamente a lo que el título de nuestro divague semanal podría insinuar, el hombre mono del que hoy queremos hablar nada tiene que ver con la teoría darwiniana o con el personaje de Rice Burroughs, se trata en este caso de un personaje del carnaval de antaño que por algún capricho de la memoria acudió en estos días a nuestro recuerdo.
Ocurre que un día mi padre armó viaje para el tablado del otro barrio, donde “la comisión” había levantado “La cañonera de Perón”. Se trataba de un gran barco asentado –como todos los tablados de la época- en tanques de 200 litros puestos “boca abajo” donde se aseguraban tablones que por esas fechas cambiaban su cometido de andamios para convertirse en escenario. Grandes tubos de cartón forrados de papel simulaban los cañones, y varias motonetas del mismo material denunciaban la preferencia del aludido por estos vehículos.
Sin embargo el interés de mi padre trascendía la murga “Asaltantes” y la presencia del cómico “Zenona”, anunciados para esa noche, pues el punto alto era la actuación de “el hombre mono”, para lo cual al frente del tablado se había clavado un palo de unos seis metros de altura, que desde nuestros seis años de edad se veía como de 60 metros.
Y pasó la murga despidiéndose hasta el otro carnaval, y “Zenona”, que debió ser muy gracioso porque la gente aplaudía con entusiasmo festejando a carcajadas sus ocurrencias que incluían alguna tomada de pelo a los espectadores, y llegó el momento cumbre; el “animador” se acercó lentamente al micrófono (único y de pié) ubicado en la proa del tablado-barco, y como si en ello le fuera la vida anunció la presencia de: ¡el hombre monoooo!!!...
Surgió entonces de un costado del escenario un hombrecillo pequeño con la cara embetunada donde se destacaba una sonrisa que haría las delicias de un aviso de pasta dental. Lucía camisa y pantalón negro y una cola de trapo que se balanceaba a medida que trepaba con agilidad al palo dispuesto para su actuación. Desde el micrófono, el animador arengaba al público para que aplaudieran las fantásticas, impresionantes, y jamás vistas piruetas del artista, agregando que provenía de un famoso circo brasileño (mas tarde se conocería que el hombre era oriundo de Fray Bentos donde se desempeñaba como funcionario municipal).
El asunto es que el hombre mono deleitó al público con una serie de piruetas  que incluyeron pararse en un solo pié, y hacer equilibrio formando una equis con su cuerpo apoyado en el estómago. La actuación culminó con el artista bajando de cabeza hacia la tierra, donde un asistente le alcanzó una guitarra que colgó de su espalda para regresar con ella a las alturas. Allá arriba cantó a grito pelado “El rancho de la Cambicha”, y culminó su acto con una canción “en brasilero”.
Pasaron algunos años y el hombre mono pareció perderse en el olvido. Fuimos creciendo, los intereses se fueron diversificando, y la barra de la esquina se disgregó por el natural devenir de la vida. Pero un día nos encontramos con mi viejo –ya viejo- mate en mano charlando abajo del parral de la casa paterna, allí fue que supe de la suerte corrida por aquel juglar cuasi grotesco. Cuentan que fue en un tablado de un pueblo perdido en alguna parte del país. El hombre mono ejecutaba su última pirueta antes de bajar de cabeza a buscar su guitarra para entonar en la cima “El rancho de la Cambicha”, cuando su pié zafó del extremo del palo y se vino abajo. Dicen que murió de viejo en un asilo de ancianos atado a una silla de ruedas, canturreando su canción preferida y contando sus hazañas carnavaleras que nadie creía. Triste historia de un hombre simple que cambió piruetas por monedas, convencido quizá que ese era su destino. Nunca supe su nombre, pero aún hoy le agradezco haber dejado grabado en mi memoria una parte de su fantasía.




(*) Ilustración: Luis Ferrer.

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