Breve relato de la vida de un hombre que mucho había estudiado,
pero
que nada había aprendido del amor
Escriba Medieval

Su infancia transcurrió
entre Caballeros que entrenaban para una guerra que ya había pasado, y las
intrigas políticas de la
Corte. Llegado que hubo a la adolescencia, fue enviado a la
gran ciudad para estudiar elocuencia, y los modales inculcados desde la cuna le
ganaron la admiración y el respeto entre la alta sociedad.
Sin embargo, amados
cofrades, una tarde que hurgaba en la sala de pergaminos descubrió algunos
textos de Epicuro, y su vida cambió.
Os recuerdo que Epicuro
había nacido en Samos, quizá en 341
a . C. y muerto en
Atenas en 270 a .
C. Fundador de la escuela que lleva su nombre (epicureísmo), los aspectos más
destacados de su doctrina son el hedonismo racional y el atomismo. Defendió una
doctrina basada en la búsqueda del placer, la cual debería ser dirigida por la
prudencia. Se manifestó en contra del destino, de la necesidad y del recurrente
sentido griego de fatalidad. La naturaleza, según Epicuro, está regida por el
azar, entendido como ausencia de causalidad. Sólo así es posible la libertad
–dijo- sin la cual el hedonismo no tiene motivo de ser. Criticó los mitos
religiosos, los cuales, según él, no hacían sino amargar la vida de los
hombres. El fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el dolor, pero
siempre de una manera racional, evitando los excesos, pues estos provocan un
posterior sufrimiento. Los placeres del espíritu son superiores a los del
cuerpo, y ambos deben satisfacerse con inteligencia, procurando llegar a un
estado de bienestar corporal y espiritual al que llamaba ataraxia. Criticaba tanto
el desenfreno como la renuncia a los placeres de la carne, arguyendo que
debería buscarse un término medio, y que los goces carnales deberían
satisfacerse siempre y cuando no conllevaran un dolor en el futuro.
Epicúreo afirmó que la
filosofía debe ser un instrumento al servicio de la vida de los hombres, y que
el conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la
búsqueda de la felicidad.
Durante siete días regresó
a la sala de pergaminos para estudiar la doctrina epicureísta; durante siete
noches meditó sobre la misma, y al octavo día vio la luz. Comprendió muchas de
las cosas de este mundo, y supo que el universo es solo una ilusión, pues cada
átomo es un universo. Conoció además la inutilidad de los conocimientos
guardados en la urna fría de su cerebro, y transitó descalzo por el desierto de
su corazón. Desolado, con la íntima convicción de haber perdido los mejores
años de su vida, decidió dejar la seguridad de su palacio y salir a recorrer el
mundo.
Fuese así entonces que una
desas noches en un lupanar frecuentado por muleros y nómades del desierto
conoció a la africana. Tenía la tal moza la piel color de leona, sus ojos la
agudeza del leopardo, y en la sangre el empuje del rinoceronte hembra.
Con ella supo de qué lugar
provienen las lágrimas, y advirtió que en ciertas circunstancias se dilata el
corazón. Deseó fundirse en ese cuerpo, apretar esa boca casi azul entre los
dientes, y supo que nada después de ella era importante.
Mas la africana se tornó
esquiva y distante como la leona de la cual heredara su color. Unas veces lo
miraba desde lejos como el leopardo entre la fronda, y otras le dejaba
acercarse hasta sentir el olor a rinoceronte hembra que salía de su cuerpo.
Nuestro hombre comenzó
desesperar acuciado por una ansiedad indefinible. Deambuló algunas noches por la sala de los pergaminos
en busca de respuestas que sabía no
estaban allí, y volvió a maldecir su cuidadosa crianza. Por momentos creía no
tener su pierna izquierda, de a ratos no lograba ver su diestra mano, en otros
no podía hilvanar un pensamiento, y en otras ocasiones escuchaba el rumor de
una batalla.
Mas una noche la africana
llevólo al interior de unos desconocidos aposentos. Grandes y sutiles
cortinados colgaban de lo alto, y en medio del recinto hervía un brebaje
alimentado por un anafe morisco rodeado de almohadones.
Sentáronse ambos y en
silencio bebieron un vino espumoso de una crátera que la mujer rodeaba con sus
brazos, escanciando de ella cada tanto en una copa.
Sería la medianoche cuando
ofrecióle beber del brebaje que había amainado su hervor en el caldero. Él lo
hizo, y pudo entonces amalgamar las mieles del saber y de la carne. Enredóse en
la africana cual la serpiente lo hace para sofocar su presa, y el olor a
rinoceronte hembra invadió todo el recinto. Subió por las paredes para huir
hacia las nubes y confundirse con los olores de otras hembras.
Entonces recordó a
Epicuro: “el fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el dolor”.
“La filosofía debe ser un
instrumento al servicio de la vida de los hombres, y el conocimiento por sí
mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la
felicidad”.
Luego olvidóse de todo lo
aprendido, marcharon de su mente las palabras de Maestros y todas las lecturas
que hubo hecho. Tuvo por primera vez la sensación de haberse vuelto loco,
asunto que no le importó demasiado porque también supo que había descubierto el
amor.
Moraleja:
Nada de lo que pueda
almacenarse en la razón tendrá sentido, si no permitís que sea tu corazón quien
disponga la intensidad de su latido.
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