sábado, 13 de abril de 2013

Cuentito medieval




Breve relato de la vida de un hombre que mucho había estudiado, 
pero que nada había aprendido del amor

                          


 Escriba Medieval


Había nacido en una familia de feudales cuyas propiedades se extendían hasta mas allá de donde alcanzaba la mirada. Maestros de lejanas comarcas fueron requeridos para que su educación estuviera a la altura de las circunstancias, y las letras antiguas, los secretos de la música, y los misterios de la pintura le fueron enseñados con esmero.
Su infancia transcurrió entre Caballeros que entrenaban para una guerra que ya había pasado, y las intrigas políticas de la Corte. Llegado que hubo a la adolescencia, fue enviado a la gran ciudad para estudiar elocuencia, y los modales inculcados desde la cuna le ganaron la admiración y el respeto entre la alta sociedad.
Sin embargo, amados cofrades, una tarde que hurgaba en la sala de pergaminos descubrió algunos textos de Epicuro, y su vida cambió.
Os recuerdo que Epicuro había nacido en Samos, quizá en 341 a. C.  y muerto en Atenas en 270 a. C. Fundador de la escuela que lleva su nombre (epicureísmo), los aspectos más destacados de su doctrina son el hedonismo racional y el atomismo. Defendió una doctrina basada en la búsqueda del placer, la cual debería ser dirigida por la prudencia. Se manifestó en contra del destino, de la necesidad y del recurrente sentido griego de fatalidad. La naturaleza, según Epicuro, está regida por el azar, entendido como ausencia de causalidad. Sólo así es posible la libertad –dijo- sin la cual el hedonismo no tiene motivo de ser. Criticó los mitos religiosos, los cuales, según él, no hacían sino amargar la vida de los hombres. El fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el dolor, pero siempre de una manera racional, evitando los excesos, pues estos provocan un posterior sufrimiento. Los placeres del espíritu son superiores a los del cuerpo, y ambos deben satisfacerse con inteligencia, procurando llegar a un estado de bienestar corporal y espiritual al que llamaba ataraxia. Criticaba tanto el desenfreno como la renuncia a los placeres de la carne, arguyendo que debería buscarse un término medio, y que los goces carnales deberían satisfacerse siempre y cuando no conllevaran un dolor en el futuro.
Epicúreo afirmó que la filosofía debe ser un instrumento al servicio de la vida de los hombres, y que el conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la felicidad.
Durante siete días regresó a la sala de pergaminos para estudiar la doctrina epicureísta; durante siete noches meditó sobre la misma, y al octavo día vio la luz. Comprendió muchas de las cosas de este mundo, y supo que el universo es solo una ilusión, pues cada átomo es un universo. Conoció además la inutilidad de los conocimientos guardados en la urna fría de su cerebro, y transitó descalzo por el desierto de su corazón. Desolado, con la íntima convicción de haber perdido los mejores años de su vida, decidió dejar la seguridad de su palacio y salir a recorrer el mundo.
Fuese así entonces que una desas noches en un lupanar frecuentado por muleros y nómades del desierto conoció a la africana. Tenía la tal moza la piel color de leona, sus ojos la agudeza del leopardo, y en la sangre el empuje del rinoceronte hembra.
Con ella supo de qué lugar provienen las lágrimas, y advirtió que en ciertas circunstancias se dilata el corazón. Deseó fundirse en ese cuerpo, apretar esa boca casi azul entre los dientes, y supo que nada después de ella era importante.
Mas la africana se tornó esquiva y distante como la leona de la cual heredara su color. Unas veces lo miraba desde lejos como el leopardo entre la fronda, y otras le dejaba acercarse hasta sentir el olor a rinoceronte hembra que salía de su cuerpo.
Nuestro hombre comenzó desesperar acuciado por una ansiedad indefinible. Deambuló  algunas noches por la sala de los pergaminos en busca de respuestas que  sabía no estaban allí, y volvió a maldecir su cuidadosa crianza. Por momentos creía no tener su pierna izquierda, de a ratos no lograba ver su diestra mano, en otros no podía hilvanar un pensamiento, y en otras ocasiones escuchaba el rumor de una batalla.
Mas una noche la africana llevólo al interior de unos desconocidos aposentos. Grandes y sutiles cortinados colgaban de lo alto, y en medio del recinto hervía un brebaje alimentado por un anafe morisco rodeado de almohadones.
Sentáronse ambos y en silencio bebieron un vino espumoso de una crátera que la mujer rodeaba con sus brazos, escanciando de ella cada tanto en una copa.
Sería la medianoche cuando ofrecióle beber del brebaje que había amainado su hervor en el caldero. Él lo hizo, y pudo entonces amalgamar las mieles del saber y de la carne. Enredóse en la africana cual la serpiente lo hace para sofocar su presa, y el olor a rinoceronte hembra invadió todo el recinto. Subió por las paredes para huir hacia las nubes y confundirse con los olores de otras hembras.
Entonces recordó a Epicuro: “el fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el dolor”.
“La filosofía debe ser un instrumento al servicio de la vida de los hombres, y el conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la felicidad”.
Luego olvidóse de todo lo aprendido, marcharon de su mente las palabras de Maestros y todas las lecturas que hubo hecho. Tuvo por primera vez la sensación de haberse vuelto loco, asunto que no le importó demasiado porque también supo que había descubierto el amor.




Moraleja:
                Nada de lo que pueda almacenarse en la razón tendrá sentido, si no permitís que sea tu corazón quien disponga la intensidad de su latido.

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