sábado, 7 de septiembre de 2013

Esta mujer

 

 

ESCRITO POR: RICARDO SCAGLIOLA







Luisa Cuesta, honor y causa
—¿Soy peligrosa, teniente?
—Más de lo que usted supone.

(Luisa Cuesta a un teniente, Batallón de Infantería Nº 5 de Mercedes, 28 de junio de 1973.)




Doce de abril del año 2000. Miércoles. Nueve y media de la mañana. Luisa Cuesta, Luz Ibarburu, Javier Miranda y Sara Méndez llegan puntuales al Edificio Libertad. Suben las escaleras de mármol negro y se dirigen al séptimo piso, donde los espera el presidente. Y es noticia: los espera el presidente. Por primera vez en quince años los espera un presidente. Un mes y nueve días antes Jorge Batlle había asumido en medio de algunas señales impensables tiempo atrás. Había hablado de “sellar la paz”, y a su paso por la Avenida del Libertador, entre blandengues a caballo y militantes a pie, se hizo un tiempo para saludar a los familiares.

Claro, un discurso inaugural es un plan de gobierno y no un balance de su cumplimiento. Un gesto es una declaración de intenciones, un guiño, una mueca, pero no una decisión. Y aquello apenas constituía una expresión de propósitos contra la cual luego se podría juzgar la gestión del mandatario que la pronuncia. Pero después de tantas decepciones, se había abierto una rendija, se había encendido una luz. Todos son buenos propósitos en el primer día de cualquier gobernante, se podrá decir, pero ese primer día había sido distinto a todos los otros.
A aquel conciso mensaje leído el 1 de marzo le siguió un fax, librado desde la Presidencia, en que se anunciaba que el presidente daría “cumplimiento al ofrecimiento formulado en su discurso de asunción”. Pocos días antes, estrenando su papel, el presidente había confirmado al poeta Juan Gelman la aparición con vida de su nieta Macarena, desaparecida en Uruguay en 1976. Ahora era el turno de los Familiares. La imagen que de aquella reunión tomaron los diarios muestra, congelado, otro gesto imprevisible. En el centro de la imagen, Jorge Batlle lleva su mano derecha con sus dedos juntos hacia la sien, repitiendo el saludo militar, conocido en la jerga castrense como “saludo de visera”. A su izquierda, Luisa Cuesta. A su derecha, la nada. “Me cuadro ante usted como ante mi mamá”, le dijo el presidente. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, de espaldas a la cámara y mirándolo a los ojos, la señora asintió levemente con la cabeza. Era el presidente, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas cuadrándose ante una madre. Era todo el peso de la responsabilidad del Estado enfrentado al peso del dolor de una mamá, la administrativa de un taller de chapa y pintura en Mercedes que, de una vez y para siempre, busca a su hijo. Su fuerza icónica es incomparable: un presidente cara a cara con una mujer chiquita y vivaz de cartera negra al hombro, enfrentándose y ganando, siquiera brevemente, a la historia. Y en la forma más inesperada, la de un saludo militar que sugiere un significado que, de tan potente, quizá seamos incapaces de captar en toda su dimensión.
Quizá en ese momento, el de la foto fija, Luisa Cuesta se convirtió para muchos en una referencia, en la cara visible de una historia de invisibles. O quizás no. Quizás lo haya sido desde siempre, o desde la recuperación democrática, o desde que tras la derrota en el referéndum de 1989, junto con Amalia González y Nelsa González, dijeran: “las puertas no las cerramos”. Pero lo cierto es que aquel fue un instante fundacional. Un primer y decisivo destello de lo que vendría después, con todos sus sabores y sinsabores, con sus luces y sus sombras. A esa primera instancia se sucedió una segunda. Esta vez el reporte gráfico nos muestra a Luisa Cuesta en la misma sala de reuniones, acomodada en el sillón contiguo al del presidente como quien se prepara para posar: una mano sobre el apoyabrazos, la otra en la falda; la pollera plisada justo por debajo de la rodilla y el mentón altivo en un medio perfil que ofreció para las fotos. Pero no está posando: es su manera de estar cómoda en ese frío séptimo piso del Edificio Libertad, en la semipenumbra de una sala recargada de hormigón. Al despedirse, Batlle volvió a acercársele. El presidente y la madre, otra vez, cara a cara.
“Sabe una cosa señora, voy a invitarla a tomar el té con mi mamá”, le dijo. Habían pasado casi dos horas en aquella postura estática, amarrados a los sillones. Habían hablado de sus orígenes, de su búsqueda, de sus hijos y sus nietos. De la Comisión para la Paz. De lo que vendría. Pero de pronto, sin aviso, a Luisa los ojos se le agrandaron y la voz se tornó profundo terciopelo, desafiante. “Por favor, señor presidente, que sea un cafecito con coñac.” Tiempo después, sonó el teléfono en la casa de Cuesta. “Murió mi mamá”, escuchó al otro lado del teléfono la veterana. La respuesta tomó la forma de un reto: “¡Semejante grandulón!...”. Luisa había retado al presidente como retan las madres cuando rezongan, enojadas, al hijo más indisciplinado. 

***

Ese mismo carácter la llevó a plantarse, una y mil veces, frente a la adversidad. Y a hacerse entender, incluso en holandés, durante el exilio en los Países Bajos. De ese tiempo a esta parte, muchos años fueron de espera, otros simplemente de frustración. No fueron años felices, pero tampoco todas las horas ni los días fueron de luto y oración. Insiste Luisa en que los más jóvenes dan sentido a la lucha: “Yo siento que por mi hijo ya no puedo hacer nada. Y hace años que lo pienso, ¿no? Que por mi hijo no puedo hacer nada… Y no es por política que lo hago. Lo hago porque no quiero que se repita en otra generación lo que le pasó a la generación de mi hijo.”(1)  Porfiadamente, madres y abuelas lograron permear el cerrojo mediático, ganando escucha entre los miles que engrosan las filas de silenciosos caminantes. La sociedad cada vez las honra más. La herencia dictatorial Horroris Causa se derruye en los juzgados, más vale, pero también en la construcción cotidiana de la memoria. La sombra de la dictadura cede y se diluye con cada ampliación de derechos, con cada paso hacia la búsqueda de la verdad –hasta los más cortos o temblequeantes–, con cada uruguayo que nace sin la mochila de haber transitado esa etapa. Entre tanto, ellas siguen marchando todos los 20 de mayo. Ahora están menos solas, es cierto. El abrazo es más fuerte, más hondo y más intenso. El pedido, siempre el mismo, aunque todavía haya que gritarlo: justicia.
Cuando el lector repase estas líneas, seguramente Luisa Cuesta ya habrá sido declarada doctora honoris causa por la Universidad de la República (2) por su “ejemplo de perseverancia, lucha y aporte a la cultura de derechos humanos”. Honor y causa, dos sustantivos que jamás hubiese imaginado aquel teniente, el de la frase, ni ese presidente, el de aquel instante. Y mucho menos esta mujer, la de la foto.



1.       Viejos son los trapos, Raúl Ronzoni y Mauricio Rodríguez.
2.        Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos invita a acompañar el otorgamiento del título honoris causa a Luisa Cuesta, este viernes 30 de agosto a las 18 horas, en el Paraninfo de la Universidad.




Extraído de : http://brecha.com.uy

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